El origen etimológico de la palabra eutanasia nos remite al griego, cuya traducción literal al español sería: muerte buena. Si bien su uso está ligado a la medicina moderna, no es una práctica nueva, precisamente en la antigua Grecia la eutanasia y el eugenismo (término asociado a la preservación de los genes en buen estado) eran prácticas comúnmente utilizadas, aunque Hipócrates las delimitó hasta cierto punto. Durante el Medioevo se produjeron fuertes cambios en la utilización de la misma, la preponderancia y el dominio de la Iglesia Católica catalogó como pecado la eutanasia, ya que ninguna persona puede decidir sobre la vida puesta por Dios.

Ya en la Edad Moderna la discusión moral sobre si un médico tiene la potestad de matar a su paciente -con o sin consentimiento- se remite al año de 1922, cuando un grupo de neurólogos sajones platearon una pregunta en su congreso anual: ¿El médico tiene permitido matar?. Todo esto a raíz de un artículo titulado originalmente como: La legalización del exterminio de la vida indigna de ser vivida. En ese mismo congreso, el médico Otto Hösel destacó que a su parecer existía una particular contradicción en sus colegas ya que los mismos que abogaban por la muerte de personas indignas, se oponían fervientemente a la pena de muerte para los criminales, algo que a su parecer -y al mío- era bastante irónico.

¿Pero qué pasó posteriormente?

Primero de septiembre de 1939, Alemania invade Polonia, el objetivo de Hitler era recuperar espacio perteneciente a lo que él consideraba el Reich Alemán, el Lebensraum (espacio vital) necesario para que la sociedad alemana viviera a sus anchas. En la operación relámpago del Führer se conquistaron territorios del este europeo con la consigna de fundar un nuevo imperio que duraría mil años. De esta manera se iniciaba la Segunda Guerra Mundial, la madre de todas las guerras, que como saldo dejó más de 70 millones de muertes, junto a los peores crímenes jamás perpetuados.

Al tiempo que los Panzer alemanes atravesaban las fronteras europeas, Hitler en su oficina cómodamente instalado firmaba uno de los planes con los que pretendía reivindicar a los alemanes que no eran aptos para la vida: Aktion Gnadentod o Muerte por misericordia. El plan era sencillo: eliminar sistemáticamente a todos los alemanes internados en hospitales psiquiátricos y con enfermedades «incompatibles con la vida».

La fecha escogida para iniciar con el plan fue estratégica, así como los nombres con los que se inicia el proceso: el 1 de septiembre de 1939 con una Alemania invadiendo Polonia y los ojos del mundo puestos en la guerra, Hitler percibió el ambiente propicio para iniciar con su macabro plan. El médico personal del Führer, Theo Morell, utilizó un sinnúmero de eufemismos para camuflar su accionar, ya que instintivamente los familiares de los enfermos y la sociedad alemana al escuchar la palabra «eutanasia» podían rechazar las pretensiones de los nazis: redención, acortamiento de la vida, muerte digna, interrupción de la vida entre otros. Al final del día eran asesinatos.

Contrario a lo que se piensa, los primeros ejecutados en las cámaras de gas y los hornos crematorios no fueron judíos. El 28 de noviembre de ese mismo año en la ciudad de Berlín, capital de Alemania, se inaugura el Centro de Gaseamiento de Grafeneck a cargo del médico Horst Schumann, el mismo para «tratar» y «redimir» a las personas «no aptas» para la vida con el fin de darle «una muerte digna» al paciente y «una vida digna» a sus familiares.

La pequeña oficina mortífera conocida como Aktion T4 (llamada así por estar ubicada en la Calle 4 en Tiergarten) era el aposento donde los alemanes sacrificaban a sus víctimas. Se calcula que más de 50.000 personas fueron tratadas en sus paredes. Conforme avanzaba la guerra se abrieron más y más «centros de desinfección» (así los llamaba Joseph Goebbels ministro de Propaganda del Reich) en localidades como Grafeneck, Brandeburgo, Bernburg, Hadamar, Hartheim y Pirna, y así el plan fue ensanchando su «campo de acción», es decir, en número de personas que debían de ser «redimidas».

Preguntas como: ¿es apto para trabajar? ¿Es aprovechable o prescindible?, surgían en las mentes de los médicos encargados de realizar «el proceso». Se estima que la política sanitaria del Reich, en aras de redimir a sus convalecientes, asesinó a más de 200.000 alemanes. Lisiados, con enfermedades crónicas, niños con deformidades, enfermos mentales y supuestos desahuciados fueron asesinados en nombre de una «muerte digna» entre el periodo de 1939 hasta el fin de la guerra.