Puesto a pensar en lo que había escrito hacía ya tanto tiempo, en su temprana adolescencia, advirtió por cierto que el menoscabo del sexo trasuntaba un aire represivo; pudiera pensarse que por razones de origen religioso.

El caso era sin embargo que, en un país laico, aunque de considerable influencia social y valórica de la Iglesia católica, P. prácticamente no había tenido educación religiosa. Como la mayor parte de la población, fue bautizado al nacer, hizo también después la primera comunión y de niño se confesó y comulgó todavía algunas otras veces; pero sólo el colegio en que estuvo el penúltimo año de primaria era de Iglesia, y le causaron aversión el exceso de liturgias y el manifiesto arribismo social del profesor jefe de curso. En suma, su religiosidad no fue nunca más allá de aprender unas pocas oraciones que le enseñó sobre todo su madre; especialmente El ángel de la guarda, que le pareció siempre más una rogativa para preservar el cuidado materno que una invocación al cielo.

En el primer ciclo de los estudios secundarios había en los liceos asignatura de religión, que era optativa, y de la que P., cuando estuvo interno en aquel pueblo, quiso eximirse; aunque luego reparó en que la clase era prácticamente un artificio y prefirió la buena calificación, que se obtenía con facilidad, con el objeto de reforzar el promedio de notas requerido para mantener la beca. En las salidas de los domingos en la mañana, solo como estaba en aquel tiempo, en especial los fines de semana que casi todos los internos viajaban a sus casas, a falta de qué mejor hacer, iba al principio sin embargo a misa.

Allí estaba uno de aquellos días, en la catedral, una iglesia grande, particularmente oscura y fría, observando a los demás para guiarse en cómo cumplir con el ritual, cuando le ocurrió de pronto preguntarse si creía verdaderamente en Dios. Y la respuesta fue sin titubeo: no. El que no hubiera explicación sobre el origen del universo y de la existencia no le parecía motivo para creer en Dios; confiaba, por el contrario, firmemente en la razón humana y su creciente capacidad de discernimiento. Menos aún le era aceptable suponer que el decurso de la vida pudiera estar sujeto a intervención divina, a la que debiera en consecuencia encomendarse. Resolvió por tanto retirarse en ese momento de la iglesia y desde entonces, cuando tenía once años, asumió siempre que no tenía fe religiosa.

Tampoco en su familia había conocido mojigatería alguna. Si acaso alguna tía era practicante y le predicaba la asistencia a misa, o se la requería cuando tocaba que estuviera un domingo en su casa; la generalidad sin embargo, hombres y mujeres, no tenía ambages, así como su padre, en declararse ateos, no creyentes o libre pensadores; o como su madre, distante de todo oficio de iglesia. Ni siquiera había ateos beligerantes, ni lo que usualmente se llama come curas; simplemente la religiosidad, o las interrogantes sobre la existencia o no de Dios, no eran materia de referencia frecuente en su familia o entre sus relaciones. Por el contrario, había una actitud bastante abierta hacia la sexualidad; y, si era el caso, las historias de amoríos y aventuras se comentaban con naturalidad y sin reticencias, cuando no con tono de encomio si eran de los tíos o aún de discreta comprensión si llegaba a tratarse de alguna tía u otra dama.

Le pareció pues que no cabía atribuir a razones de orden religioso lo que pudiera haber de represivo en el texto y lo que había sido su propia experiencia; al menos no de manera principal, ni que lo hubieran afectado directamente, o que le hubieran sido transmitidas a través de la educación o de su familia.

P. sabía en cambio bien a qué se debía lo escrito, y que así lo hubiera en realidad vivido, al punto que lo había comentado y discutido muchas veces después.