Hay un tipo de literatura que no es muy conocido, ni reconocido y por ende no goza del apreciamiento que meritaría. Las historias breves, o lisa y llanamente: cuentos. Historias que no van más allá de 10-15 páginas, donde el autor se obliga a narrar la esencia de un drama, sucintamente, para capturar el interés del lector desde el mismo inicio, las primeras palabras, con la intensión de pasearlo por nuevas realidades y hacerlo reflexionar sobre la vida, sus vicisitudes y la muerte.

Por otro lado, los cuentos son una demostración práctica de las mejores técnicas de escritura y narración. La apertura, el desenvolverse de la historia y la conclusión con alguna sorpresa inesperada, que nos haga pensar, sacudiendo nuestros esquemas mentales y monótonas expectativas.

Un arte donde los escritores rusos y franceses han brillado por su excelencia, como Antón Chéjov y su Tristeza o Guy de Maupassant con La cabellera. También podríamos citar a Edgar Allan Poe con “El gato negro”. En español, tenemos al uruguayo Horacio Quiroga, a Juan Rulfo, de quien en 2017 celebraron los 100 años de su nacimiento y, además, a nuestro querido Gabriel García Márquez, con sus libros de cuentos como Ojos de perro azul, Doce cuentos pelegrinos y, obviamente, Los funerales de mamá grande.

Uno de los cuentos más famosos de García Márquez, Sólo vine a hablar por teléfono, nos muestra cuán imprevisible puede ser la vida. María, la protagonista, una mexicana que vive en Barcelona, volviendo en coche desde Zaragoza, donde ha visitado algunos familiares, se ve obligada a pedir ayuda bajo la lluvia por un defecto del coche y es recogida por un autobús lleno de mujeres silenciosas; al bajarse, con una cubierta para protegerse del agua, la ponen en la cola para ingresarla al manicomio, donde será tratada como una «paciente» con la obsesión del teléfono y así, sin saberlo, quererlo ni entenderlo, se encuentra en un infierno, donde todo es posible.

Esta breve narración nos muestra que todo puede suceder y que la trayectoria que seguirá nuestra vida no está garantizada ni por el destino ni por nuestros planes, ya que, en el momento menos pensado, todo puede cambiar radicalmente por un imprevisto o un percance.

La vida hay que vivirla, exponiéndose a situaciones nuevas sin que podamos conocer, con anticipación, las consecuencias. Hablando con todo tipo de personas he llegado a la conclusión de que todos tratamos desesperadamente de controlar lo incontrolable y al hacerlo, dejamos de lado lo mejor de nuestra posible existencia, las sorpresas, el juego y los desafíos. Los autores de historias lo saben y nos provocan, atizando nuestros miedos hacia lo imprevisible y desconocido. Pero la vida es como en los cuentos cortos, un viaje sin destino.