Novelas y poemas, películas y series televisivas nos hablan, cuando tratan de aproximarse a la historia de la ciudad francesa de Aviñón, de un conocimiento oculto, cabalístico, diseminado en edificios y monumentos, plazas recoletas, iglesias y monasterios que, valiéndose de signos herméticos, nos transmite un saber cifrado a lo largo de los siglos de carácter esotérico.

Ningún escritor célebre ha publicado una guía que acierte a darnos noticia de ese tesoro escondido de hallazgos imprevistos. Solo Lawrence Durrell, en algunos de sus libros, pero sobre todo en su magna obra El quinteto de Aviñón despliega, no sin cautela, ciertos arcanos que velan ese compendio de señales y avisos que envuelven, con halo enigmático, la vieja ciudad que fuera sede papal de antiguos reinados pontificios.

Entre nosotros, un poeta ya fallecido, Ángel Crespo, de acrisolada cultura, exquisita sensibilidad y probada experiencia del mundo —brillante traductor, además, de Dante Alighieri, Giacomo Casanova y Fernando Pessoa—, hubiese podido darnos sobre Aviñón un libro similar al que escribiera sobre la ciudad donde, impetuoso y febril, desemboca el río Tajo: Lisboa. Guía minuciosa de la capital portuguesa, por supuesto. Pero también, y simultáneamente, recorrido gozoso por un laberinto de conceptos y lugares donde mora lo desconocido y mágico, lo misterioso. Mas Ángel ya no pertenece al reino de este mundo. De estar, aquí y ahora, diría que este que habitamos es un orbe caído, sin gracia ni soltura, y carente de regocijo.

No hay alegría ni ganas de celebración. Al menos eso compruebo cuando paseo lentamente por calles de París, Barcelona o Aviñón en fiestas navideñas que, de harto repetidas, ya no quieren decir nada. Sin embargo, la palabra del poeta nos diría que, a pesar del sino, merece la pena estar atentos y educar la mirada. Discenir, entre el montón de objetos y cachivaches que nos rodean sin interés ni cuento alguno, cuanto resulte esencial por materialmente inútil: el instante. Ese instante, huidizo y efímero, pero dotado con la particularidad primordial de arrebatar nuestra atención para sumirnos en los meandros más recónditos del río del alma; ese flujo silencioso de imágenes, pensamientos, sensaciones y recuerdos que acompasa nuestro latido con inquietud y desazón o bien con apacible esperanza.

Como ya señalaran ciertos escritores iberoamericanos, pero sobre todo el argentino Julio Cortázar, hallar lo extraordinario en el curso de la vida cotidiana es tarea, entre otros, del narrador contemporáneo. En nuestros días, cualquier hacedor de ficciones sabe por experiencia que del paraíso nadie ha vuelto con una manzana dorada. Se vuelve, cuando se vuelve, con una pérdida original y un aire de extravío. Una herida abierta que busca la difícil compensación de un sueño que dé aliento, sentido y razón a una existencia que nadie ha elegido.

Fruto de la casualidad y de oscuras leyes que tejen nuestro destino, la vida humana apenas si entraña un segundo, un parpadeo en el diálogo continuo y fulminante de los universos. Tamaña aventura es, tal vez, fruto del azar y de una necesidad que cubra la inmensa sombra de un vacío. De ahí que la falta, la carencia de algo consustancial al Ser y al Tiempo que lo crea para proyectarlo en el Espacio, pregunte e indague hasta encontrar una respuesta —siempre parcial —que calme la insatisfacción que nos invade.

El oficio de escribir constituye, entre otros, un mester doloroso: el de hurgar en la tiniebla hasta hallar la luz que nos dé, entre otras, la clave del sentido. No es mal oficio. Tiene, además de sus muchas dificultades, su pizca de gloria y redención. Por un instante, si el texto toca y mueve lo real, nos devuelve nuestro ser, al origen, y en ese momento nos hallamos a nosotros mismos sin culpa ni traición, sin necesidad de justificarnos ante nada ni nadie. Somos lo que somos; y lo somos, además, con gran desconocimiento de nosotros mismos. Y al fin todo se resuelve, así en la escritura como en la vida, en «el aire que exigimos trece veces por minuto para ser, y, en tanto somos, dar un sí que glorifica» (Gabriel Celaya).

Sí, respiración y ritmo son los dos movimientos cardinales de la vida. De ahí que el paseo, además de útil para nuestra salud, resulte revelador del instante que nos aguarda como obra inesperada de Fortuna.

En efecto, no puedo pensar sino que la diosa puso en mi camino el logro de un encuentro fortuito en la vieja ciudad amurallada de Aviñón. Porque fue en la plaza Saint-Didier de dicha urbe, y al final de un paseo solitario, donde me encontré con un viejo colega colombiano: Juan Gavilán Malandro. Autor valioso aunque inédito, Gavilán Malandro formaba parte de un reducido grupo de narradores y poetas hispanoamericanos que durante el largo decenio de los años ochenta recaló en Barcelona con el propósito de publicar su obra en la prestigiosa Biblioteca del Fénice, inspirada y dirigida entonces por aquel príncipe de las letras que diera en llamarse Carlos Barral.

El segundo apellido de este gran olvidado causó no poco revuelo en la Ciudad Condal de aquellos años. Carente de recursos económicos —es decir, pobre—, y dejado de la mano de Dios, Juan Gavilán vivía a salto de mata gracias a ciertas colaboraciones literarias y a no pocos sablazos que diera a propios y extraños. Entre las tertulias y cenáculos literarios corría la voz de que el tal Malandro, haciendo honor al nombre de su madre, no era sino un «delincuente», un tunante o pícaro de poca monta que se servía de la literatura para sus fines; fines que, claro está, no eran nada nobles.

Naturalmente, los autores de tales bulos —auténticas difamaciones— eran burguesitos bien instalados, gente pija y timorata, «progresistas» barceloneses con pretensiones de hacerse un lugar respetable bajo el sol de los grandes sellos editoriales.

Doy fe de ello: si Carlos Barral no publicó su mejor libro de relatos, Aviesa suerte, no fue por falta de ganas. Una estrecha colaboradora de este editor me confió para su corrección el primer juego de galeradas de este título, aún inédito, que no pudo publicarse por los graves problemas financieros que la casa editorial, Argos Vergara, atravesaba.

Nada supe después de las andanzas de este narrador. Unos dijeron que sus pasos se perdieron en algún país centroeuropeo; otros que si volvió a su casa natal, en Medellín; y los menos que si había conseguido un modesto empleo de portero de noche en algún hotelucho de Nueva York, concretamente en el distrito del Bronx.

Y sí, el lector que haya seguido hasta aquí mi relato estará en lo cierto: ha sido en un bar de Aviñón, y después de tantos años, donde he tenido el placer de reencontrarme con este escritor ignorado.

Presidida antaño por tres majestuosos pinos que hacían las delicias de sus habitantes, la plaza Saint-Didier es, hoy, un espacio donde solo señorea el cemento. Con nocturnidad y alevosía, los servicios municipales encargados de estos menesteres liquidaron los tres gigantes verdes que oxigenaban el aire. Falto de esa buena sombra, Comptoir-Saint Didier, el bar restaurante, es un lugar cuya atmósfera ha decaído por culpa de una gestión pública incompetente. Lamentable.

Mas el aire del lugar, ante esa aparición llamada Juan Gavilán Malandro, adquirió de pronto un tono de recuerdo festivo. Repentinamente, como en una moviola, las imágenes del pasado cobraron cuerpo en mi memoria para desfilar con nitidez y precisión cinematográficas. Cafés y librerías, galerías de arte, estudios de pintores y talleres de grabado eran evocados al calor de las palabras que iban brotando en ese rincón de la plaza hasta dar con el nombre de antiguos amigos, algunos de ellos ya fallecidos.

Tras varias horas de charla y antes de despedirnos, Juan Gavilán, respondiendo al dictado de un impulso incontrolado, manifestó al fin el motivo de su viaje por estas tierras de Francia:

«...ahora trabajo para ese diario azteca. Dejé la literatura... o ella me dejó a mí. No lo sé ni me importa. Estoy en Ciudad de México, donde pude afincarme y trabajar, tener una familia, amigos, dinero. En fin, esas cosas que hacen más fácil y mejor la vida... Y no, no verás mi nombre en parte alguna. Para firmar mis columnas y reportajes empleo el seudónimo de Carlos Pulido. Bastante tuve que aguantar en Barcelona a costa de mi apellido...

»Sí, me alojo en ese hotel... en el Cours Jean Jaurès. Solo estaré dos días. El tiempo necesario para escribir la crónica de 'Cheval Passion', esa feria caballar que desde hace treinta y cuatro años se celebra a las afueras de Aviñón, en el parque de exposiciones...

»Toma, te doy dos invitaciones; ven a verme al final del día domingo y seguimos hablando...».

Por un momento, tras despedirme, no supe qué hacer con las dos entradas que Juan me había dado. Dos billetes que permitían el acceso a Crinières d'Or, una gala ecuestre que tendría lugar ese día, sábado 19 de Enero, a las 20:30 horas. Tentado estuve de olvidar intencionadamente esa invitación y dedicarme a seguir vagando por las calles de la ciudad, sin rumbo fijo. Sin embargo, algo me dijo que debía acudir al lugar donde tendría lugar ese evento.

Emblema de fuerza vital, pero también del paso del tiempo, cuando no símbolo funerario, el caballo es desde antiguo fuente de muchas y diversas significaciones: potencia, gracia y belleza, nobleza y libertad. Esta sería la constelación significante positiva de su imagen. La negativa u oscura, en cambio, estaría asociada a la guerra y a los atributos de la conquista, el botín, la dominación y la victoria. Pero también resulta central de su figura su capacidad de representación de nuestro paso por la vida: veloz unas veces, lento y tranquilo otras, desbocado en situaciones de ruptura o eclosión catastrófica.

El caballo resulta, pues, uno de los signos esenciales de la civilización humana. Tanto es así que a lo largo de esa función convocada por Cheval Passion tuve la oportunidad de contemplar uno de los espectáculos más hermosos y completos que, alrededor de estas y otras características equinas, tuvo lugar en la trigésimo cuarta edición de esta feria internacional. Caballos y yeguadas procedentes de España, Marruecos, Francia, Portugal y otros países protagonizaron, en perfecta simbiosis con caballistas y jinetes, una escena difícil de olvidar: destreza y armonía, ingenio y movimiento, concordancia y sintonía se fundieron en una cadencia que, por un momento, tuvo la virtud de transfigurarse hacia el final de este encuentro —por obra y gracia de los hermanos Frédéric y Jean-François Pignon— en la espiral que describe la rosa cuando esta se abre al calor del sol y de la vida para darnos el sortilegio de su belleza.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Aviñón, considerada como la rosa del mundo entre cabalistas y nigromantes, ocultistas y druidas, revelaba la alquimia de su esencia en ese movimiento de carácter circular, de eterno retorno sobre sí misma. Exactamente como el impulso de la vida, que se despliega, según dicen, en círculos concéntricos e idénticos en su composición y estructura.

Eufórico, quise comentar al día siguiente, domingo 20 de enero, estos y otros pormenores de mi vivencia con ese escritor desconocido, lejano durante tantos años de Barcelona, rigurosamente inédito, y al que encontré como por casualidad con motivo de esa feria ecuestre. Pero una vez más, Juan Gavilán Malandro, había desaparecido. ¿Su presencia fue real o era el resultado de una invención, un recurso literario del ya manido «realismo mágico»?

En la recepción del hotel nadie supo darme noticia de su existencia. Solo hallé el rastro de un tal Carlos Pulido, periodista, el cual, en efecto, se había alojado hasta esa misma mañana en ese establecimiento, situado frente al magnífico Palacio de los Papas.

Confundido, llegué a pensar en esta curiosa broma del destino: la literatura, una vez más, había dado paso al periodismo informativo, eficaz y altamente productivo. La creación literaria había quedado atrás como una vocación frustrada en la persona de Juan Gavilán; un reducto de la memoria que solo sirve para revestir la realidad con la fábula de una mentira. Sin embargo es esa mentira la que recoge con mayor precisión y transparencia nuestra verdad más profunda, aquella que nunca podrá realizarse y que, como marca de agua o filigrana, atraviesa la red del tiempo para darnos noticia de lo permanente, esencial e invisible.

Así la ciudad de Aviñón, que solo muestra aquello que oculta y que nuestros ojos nunca podrán ver... no por falta de claridad, sino por la terrible evidencia que nos deslumbra.