Para P., esto del amor empezó temprano. Tal vez no antes que para otros, pero a lo más ya a los ocho años. P. designó entonces su amor a una compañera de curso. Y no hizo disimulo. En alguna ocasión incluso la miró en la sala de clases mientras abrazaba su propio bolsón y aparentaba darle un beso. A ella no le gustó nada que lo hiciera, se sonrojó, los demás se rieron, P. comprendió que había ido demasiado lejos y todo aquello concluyó.

A los diez años el amor fue otro. La niña más linda del curso, recién llegada para ese periodo escolar; o quizás el anterior, en que P. fue cambiado a otro colegio (que no era mixto). El hecho es que, apenas volvió a su primer redil, P. quedó de nuevo cautivo, aunque resolvió ser ahora más prudente y no le dijo su amor a nadie. La miraba a los ojos, es cierto, con miradas de amor la miraba, pero los demás difícilmente pudieran haberlo advertido porque todos la estaban mirando siempre (violáceos eran sus ojos, como vería después los de Elizabeth Taylor y, tantos años más tarde, se adivinaba aún que fueron los de la compañera Tencha); le regalaba las bolitas de cristal más bonitas que conseguía (P. era bueeeno jugando a las bolitas); la seguía hasta su micro a la salida del colegio, sólo para despedirse con una seña desde lejos. Fresia Marković Briones se llamaba ella. Curiosa coincidencia la del apellido paterno con lo que sería mucho después la vida de P.; y curiosa también la combinación del primer apellido y el nombre propio, éste presumiblemente debido a una migración reciente del padre (o, a lo más, el abuelo paterno) y el entusiasmo por su raigambre en el terruño nuevo.

Terminado el sexto año de primaria, que fue cuando ocurrió lo dicho y en el que finalizaba aquel colegio, P. nunca más volvió a verla ni a saber de ella.

Al año siguiente fue interno en el liceo de una ciudad de provincia, donde estaba solo y no conocía a nadie. El amor pasó entonces a llamarse Selma. Así no más, solamente de haberla visto, sólo porque difícilmente pudiera haber una niña mayormente encantadora. P. se aproximó la primera vez por su espalda, apenas para estar algo más cerca, y fue como si ella hubiera sentido que quería verla, y se volvió; de manera que pudo ver ya no su trenza, sino su tez mate enmarcada por el cabello color miel, sus ojos claros de azul acero, su rostro entero abierto en una sonrisa y ¡oh!, algo que P. no había visto hasta ese momento nunca y que no olvidaría nunca: los deliciosos hoyuelos que le formaba en ambas mejillas.

P. se informó de cuanto pudo sobre ella. Era un año mayor y estaba en el curso un año superior en el colegio: en el liceo de niñas, no en las monjas. Veraneaba en el balneario cercano de Pichilemu. Era hija del ingeniero director regional de ferrocarriles y vivía en una casa al lado de la estación, que estaba alejada, en un extremo del pueblo; P. caminaba a veces hasta allí los domingos en la mañana, para esperar primero el tren que venía de la capital y luego el que venía del sur, y entretanto rondaba la casa esperando verla. Descubrió después que los días de semana, si terminaba pronto su desayuno en el internado del colegio y subía hasta un balcón del segundo piso desde el que se veía la entrada principal, podía ver el auto negro de su padre cuando pasaba a dejar a su hermano menor y a ella por el vidrio trasero cuando el auto se alejaba para seguir a su liceo; P. estaba a la espera cada día.

Fue el mismo primer año que decidió escribirle. Y lo hizo. Lo que más le costó fue encontrar las palabras adecuadas con que dirigirse a ella de inicio. No quería que fuera ninguna fórmula convencional, ni tampoco un exceso, ni nada que fuera insustancial. Inigualable Selma, escribió al fin. Una vez que lo escribió, no terminó de convencerle la palabra encontrada, por su estética manuscrita y porque no dejó de sonarle algo afectada; pero primó su deseo de expresar lo que sentía y tal era lo más exacto que podía decir: ella le parecía efectivamente inigualable. Redactó el resto de la carta sin vacilaciones ni demora, la envió y aguardó respuesta durante varios días, semanas y también meses. Mas no la hubo, ni escrita ni en gesto alguno. Pasarían años hasta que volviera a saber al respecto.

Se enteró después de que pololeaba con un tal Tommy, mayor y apuesto. No dejó por esto de amarla puntualmente cada día y procuraba encontrarla donde iba -el cine, el paseo dominical en la avenida principal, las veladas escolares de ambos liceos-, pese a que rara vez conseguía verla. Hubo una ocasión en que tuvo la impresión de que ella le sonreía y hacía señas, aunque no tardó en darse cuenta de que se dirigía en realidad a alguien que estaba detrás. No obstante, P. la siguió amando el resto de los tres años que estuvo en ese pueblo, hasta que resolvió ya no persistir a su regreso a Santiago, interno en otro colegio. No volvió a tener noticias de ella nuevamente hasta cuando se informó en publicaciones de la capital de que, con sólo quince años, había sido elegida reina de la primavera en su ciudad; y, de paso, de que tenía ahora un nuevo pololo, quien era sobrino -para más señas- de quien había sido un tiempo profesora de P. en la asignatura de francés, y a la que P. recordaba con afecto, pero también decepción, porque había renunciado luego a seguir dando clases, familia de terratenientes de la zona.

Cuando a los diecisiete años recién cumplidos P. concurrió a verificar su ingreso a la Universidad en la Escuela de Economía, se encontró con la sorpresa de que entre los primeros lugares de la lista, con veintiséis puntos en el bachillerato, poco antes que el suyo (que tenía sólo veinticinco), estaba el nombre de Yáñez Pérez, Selma. De manera que supo por anticipado que volvería a verla el primer día de clases, ahora como compañera de curso. Y cuando aquel día llegó, allí estaba ella, tan hermosa como siempre, con falda tableada en tela escocesa de tono verde, blusa y medias blancas, chaleco y boina verdes, bufanda en la misma tela de la falda. Tal vez no fue de inmediato, pero P. no tardó en aproximarse:

— Hola, un gusto saludarte, no sé si lo sabes, pero te conozco desde antes - le dijo (o algo así).

Y no recuerda cuál haya sido ahora su respuesta, mas desde entonces siguieron hablando con frecuencia. Se encontraban a veces camino a la Escuela, se enteraron de que vivían cerca, volvían a veces juntos, por República, atravesaban la Alameda, entraban por Concha y Toro hacia Maturana, hasta el número 462, en que vivía ella, y luego P. regresaba cruzando la Plaza Brasil en diagonal, hacia Huérfanos, para seguir después por la avenida Brasil hasta Agustinas, y luego por Agustinas hasta poco más arriba, donde vivía a la sazón, en la esquina con La Fetra, calles todas entre las más interesantes en el sector residencial antiguo de Santiago.

No es que no lo haya considerado, pero P. no volvió a enamorarse de ella. Si de algo le valió haberla amado antes y por tanto tiempo, fue para no volver a enamorarse de ella. Buena parte de los compañeros de curso y del resto de la Escuela sucumbieron durante aquellos años enamorándose de Selma, pero ya no P. Pudiera decirse en cambio que se hicieron amigos; al menos fue en aquel tiempo que surgió la confianza con que se siguieron tratando después siempre, en cada vuelta que los reencontró la vida. Ella aún pololeaba con el mismo personaje de cuando fue reina y P. solía verlos cuando él venía a recogerla en auto a la salida de la Escuela. Parte de la amistad iniciada fue posiblemente que, en algún momento, P. abordó directamente sus recuerdos y preguntó por la carta.

— Todavía la tengo -contestó Selma, — si quieres mañana te la traigo - y así lo hizo.

P. la leyó mientras caminaban de regreso por la ancha acera de República cubierta por el umbroso follaje de sus árboles y cuando terminó e hizo amago de guardarla, le sorprendió que ella se opusiera enfáticamente:

— ¡Ah, no!, no te la doy.

— Me gustaría tenerla -repuso P., — para qué la quieres tú.

— Para ponerla de nuevo en la misma caja que tengo todas las cartas que he recibido -replicó ella.

— ¿Una caja llena, con las cartas de todos tus admiradores y pololos? -inquirió P., entre pretendiéndose escandalizado y con verdadero interés, algo halagado porque en medio de éstas pudiera estar la suya.

— Llena, con las de todos -confirmó Selma, riendo de buena gana, —y la tengo amarrada con una cinta azul.

A P. la risa y el detalle de la cinta terminaron de convencerlo, y se la devolvió. Tal vez fue en ese momento que quedó resuelta su amistad.

P. se había enamorado ya de otra compañera, Viviana; esta vez no sólo los ojos, sino la imagen entera de Elizabeth Taylor, mayor que en Mujercitas y ya como en Ivanhoe, aunque verdes los ojos de Viviana. De momento, sin embargo, conviene detenerse aquí.

P. pasó entonces, en efecto, enamorado desde su cuarto año de primaria hasta su llegada a la Universidad, desde los ocho a los diecisiete años, y seguiría así, por cierto, generalmente en adelante. No se crea tampoco que los amores referidos hayan sido los únicos durante aquellos años. Fueron acaso los que con mayor claridad establecieron una secuencia continua, pero hubo intermitentemente otros, sobrepuestos entre sí o a los reseñados. Conocidas durante las vacaciones de invierno o de verano, en la playa o en el campo, en Santiago o en otras ciudades, la prima A, B o C, a veces escribiéndoles, a veces visitándolas, durante encuentros fugaces o compartiendo largamente. Precisemos: P. las amaba, pero ellas rara vez tuvieron la posibilidad de enterarse, ni menos de dar seña alguna de correspondencia. Aún así, entre los once y trece años, por ejemplo: encontró la forma de visitar cumplidamente a un amor que le escribía desde su internado en las monjas; aprendió a bailar y bailaba en cuanta oportunidad tenía; recibió su primer beso, un beso inesperado, dulce, delicado pero profundo, largo, que -como los hoyuelos de la sonrisa de Selma- tampoco olvidaría nunca, y nunca tuvo ocasión después de decirle a aquella niña que aquel había sido su primer beso.

Concibió sin embargo el texto que sigue recién cuando ya tenía largo más de cuarenta años, lo relató en alguna ocasión bastante después y no lo escribió sino todavía unos cuantos años más tarde.

La prima tonta

En mi familia había una prima tonta; como en todas las familias, me parece.

Mi prima tonta era tonta, pero tonta-tonta; lo que se llama tonta. Tonta de capirote: imposible más tonta. Todos sabíamos que era tonta, nadie podía no darse cuenta de lo tonta que era.

Teníamos también un primo tonto. Tonto-tonto, tan tonto como la prima tonta: ambos eran igual de tontos. Compartíamos todos, sin distingos; sólo que los demás sabíamos que ellos eran tontos.

La prima tonta y el primo tonto iniciaron un romance. A los demás, familiares y amigos más o menos de su edad, nos pareció bien a todos; tontos ambos, entre sí se avenían. La prima tonta y el primo tonto pololearon pues por largo tiempo. Pensábamos incluso que tal vez se casarían. Ni que preocuparse porque sus hijos, hijos de primos, pudieran ser tontos; seguro que de todos modos serían también tontos, tal vez además por ser hijos de primos, pero en cualquier caso porque su padre y madre eran tontos.

Un buen día, sin embargo, el romance se acabó. La prima tonta terminó con el primo tonto. Le pregunté por qué. Me respondió que porque se había dado cuenta de que el primo tonto no era en realidad a ella a quien quería.

— Renato -agregó, — es un enamorado del amor.

Eso dijo: enamorado del amor. Nunca había oído una frase más tonta: enamorado del amor. Sólo la prima tonta podía decir algo tan tonto.

Han pasado muchos años desde entonces. Y no hace tanto comprendí que también yo no había sido sino un enamorado del amor.

No obstante, aún después de haberlo escrito, P. tardó todavía en percatarse de que, si lo pensó primero y lo escribió después, fue porque tal había sido, en efecto, su caso: pudiera decirse que había pasado enamorado del amor. Aunque desde el inicio no se le escapó que el hecho remitía a la pregunta esta de: ¿qué es el amor? Pero conviene ahora ir por partes.

En lo hasta aquí dicho, enamorado querría decir, ante todo, a la búsqueda afanada de amor, tal vez necesidad de amor, pero quizás más que nada por el afanarse en sí, por tener en qué afanarse; o necesidad de expresar amor, de proyectarse amando, de procurarse a sí mismo algún sentido; de hecho, su amor procedía en forma más bien nominativa: al margen de toda interacción, P. designaba su amor, como justamente se indicó al principio. Pero, ¿qué podría haber sido de él si en aquel tiempo no hubiera amado, en especial entre los once y los trece años, cuando vivió solo en una ciudad distante? Aun así, ¿era esto verdaderamente amor, fue solamente una deformación infantil, fijó lo que seguiría en adelante o era ya una expresión irrevocable de carácter?