La relación con Viviana fue distinta. Si buena parte del curso y de la Escuela estaba enamorada de Selma, otro tanto no menor lo estaba de Viviana. P. fue nuevamente prudente, y no recuerda haberse permitido esta vez ni siquiera mirarla con amor. No hay sin embargo que equivocarse: llegó a no tener duda de que ella sabía que la amaba; y también de que ella sabía que él sabía que ella sabía que la amaba; nunca, sin embargo, se dijeron nada. Nunca, hasta no hace mucho.

Con Viviana, no obstante, sí hubo comunicación. El amor de P. se entretejió con una relación verdadera; esta fue la diferencia. Y a decir verdad, fue ella quien primero se acercó. Poco después de haberse iniciado el año de estudios, cuando el curso apenas empezaba a conocerse, lo abordó un día en el patio, con la avanzada interpuesta de una compañera que le soltó de buenas a primeras, como saludando:

— Nos encanta todo lo que dicen ustedes en clases; tú y tu amigo de la barbita.

P. la escuchó sin despegar la vista de los ojos de Viviana, que sostenía sus libros contra sí con las manos cruzadas formando una V bajo su rostro que le sonreía, y fue como si hubiera sido Viviana quien lo decía. El amigo era Pepe, con el que P. venía del mismo colegio, donde el último año habían tenido como profesor de matemáticas a su ahora profesor de Teoría Económica. Y en realidad intervenían ambos bastante en clases, sobre todo en Economía, algo menos en Introducción al Derecho, más Pepe en Historia de la Cultura, más P. en Teoría Administrativa, los dos mudos en lo demás. Fiel de la balanza, otro compañero entrañable, también del mismo colegio, no faltó de decirles:

— Ustedes están hablando mucho; no sea cosa que terminen cayendo gordos.

Así es que ambos optaron por moderarse.

P. ya sabía hacia quién enderezar sus comentarios preferentemente en adelante. Se necesitaba temple para merecer un cumplido como el que había recibido de quien estaba seguro de haberlo en realidad recibido. Y lo tuvo. Recuerda por ejemplo haberle dicho en una micro, al regreso de la Universidad, tras haber visto ambos un cortometraje de música clásica consistente en imágenes digitales generadas por el sonido -algo que hoy se puede ver en cualquier computador personal, pero que por entonces estaba a medio camino entre un futuro que aún ni siquiera se vislumbraba y Fantasía, de Walt Disney, que sus padres habían visto cuando quien recién venía en camino era P.-, buena parte de los demás pasajeros oyendo cuando se lo dijo:

— Me pareció una representación estética de las vivencias musicales.

Se oyó decirlo y le resultó imposible más relamido.

— ¡Exacto! - exclamó ella, —¡qué bien y qué bonito lo dijiste! -y repitió lo oído mientras lo miraba, admirada, con sus grandes ojos verdes.

Ahí sí, qué vivencias ni nada, P. sintió que la voz de Viviana producía en su interior ecos en los que resonaba de nuevo la música que habían escuchado, arrobado ahora mientras se zambullía en el lago de sus ojos. Pero se recuperó. La micro llegaba ya a la esquina en que debía bajarse:

Bueno, aquí me bajo - debe haberse apresurado — hasta mañana.

En alguna ocasión, estando en clases, P. escribió de a poco un poema que sabía de memoria, embebido como si lo pensara, a sabiendas de que ella lo observaba de soslayo, hasta que la sintió cuchichearle, interesada:

¿Lo escribiste tú…?

No faltó él de aparentarse confundido, tanto porque pudiera haber estado ella leyendo a hurtadillas lo que escribía, como porque además le preguntara si era él quien lo había escrito, y con sopesados tono y gesto de estar siendo forzado a responder una evidencia, le susurró a su vez:

Lo estoy escribiendo…

¿Nos amábamos? Lo ignoro.
Sólo sé lo que hoy deploro,
lo que jamás he olvidado,
que en pláticas seductoras,
cuando me hallaba a su lado,
se me dormían las horas…

decía en parte aquel poema. Y así sentía también él que ocurría en su caso.

¿De qué hablaban? Más bien de nada en especial: de lecturas, películas, del país y el mundo en aquellos años que había quedado atrás una época y se atisbaba la que terminaría de emerger en los sesenta. Viviana era también un año mayor, había estudiado en un liceo en el sector de Providencia, donde vivía desde niña y durante un tiempo había vivido enfrente mismo del liceo; y pololeaba con un recién egresado de Medicina, a quién nunca se vio ni del que se tuvo tampoco mayor noticia.

Tú podrías explicarme Contabilidad -le dijo ella un día, algo afligida: — no entiendo nada.

Y él, que no había prestado ninguna atención al ramo, contestó de inmediato:

Con todo gusto, cuando quieras.

Y de ahí a pocos días después, cuando ella lo invitó a su casa para repasar juntos, estuvo en condiciones de explicarle la materia completa, desde sus principios (esto es, no sólo desde el inicio, sino también -si en el caso no es mucho decir- desde sus elementos constitutivos primordiales), y de aclararle cada duda; y en adelante siguió llevando el ramo de muy buena manera, atento a lo que ella pudiera requerir (aunque no tuvo sin embargo el valor de confesarle lo que eran sus propias falencias).

Ya el año siguiente, en ocasión de algún cóctel en el primer piso de la Escuela, se alejaron con sus copas a un extremo aislado, a la entrada del aula magna:

Nunca he tomado champaña -le confió ella; — tienes que enseñarme.

Toma la copa así - le mostró él (siguiendo lo que había visto quizás en High Society, con Bing Crosby, Grace Kelly y Frank Sinatra; y además Louis Satchmo Armstrong, éste en un papel que a P. le quedó grabado: de narrador y personaje a la vez), — y ahora bebe así.

Ella cerró los ojos mientras bebía con esmero y, cuando volvió a abrirlos, se sentó en un sillón amplio y muelle reclinada atrás en el respaldo y musitó quedamente, mirándolo con una larga sonrisa convincente:

Tú podrías enseñarme tantas cosas...

P. midió cabalmente lo escuchado.

Por ejemplo a fumar -le retrucó, mientras encendía un cigarrillo.

¡Sí! - se entusiasmó ella, — ¿puedes?

Cierra tu mano así - le mostró ahora él, — sostén el cigarrillo así, entre el meñique y el anular, y fuma inspirando así, por el hueco dejado entre la palma y tus dedos cerrados, como si tu mano fuera el tubo de una pipa - y mientras lo decía recordó la foto del soldado indonesio fumando de este modo que había visto varios años antes en la última página de un Life, y el texto a su pie por el que lo había aprendido.

Ella fumó; dos veces aspiró el cigarrillo y expiró el humo, sin problemas.

¡Ay! -exclamó después, y terminó de tomarse su champaña: — siento que me estoy mareando; mejor nos vamos.

P. no recuerda haberle comentado nunca a nadie su amor por Viviana. No obstante, su amigo Lee, aquel otro compañero desde el colegio, le espetó un día:

Mira, si tú estás enamorado de Viviana, por qué no se lo dices; yo creo que puede aceptarte.

¿Por qué lo crees? -reaccionó P., sorprendido.

Porque me parece que sus amigas te aceptarían -replicó Lee.

No sé… -eludió P., dubitativo; — debo concentrarme en el examen que tengo pendiente.

Hacia mediados de ese segundo año, entre distintas otras dificultades, P. fue operado con urgencia de una cuasi peritonitis. Viviana lo visitó en el hospital y le llevó apuntes de clases que había copiado para que él no se retrasara. Era invierno y, cosa rara en Santiago, uno de esos días nevó.

Poco después, P. reprobó en el examen que arrastraba desde el año anterior y perdió el curso en que hasta esa fecha había continuado.

¿Cómo te fue? -lo acució Viviana apenas la llamó para contarle.

Mal - fue la respuesta.

Cómo es posible... -se condolió ella; a P. le pareció en ese momento que lloraba y, tras un breve silencio, la sintió que continuaba, procurando reponerse: — ¿qué vas a hacer ahora?

Voy a irme al sur por las vacaciones de invierno; a Linares, donde irán también Selma y Rosa, y veré después, al regreso -concluyó P.

Después… ¡Revoltosa mar es nuestra pobre existencia!, decía hacia su fin aquel poema. Se encontraban menos, dejaron de conversar como hacían antes; P. asumió deliberadamente la distancia. Supo que ella había terminado su pololeo e iniciado otro, con alguien mayor, ya profesor en la Facultad de Arquitectura. P. sintió su alma prendada por todavía su par de años, claramente hasta cuando más o menos por entonces se enteró de que Viviana se casaría y casi se sorprendió al recibir invitación al matrimonio.

Fue. No sin preocupaciones y esfuerzo, pero fue. A la ceremonia religiosa y a la fiesta. Se sentó para la fiesta junto a otros compañeros de Escuela en la más alejada de las mesas, en el extremo opuesto al de la mesa principal, en un salón muy grande, con un amplio espacio para baile en el centro. Se sentó en forma que podía verla desde lejos permanentemente, a la vez que departía sin darse por enterado. La vio iniciar el baile levantado de su asiento, como se levantaron todos para verla; la vio iniciarlo con el novio, ya su esposo; e intercambiar después parejas para continuar ella con su padre, y luego con quien presumiblemente era su suegro, todo durante la misma pieza, que remató de nuevo con su esposo.

Y luego la vio, inmediatamente después, cruzar enteramente el salón en diagonal, sosteniendo delante con ambas manos la falda de su precioso vestido largo, que arrastraba sin que se la viera caminar, como si tan sólo se estuviera deslizando, con un velo de tul que desde la diadema brillante caía hacia atrás flotando hasta su cintura, todo su atuendo blanco, sonriendo hacia uno y otro lado mientras saludaba, sin detenerse. La vio venir hasta donde estaban los compañeros de la Universidad, y precisamente hasta su mesa. La vio dirigirse a él hasta estar en frente suyo, y la oyó entonces decirle:

¿Bailamos?

Y bailaron. A todo lo largo del salón, en el centro del salón, sin que por buen rato nadie más bailara, lucidamente bailaron. Y mientras bailaban, hablaron; P. no recuerda muy bien qué, pero hablaron, como habían hablado siempre hablaron, de nada en especial, parece, como si no estuvieran allí hablaron.

P. se retiró más tarde aquella noche como gustaba hacerlo a veces, solo, y posiblemente sin despedirse de nadie; caminó solo muchas cuadras en la noche estrellada, desde Apoquindo arriba hasta cerca de Tobalaba, posiblemente cantó en voz alta mientras caminaba, como le gustaba en aquel tiempo y aún canta a veces hasta ahora:

Oh, canción, poema juvenil
toma mi canto y entrégaselo al sol…;

o:

…ir más allá del horizonte
do remonta la verdad…

Llevaba consigo la foto que les tomaron esa noche mientras bailaba con Viviana.

Cuando su madre la vio al día siguiente, comentó:

Por Dios P., pareces el novio.

Conviene ahora detenerse nuevamente. Como se observó antes, P. amaba hasta entonces por sí mismo, unívoca y más bien imaginariamente. Pero este no fue ya propiamente el caso con Viviana; por el contrario, hubo ahora al menos cierta relación real, que de hecho abrevó y potenció el amor de P. y hasta le ofreció cauce. En este sentido, podría decirse que marcó una transición. No obstante, P. no llegó siquiera a plantearse que su amor pudiera ser correspondido y lo vivió enteramente a consciencia de que no era posible, casi como si tal hubiera sido una condición de su amor. En este otro sentido, amó por tanto a Viviana todavía de la misma manera que había amado siempre; en rigor, debiera decirse entonces que fue sólo el comienzo de una transición.