El uso de drogas, es decir: sustancias psicoactivas, no constituye ninguna novedad en la historia de los seres humanos; desde tiempos inmemoriales hemos utilizado productos que nos sirven para evadir la dureza de la vida. De hecho, no hay cultura que no las haya empleado. Hoy, sin embargo, ese consumo ha ido tomando características tan peculiares que lo transforman en un verdadero problema de salud pública a escala planetaria. Las hay legales, y las hay ilegales.

La cantidad de muertos que produce el uso de las drogas ilegales, las discapacidades que trae aparejadas, los circuitos de criminalidad conexos, la pérdida de recursos y el fomento de una cultura no sostenible en términos ni económicos ni sociales, hacen del consumo de estas sustancias prohibidas un cortocircuito con el que todos, Estado y sociedad civil, desde distintos niveles y con grados de responsabilidad diversos, estamos implicados.

Ahora bien: aunque se reconoce que la toxicomanía es un poderoso factor de inestabilidad mundial, en todo sentido, la magnitud del problema en vez de ir aminorando, por el contrario, crece. El uso y abuso de narcóticos es una de las pocas cosas que está expandida como problema (epidemiológico, por tanto: psicológico, social, político, legal) por todos los estratos sociales, golpeando con similar fuerza a niños de la calle y a multimillonarios, en países pobres y en países ricos. Todo esto se sabe, se conoce en profundidad, hay claras razones de sus causas. Entonces, casi espontáneamente, surge la pregunta: si disponemos de tanto conocimiento sobre estos factores, tanto de la demanda como de la oferta, ¿por qué no vemos una tendencia a la baja en la problemática? ¿Será que hay grandes poderes que no desean que esto termine?

El campo de las drogas es, como pocos, un complejísimo entrecruzamiento de discursos y prácticas sociales de las más variadas; por lo tanto, admite diversos abordajes. Es, sin dudas -en eso todos coincidimos- una herida abierta. La cuestión estriba en cómo y por dónde actuar: ¿prevención, represión? ¿Se debe poner el acento en la oferta o en la demanda?

Si se observa la magnitud descomunal del negocio de las drogas ilícitas, se comienza a tener una dimensión distinta del problema. Todo el circuito de los estupefacientes mueve unos 500.000 millones de dólares anuales -uno de los negocios más redituables de las actividades humanas, casi tanto como el de las armas, o como el del petróleo. Obviamente eso es más, mucho más que un problema sanitario. Sabemos que esa monumental cifra de dinero se traduce en poder; y por tanto en influencia política, corrupción, muerte. Las secuelas físicas y psicológicas del consumo de tóxicos empalidecen así ante las consecuencias de esta faceta mercantil del fenómeno.

¿Qué pasaría si se despenalizara el consumo de estas sustancias? No debemos olvidar que provocan más daños en términos planetarios el alcohol y el tabaco, negocios que, si bien son muy grandes, están lejos de alcanzar el volumen de los tóxicos prohibidos. El hecho de vetar el acceso legal a las sustancias psicoactivas, en vez de promover su rechazo lo alienta (irrefutable verdad de la psicología humana: lo prohibido atrae, fascina).

De hecho, muchos países han despenalizado/legalizado el uso de ciertas sustancias bajo estricto monitoreo del Estado, y en todos los casos hubo resultados positivos: bajaron los índices de violencia, se redujeron enfermedades conexas, como las de transmisión sexual (incluido el VIH/SIDA), descendieron también los circuitos delincuenciales asociados, aumentó la recaudación fiscal. La legalización no trajo, contrario al prejuicio dominante, una explosión desenfrenada de consumo.

Hoy día mucho se hace en torno al combate del consumo de drogas ilícitas; pero curiosamente el consumo propiamente dicho no baja. ¿No puede esto llevar a pensar, quizá con cierta malicia, pero tratando de entender en definitiva el porqué de esta tendencia, qué sucede en definitiva? ¿No habrá ahí “cosas raras”, gato encerrado? A quienes dirigen la sociedad, a los grandes factores de poder, ¿realmente les interesa la desaparición de este flagelo? ¿Por qué no se despenaliza entonces el consumo? Esto, sin dudas, traería aparejado el fin de innumerables penurias que se dan en torno a este ámbito. Incluso hasta podría bajar el volumen mismo de consumo, al dejar de presentar el atractivo de lo vedado, de la fruta inalcanzable. Pero contrariando las tendencias más racionales, estamos lejos de ver una despenalización. Por el contrario, cada vez más crece el perfil de lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas políticas de los Estados, inclinando la balanza hacia el ámbito policíaco-militar.

Eso se anota hoy como uno de los grandes problemas de la humanidad; y ahí están a la orden ejércitos completos para intervenir en su contra.

No podemos menos que abrir algunas dudas ante esto. ¿No será que la anterior Guerra Fría se ha trocado ahora en persecución a estos nuevos demonios? Definitivamente el interés de los poderes hegemónicos, liderados por Washington, ha encontrado en este nuevo campo de batalla un campo fértil para prolongar/readecuar su estrategia de control universal. Como lo está encontrando también ahora en el llamado terrorismo.

El mundo de las drogas es un fenómeno tan especial que tiene una lógica propia: por un lado se automantiene y se autoperpetúa como negocio; por otro se sostiene de fabulosas fuerzas económico-políticas que no pueden ni quieren prescindir de él, en tanto coartada y ámbito que facilita el ejercicio del poder. Al mismo tiempo existen dinámicas psicosociales (consumismo, modas, valores de la sociedad competitiva y materialista, angustia individual que lleva a conductas de huida de la realidad) que inducen a enormes cantidades de personas, jóvenes fundamentalmente, a la búsqueda de identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a los tóxicos prohibidos, lo cual se enlaza y articula con los factores anteriores. Es, en otros términos, síntoma de los tiempos: el capitalismo hiperconsumista centrado en la máquina y en el fetiche de la mercancía, que ha dejado de lado lo humano en tanto tal, no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado -¿alentado?- que, bajo cierto control, sigue haciendo mover el aparato de la sociedad. El costo: algunos sujetos quedan en el camino, pero eso no desestabiliza tanto el orden instituido; y ahí están las comunidades de rehabilitación para dar algunas respuestas.

Anótese, de paso, que esas cantidades monumentales de dinero que mueve el negocio, negocio ilegal por cierto, se “lavan”, se “blanquean” en circuitos financieros. Y así tenemos narcoeconomías que se alimentan de estos procedimientos dudosamente legales. Los llamados “paraísos fiscales” son el lugar por excelencia para esas prácticas.

Ante esta perspectiva las posibilidades reales de cambiar la situación no se ven fáciles: como sociedad civil -que padece todo esto, y al mismo tiempo, por su existencial angustia, consume drogas- no podemos plantearnos como objetivo sino el luchar por su despenalización. A muchos se les terminará el negocio (no sólo a las bandas de narcotraficantes, por cierto -¿bancos lavadores?, ¿fabricantes de armas?, ¿partidos políticos que reciben recursos de dudosa procedencia?, incluso honestos civiles que son empleados legales de toda esta economía), pero no hay otra alternativa para solucionar un problema que hoy ya es flagelo, y sigue creciendo. Definitivamente quemar sembradíos en el Tercer Mundo no está solucionando mucho.

El problema real no está en el productor de la materia prima (la planta de coca, o de amapola, campesino que recibe centavos por cada gramo producido) ni el consumidor final (que paga 10.000 veces más la dosis que usará en Estados Unidos o Europa). El problema está en la mafia que hace de esto un negocio.