«Nuestra época ha emprendido un 'abastecimiento pleno', no sólo en el mundo del comercio, sino también en el de las ideas. Todo se puede comprar a unos precios tan bajos que uno se pregunta si no llegará el momento en que nadie desee comprar».

(«Temor y Temblor», Sören Kierkegaard, 1845)

— Le digo que desde la estación Metro Unión Latinoamericana, tanto por la vereda sur como por la norte de nuestra Alameda Bernardo O´Higgins -otrora de Las Delicias-, hasta la Estación Central y la casa matriz de la Universidad de Santiago, en dos ringleras que flanquean el estrecho paso de los peatones, se ubican cientos de vendedores ambulantes, tanto chilenos como de varias nacionalidades inmigrantes, incluyendo a los vistosos haitianos.

— Está bien, lo he comprobado con mis propios ojos, aunque en un principio dudé de su versión, atribuyéndole un tinte de exageración andaluza, cuando no gallega y funambulesca, en su caso particular. Pero es cierto, se trata de un fenómeno masivo de comercio clandestino que fluctúa entre quince mil y veinte mil individuos en eso que llamamos gran Santiago, suscitando graves problemas de convivencia ciudadana.

— Y que esconde o disfraza un problema humano considerable: miles de cesantes que ocultan su condición bajo el eufemismo de «comerciantes libres». Individuos-cifra que hacen disminuir, de manera falaz, el índice de cesantía, para beneplácito de los gobernantes de turno, que creen más en la estadística que en la madre que los parió.

— Pero debiéramos considerar que esta gente actúa al margen de la ley, es decir son ilícitos, porque no cuentan con autorización municipal para ejercer su actividad en las calles y, de paso, perjudican al comercio establecido. Además, como dijo una alcaldesa bien conocida, se han articulado auténticas mafias en torno a estos mercaderes clandestinos.

— Mire usted, nuestra legislación, civil y penal, está estructurada sobre el derecho de propiedad como su pilar fundamental, por eso, los «defensores de la vida», cuando alzan su voz contra el aborto, por citar un tema candente, es porque consideran a la mujer como objeto de propiedad del varón y del sistema que sigue sustentando el patriarcado propietario… Y ya que le gustan tanto las palabras –como a mí-, analice la etimología de patrimonio.

— Bueno, bueno... ¿Quiere usted transformar este diálogo en una cuestión semántica?

— Todas las cuestiones humanas tienen una raíz semántica, porque somos lenguaje.

— Por favor, volvamos al tema inicial de este coloquio. ¿Acaso pretende que las calles de la ciudad se transformen en territorio de nadie?

— Nada de eso, pero le diré algo ya dicho en alguna crónica: ningún municipio de la región metropolitana entrega hoy permisos para vendedores ambulantes, salvo casos puntuales que beneficien a discapacitados, y aun así, con muchas restricciones. Por lo tanto, la acusación de ilegalidad se transforma en un sofisma: «Estás fuera de la ley, pero tampoco podrás estar dentro de ella». En otras palabras, estos individuos, más que clandestinos, son parias del sistema inicuo que nos rige y subyuga (nos pone bajo el yugo inmisericorde y avasallador de los grandes propietarios).

— Aun así, alguien tiene que poner coto a estas irregularidades y al desorden imperante. Una sociedad sin reglas claras puede devenir en anarquía. Y nuestra inefable Eve lo ha dicho claro en este caso: hay bandas de mafiosos que manipulan el comercio ambulante en la comuna de su mandato edilicio, verdaderos delincuentes...

— Le diré lo que pienso al respecto. Estas organizaciones a que usted y su dilecta madama aluden no son más que una clase de comerciantes astutos o «emprendedores», si quiere usted emplear esta palabreja, que tanto vale para un roto como para un descosido, mercaderes sin escrúpulos que aprovechan las oportunidades que el propio sistema les brinda para enriquecerse a costa de la miseria ajena.

— No entiendo los alcances de su análisis.

— Mire, detrás de la mayoría de estos vendedores clandestinos están los empresarios que les venden sus productos para que los distribuyan en las calles, utilizándolos como mano de obra sin costo, pues lucran eximiéndose de pagar beneficios sociales, salarios y previsión; todo es utilidad… Hasta el propio Karl se hubiera asombrado de tan limpia y redonda plusvalía.

— Aunque lo plantee de modo rotundo y a ratos elocuente, no comparto su visión teórica, puesto que el problema está ahí, presente en nuestras calles. Y alguien tiene que ponerle el cascabel al gato, si me permite una expresión baladí.

— Ni gatos ni cascabeles: se trata de seres humanos con parecidas necesidades que las suyas y las mías, personas o prójimo, según su religión, tan oficial como amnésica.

— Pero el Estado no puede solucionarlo todo…

— El Estado no es otra cosa que la sociedad organizada y su obligación es velar por todos los individuos, incluyendo a los inmigrantes y a los «fuera de la ley», a vendedores ambulantes clandestinos y a prostitutas sin credencial.

— No podrá usted negar que el Gobierno de Seb está desplegando vastos operativos en contra de la delincuencia y que ahora se ven más carabineros en la vía pública, con sus perros policiales, corceles lustrosos y temibles indumentarias de ninja. Presencia viva de la seguridad, diría yo.

— Apariencia cosmética, nada más; algo que agrada a los derechistas y a sus fieles: el miedo vestido de uniforme. Pero los problemas sociales no se solucionarán aumentando los efectivos policiales ni exacerbando la represión callejera.

— Y los izquierdistas no le van en zaga –si me permite, compañero — aunque empleen métodos más solapados, tras su utópico discurso de «justicia social». Como dice mi amigo Del Valle: «Le dieron como caja a los ambulantes durante la administración de la Bache», si no me cree, pregúntele a la niña Tohá.

— A los clandestinos habituales, si cabe llamarlos así, tenemos que agregar a los coleros, repartidos por doquier en cuanta «feria libre» se instala en los barrios, durante el fin de semana.

— Ah, esos que se ubican en los extremos de las calles asignadas, especie de marginales de la marginalidad, vendiendo los más variados productos y las más curiosas baratijas que imaginarse puedan. Al paso que vamos, pronto habrá más vendedores que compradores.

— Si pudiéramos preguntarle al fogoso Kierkegaard nos diría hoy, con el colérico filo de su retórica: «Al paso que vamos, todos nos volveremos seres clandestinos».