Madrina, cuéntanos un cuento antes de dormir. Que sea de brujas. No, que sea de Acapulco, porque las brujas me dan miedo y luego tengo pesadillas. No, Bibi, tú siempre escoges, además, yo le pedí a la madrina que nos contara un cuento. Fue mi idea. Vamos a ver, no se peleen. Les puedo contar un cuento de brujas y de Acapulco que no les provoque pesadillas, ¿qué les parece? Los niños aplauden y se arrebujan en las almohadas de mi cama. Esa vacación, mi amiga me había venido a visitar a la casa de la playa y la primera noche sus hijos habían insistido en quedarse a dormir en mi habitación. Aunque aquello no me pareció tan buena idea, tuve que acceder. Fue algo así como verme acorralada y también un acto de compasión. La madre tenía unas ojeras que le llegaban al suelo y los niños una energía que parecía que no se les iba a acabar jamás. Que descanse, pensé, y accedí a llevarme a los niños a mi cuarto.

Hacía tantos años que no contaba un cuento para dormir, que me costó trabajo pensar en algo que fuera adecuado y que reuniera los dos requisitos planteados al principio. Como los niños me miraban con ojos impacientes, empecé a hablar por hablar. A inventar al aire y a unir palabras al hilo, hasta que, como siempre me sucede, llegaron recuerdos de aquella época en la que empecé a escribir.

Contaba, como si los niños no estuvieran ahí. Como para mí misma, aunque ahí estaban mis dos escuchas atentos, que es mucho más de lo que algunos escritores pueden aspirar. Cité a Horacio, como si me lo estuviera repitiendo por alguna extraña razón: Tempus abire tibi est. ¿Qué quiere decir eso, madrina? Había una vez un hombre sabio que se vino a vivir a Acapulco para disfrutar de su época de retiro. Lo conocí hace algunos años, justo cuando acababa de comprar esta casa.

¿Cómo era ese señor, madrina? Es difícil de describir, había muchas leyendas en torno suyo, ¿saben? Se decía que era un brujo, que tenía los ojos torcidos, que jamás se bañaba y que le olía mal la boca. ¡Fuchi, madrina! ¿Se peinaba? No, no creo. Tenía poco pelo y le gustaba dejarse la barba larga. Tempus abire tibi est, a él le escuché esas palabras por primera vez.

¿Cómo lo conociste, madrina? De la misma forma en la que se conocen a todos los vecinos, vino a pedir una tacita de azúcar. Se acercó a la puerta y tocó el timbre, como cualquier persona. Octavia subió corriendo a avisarme que el vecino estaba ahí. Ábrele. No, me da miedo. A Octavia, igual que a toda la gente aquí, le daba pánico toparse con el vecino, insistían en que hacía cosas horribles y que tenía poderes. Entonces, tuve que dejar lo que estaba escribiendo y fui a abrirle directamente.

¿No te dio miedo, madrina? Fíjate que no, en realidad me dio un poco de risa ver a Octavia tan asustada. Al abrir me topé con un hombre que se veía muy viejo, pero de esos a los que no les puedes calcular la edad. ¿De esos que están muy tristes, madrina? Me quedé mirando a mi ahijado, tratando de unir el recuerdo y la imagen. Sí, efectivamente. La tristeza era lo que no me permitía tener una claridad de los años que llevaba vividos. No era tan oscuro como me lo esperaba. Llevaba una camisa con dibujos de tucanes que estaba mal abotonada, los ojales no coincidían con el botón que les correspondía y las faldas de la camisa acababan en forma irregular, llevaba la barba larga, como si en toda la semana no se hubiera rasurado y, eso sí, la mirada era muy dura, pero contrastaba con la dulzura con la que pronunciaba las palabras. —Hola, soy tu vecino y quisiera que me regalaras un poco de azúcar —dijo y extendió una taza de porcelana con dibujos azules de pájaros.

—Claro que sí, pasa, por favor —le dije con la mala intención de estremecer a Octavia al ver al vecino en la casa.

—Prefiero esperar afuera, es que vengo con Cheques Pérez —dijo señalando a un Bernés negro y dorado que me miraba sonriente al lado de su amo, parecía un oso por la cara y por el tamaño.

Esa misma tarde recibí de regreso aquella taza con una invitación para tomar café en su casa. En el cuenco de la taza, venía un sobre con un signo muy curioso en el que aparecía un hombre barbón vestido con una túnica griega. Dentro, unas letras manuscritas en caligrafía palmer bien escrita que tenía la dirección y el horario en el que me esperaba. No había teléfono ni medio de confirmación de la cita, así que asumí que daba por hecho que asistiría.

Acudí, más por curiosidad de escritora que por las ganas de tomar café con mi vecino. La casa, como era de esperarse, estaba hecha un desorden. En el jardín delantero, las flores crecían en una desorganización armónica de colores y tamaños. Había un número inexacto de gatos de todos colores y edades que corrían por doquier. Al tocar el timbre, algunos se fueron a esconder debajo de un coche oxidado que estaba estacionado sobre el pasto y otros vinieron a dar la bienvenida a la invitada.

Al salir el vecino, Cheques Pérez lo aventó, fue el primero en llegar a la puerta y me lamió las manos.

—Mira, le caes bien. Parece que Cheques Pérez piensa que eres una persona de fiar. Pasa, por favor.

Los muebles de ratán estaban algo desvencijados, un poco rotos, pero lo suficientemente fuertes como para resistir a la invitada. En la parte del fondo, se escuchaba el ladrido de un montón de perros y el maullido de un sinfín de gatos, pero la casa olía a sal de mar. Era como si la conmoción de ruidos animales intentase ahuyentar a la gente y el aroma al agua salada actuara en contraste. Le pregunté si tenía tantos perros y gatos para proteger el lugar. Me contestó tajante que no. Los tengo por la compañía. Como ves, no soy el ermitaño que todos dicen que soy. Tampoco soy brujo, soy un mago.

Así me enteré de que mi vecino había sido un mago de crucero. Entre la música de los Beatles de un disco de vinil que puso en un aparato que parecía una pieza de museo, me contó de sus viajes y de lo terrible que era actuar para una audiencia en la que se encontraba tanto donnadie. Tanto donnadie, repetí como si quisiera entender lo que esas palabras reflejaban. Y, así, como si al repetir sus palabras me hubiera adherido a ellas en forma irremediable, guardé silencio y permití que me contara tantas historias como las dos horas de la invitación alcanzaron. Me narró una anécdota algo desgarrada sobre una joven y una guacamaya, sobre la primera vez que desembarcó en Dubrovnik, sobre los cementerios de Roma y justo un minuto antes de que se marcaran las dos horas, se puso de pie y me agradeció la invitación.

Al ver mi desconcierto, señaló el reloj y me dijo: Tempus abire tibi est. Regresé a casa y esa noche tuve sueños maravillosos de duendes y hadas que me dictaban historias para completar la novela que estaba escribiendo. Tenía que volver a visitar al vecino. Fui a invitarlo a comer, pero por más que toqué el timbre, sólo salieron los gatos y pude escuchar los ladridos de Cheques Pérez, pero el vecino nunca salió a abrir.

Pasaron dos días y por fin llegó la taza con una nueva invitación. La fórmula se repitió: música de discos de vinil de los sesentas, historias de magia y viajes. Dos horas justas. Tempus abire tibi est. Como si fuera una niña pequeña, me quedé sentada y le dije que me contara una historia más antes de irme. Tempus abire tibi est, fue una frase atribuida a Horacio, aunque tal vez lo dijo Cicerón y quiere decir: «escuchaste bastante, comiste y bebiste bien, es tiempo de que te vayas». Se refiere al momento preciso para partir y que la magia quede intacta, ¿entiendes? Es la dosis necesaria para que el truco no se eche a perder, te lo dice un experto. Por la noche, en sueños, las ideas de mi novela fluían con una creatividad magnífica.

Las invitaciones fueron llegando en forma desordenada, unas veces eran cada tercer día, otras a diario, otras semanas ni siquiera nos veíamos. La frecuencia no tiene la menor importancia, eso es lo que lo hace interesante, me decía mientras me acariciaba la mejilla, como si estuviera consolando a una niña pequeña. A Octavia se le pasó el susto y ya los cuentos del vecino brujo le daban risa.

Una noche me invitó a cenar. Preparó tortilla de queso y destapó una botella de Vega Sicilia. Hoy es una ocasión especial. Tendrás que afinar mucho tu instinto, te voy a pedir un favor. Los ruidos de gatos y perros servían de coro a las palabras del mago. Empezó a repetir nombres con una especie de cadencia fúnebre y el ruido de los maullidos y de los ladridos le ayudaban a dar un ritmo. Cheques Pérez me miraba largo y no sonreía. ¿Me acompañas a la playa? ¿Hoy? Hoy o mañana, pero no puede ser después de pasado mañana. Elije, te doy ese privilegio. Vamos mañana, ¿a qué hora quieres que pase por ti? Justo cuando esté empezando a oscurecer. ¿A las siete? Cuando esté empezando a oscurecer.

Consulté en el sitio del Meteorológico Nacional para saber con precisión a qué hora sería el ocaso y en ese preciso momento pasé por mi vecino. Salió con Cheques Pérez, venía vestido totalmente de blanco, se había rasurado y la mirada había dejado de ser dura, estaba llena de ternura. ¿Listo? Listísimo, vámonos. ¿A qué playa quieres ir? A la Bocana, quiero quietud, mientras más solos mejor. Sus palabras sonaban raras esa noche. Parecían salidas de alguna prosa perdida en la Historia. Encendió la radio. Esta música es horrible. La apagó.

Mientras yo manejaba, me contó de la importancia que para un mago tiene la exactitud del uso del tiempo. Una falla y falla el truco. Se disuelve la magia. Por eso las rutinas son importantes: despertar, bañarse, cepillarse los dientes, comprobar si hay correo, sentarse a desayunar, leer, contemplar el mar, comer lo que prepara la señora Carmina, leer, recibir visitas o ver la televisión, ponerse la pijama, mirar el mar, cenar, dormir. Y, así, por el tiempo justo. Lo único que merece el orden de salpimentar la vida es acariciar a Cheques Pérez cuando me da la gana. Se le iluminaba la cara al pronunciar estas palabras.

Al llegar a la playa me preguntó, ¿te quieres quedar? No es necesario que te quedes. Me quedo, claro. Muy bien. El primero en bajar fue Cheques Pérez, luego mi vecino y al final yo. Cheques Pérez caminaba junto a su amo y yo unos pasos atrás. Recuerdo el brillo de la luna sobre las olas del mar, un búho pasó volando sobre nosotros. Su ulular fue como si algo hubiera roto la bóveda celeste y un montón de estrellitas estuvieran cayendo sobre el agua. Nos sentamos en silencio en la arena. De pronto, me miró, se acercó y me dio un beso húmedo y largo en la frente. Tempus abire tibi est. Gracias por tu compañía.

Mi vecino y Cheques Pérez caminaron rumbo al mar. Fueron dando pasos seguros hasta que el agua los cubrió por completo. Tempus abire tibi est, grité con lágrimas en los ojos, mientras agitaba la mano para despedirlos. Al terminar la historia me di cuenta de que mis ahijados ya se habían dormido. Estaban sonrientes con la cabeza hundida en la almohada. Seguro estarían teniendo sueños maravillosos, como los que tuve yo por esos días. Pasé el dorso de la mano por los ojos y suspiré.