Escribir es un modo de huir de la cotidianidad, dejar atrás todo y concentrarse en una sola actividad por horas, sin ser interrumpido, hasta llegar allí, donde podemos llegar, a leer el texto y decir: «lo he terminado». Los días pasan rápidos, las horas vuelan, pero trabajando en un texto, el tiempo no tiene ningún significado. Lo único que importa es la secuencia, las palabras que se siguen, las frases y párrafos, la historia detrás del texto, el drama, las sorpresas, los personajes, los saltos y los cambios para alcanzar otra perspectiva, alternativa y siempre sincera.

La escritura crea un mundo paralelo, con otras referencias, que se puede vivir y revivir como escritor o lector. Todos los días me levanto temprano para poder dedicarle unas horas a la escritura antes de partir y, al volver a la casa, después de una jornada de trabajo, hago lo mismo. Esta es mi tarea. Hora tras hora, día tras día, persiguiendo ideas, correteando pensamientos, cazando emociones, buscando informaciones, detalles y, sobre todo, escribiendo.

Lo hago ya desde hace años y a veces me pregunto cómo era todo antes de haberme mortalmente contagiado con esta enfermedad, que me quita el suspiro, me aleja de todo y me roba el sueño. A menudo pienso que sea como un enamoramiento, donde la pareja cambia constantemente siendo la misma y las situaciones se subsiguen como hojarasca en otoño o cuando sopla el viento.

Quizás sea un vicio, una dependencia, una droga que me sumerge en misteriosos universos y así soy, un adicto, que vive de historias, de intrigas y de cuentos, que se imagina un mundo, lo construye y lo deshace para comenzar de nuevo, huyendo de la abstinencia y del gris aburrimiento. La escritura es un modo de morir lento y más intenso, porque habitamos en múltiples espacios, temporalmente desconectados y vidas que se enredan entre episodios reconocidos y una imaginación sin frenos, que en parte es obsesión, en parte es sueño y también una mezcla indistinguible entre el cielo y el infierno.

Nuestras vidas son un cuento, como nosotros mismos lo somos con nuestra identidad y sentimientos. Nos hemos confundido con y en una red de narraciones, de historias, que se nutren entre ellas y se hacen claras y oscuras como el firmamento. Nada que concierna la humanidad puede ser comprendido sin nuestras historias, sin estas narraciones, que ponen carne a los huesos. Entrar en una nueva cultura es leerla desde adentro, conociendo sus significados, símbolos y señas que, al ser leídos y entendidos, sabemos que son distintos, como el significado de un gesto que no comprendemos.

Si alguien me preguntase cuál es la diferencia entre un italiano y un danés, la única respuesta plausible que podría dar es que viven en cuentos disímiles, en dimensiones que no se tocan, porque detrás de ellas, las narraciones que tejen sus universos, están hechas de hilos diferentes. Y así volvemos al inicio: escribir es más que narrar historias, es crear sentido, que es y será nuestro espacio y tiempo y, además, el espejo, donde nos reflejaremos en cada momento. Por estos motivos, escribir es componer una realidad autodefinida, porque la misma sólo existe si es interpretada, vista y leída desde un texto.