Pareciera que de los amigos que hemos tenido en la vida, Dios resulta uno de los más olvidados. A muchos nos dijeron que Dios es un amigo fiel y, como sucede con muchas amistades añejas, la relación se va llenando de polvo y se arrincona en algún lugar que ya no volvemos a visitar. Así somos, los borramos de la memoria.

Puede ser que con esfuerzos, incluso recordemos a alguno que fue nuestro mejor compañero de juegos en la primera infancia, que podamos recitar de memoria su nombre, apellidos y hasta su número de teléfono, pero hay que ser francos: a veces olvidamos a nuestros amigos. En cambio, es muy difícil olvidar a un amante.

Los amantes se nos meten en el alma y en el corazón. Son como semillas que se siembran en la mente y basta regarlas un poco para que germine el recuerdo y empecemos a suspirar. No nos hace falta mucho, un olor, una textura, un sabor nos meten de lleno en los días en que aquel personaje nos ponía la piel chinita y nos hacía temblar de emoción. Pocos amantes se olvidan. Siempre nos queda algo de ellos, y es que en realidad, es cierto que con cada uno se queda un pedacito de nosotros. A algunos les dejamos una tajada enorme y otros sólo un puntito. Hay quienes dicen que nunca los dejamos de amar ni siquiera a aquellos que nos pagaron mal. Es que la infección del mal de amores es un virus que se nos queda en la sangre y del que, aun curados, nos deja registro.

Los poetas místicos entendieron bien esta fórmula. Se trata de amar a Dios dando una vuelta a la intensidad. La labor poética de estos autores comparte con la mística la dificultad de expresión, la búsqueda constante de imágenes y la pasión frenética de un querer intenso. Sus versos tienen una relación amorosa que quiere el acercamiento con el Absoluto. Pero no se trata de una proximidad que expresa emociones que no entran en la esfera de lo intangible o lo no comprobable. Quieren algo más, eso es un anhelo místico. Aunque el poeta no profese un credo específico, se siente atraído continuamente por el sentimiento y el deseo. La intención es buscar que el amor, el lenguaje y el significado se fundan y de ellos nazca la palabra poética que a su vez produzca arrobamiento. El poeta participa la comunión, del retorno al origen, al alfa y al omega, al Absoluto, a Dios.

La intención de los místicos en el tema de esta poesía no es la religiosidad. En ese caso se le podría confundir siempre con la poesía sacra que es la que aborda temas provenientes de las Sagradas Escrituras o que puede usarse para propósitos de culto, o adaptarse para ser liturgia. No, no, no. Una poesía que hable sobre religión no es forzosamente una poesía mística. Tiene que tener, para serlo, implícita la idea de un diálogo con el Absoluto, de una relación intensa en otro plano. De hecho, el propio San Juan de la Cruz buscaba menos religión y más Dios. Quería una relación que no pasara tanto por el rito, la regla y los manuales. Quería que fuera directa y en su obra no tiene miedo de denominar a Dios como su amante. Así lo plasma en el Manuscrito de Jaén, en la primera estrofa del poema Canciones entre el alma y el esposo:

«¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el ciervo huiste
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido».

Las relaciones con los amantes son complicadas porque destilan pasiones intensas. No se crea que los amores con Dios quedan exentos de estas peculiaridades. También tienen reclamos, molestias, contrariedades y fatigas. En el verso diez del poema antes citado del Manuscrito de Jaén, la Esposa responde:

«Apaga mis enojos,
Pues que ninguno basta para deshacellos,
Y véante mis ojos,
Pues eres lumbre dellos,
Sólo para ti quiero tenellos».

Como cualquier relación amorosa que se entable con alguien más, el erotismo tiene un plano central. San Juan de la Cruz continúa en los versos catorce y quince dándonos un ejemplo claro de que este vínculo está pleno de sensualidad y deliciosa lubricidad:

«La noche sosegada
En par de los levantes del Aurora,
La música callada,
La soledad sonora,
La cena que recrea y enamora.
(...)

«Nuestro lecho florido,
De cuevas de leones enlazado,
En púrpura tendido,
De paz edificado
Mil escudos de oro coronado».

A la voz de: al toque de centella, emisiones del bálsamo divino, San Juan de la Cruz nos hace un guiño y nos introduce a una forma de relacionarnos con Dios que a muchos les puede resultar escandalosa y a otros interesante. Si aún creemos que el santo nos resulta poco explícito, transcribo los versos dieciocho y treinta y cinco:

«Allí me dio su pecho,
Allí me enseñó sciencia muy sabrosa,
Y yo le di de hecho
A mí, sin dejar cosa:
Allí le prometí ser su esposa. (...)
… Gocémonos amado
Y vámonos a ver en tu hermosura,
Al monte y al collado
Do mana el agua pura;
Entremos más adentro en la espesura».

Sí, una forma para recuperar la fe es dejar esa imagen infantil de ver a Dios como un amigo. Podemos amar a Dios de otras formas. Tal vez, la fórmula de San Juan de la Cruz nos lleve a un punto tan alto que nos será difícil desengancharnos y nos lleve a sentir tanto que no queramos jamás apartarnos. Y, si acaso —porque así sucede en el amor— llegáramos a alejarnos, tal vez un aroma, un sabor, una textura nos avive el recuerdo. Porque, insisto, los amores raramente se olvidan.