“Les flors es baden, i un badoc és algú que es queda amb la boca oberta, contemplant alguna cosa. M’agrada badar, doncs, que és una manera de dir que vaig mirant cap aquí i cap allà sense buscar res en concret, entretenint-me amb les coses que trobo”.
Josep Maria Espinàs

I

Tú sabes una cosa que yo aquí sentado, ¿sabes cuántos pares de zapatos diferentes hay en el mundo?, ¿cuántos pares de zapatos diferentes pasan por aquí? ¿Y qué modelo llevan los chinos, y los ingleses, y los italianos? Aquí los conoces, los modelos de los zapatos los conoces rápido.

—Te gusta mirar los zapatos de la gente…
—No, porque yo qué tengo que hacer, ¿mirar las caras? No, porque las caras son muy feas.

II

Cuando se acerca el atardecer —sea a las nueve en verano, o a las cinco en invierno— José Ferrer baja las escaleras de su edificio y camina veinte metros, hasta su cafetería favorita.

Si se le pregunta, lo niega. Se refiere al lugar con cierto desprecio, como si no le quedara otra opción. ¡Como es cerca! Pero es él quien, entre todas las cafeterías del barrio, siempre la elige.

En el Xamfrá Gaudí, ubicado en la intersección de la calle Valencia con Marina, José puede sentarse a mirar, con tranquilidad, la gente que pasa. A tan solo una calle de la Sagrada Familia, le ofrece una posición privilegiada para observar a los turistas que van a visitarla cada día: 10.000 personas, según cifras oficiales.

Elige, entonces, sentarse en la terraza, en la mesa de metal. Elige quedarse afuera, para fumar cada vez que quiera, aunque pase frío. Elige pedir siempre el mismo plato, y contabilizar los segundos que una mosca se posa en él.

Elige no tener compromisos, nada. “Como quien dice, aquel y mis circunstancias”. Elige preguntarse algo todos los días: ¿por qué si la cerveza es de determinado color, su espuma es blanca? Elige hablar con la chica que se sienta en su mesa, responder sus preguntas. Elige, mientras habla, seguir calculando el agua que cae por la lluvia.

III

Aquí pasan los jubilados, que van con las manadas. Yo no voy a la feria. ¿Yo quiero ver tecnología? Fotografía, vídeo, máquinas, de todo. Uno aquí ve la última moda de todo. Aquí todo el mundo pasa con máquinas último modelo. No hace falta ir a la tienda. Antes de que salga, lo ves.

—Te gusta la fotografía…
—No, pero me gusta saberlo.
—Te gusta mirar…
—No. Hay una palabra en catalán que se llama badar. Busca en el diccionario: badar. Una cosa es observar; la otra es badar.
—Y en castellano, ¿no hay traducción?
—Yo no la encuentro, si no te la diría.

IV

Solo cuando llueve descansa la Sagrada Familia. Por primera vez en semanas, los turistas desaparecen. La piedra se moja, la iglesia se pone oscura y el agua chorrea por la fachada del Nacimiento, que fue pensada justo como eso, como una cascada.

La gente saca sus paraguas, como si se enfrentara a una tormenta monumental. Grandes sombrillas que no saben cómo manejar, y que más que para contrarrestar la lluvia funcionan como un arma que amenaza con sacarle los ojos a todo el que se acerque.

—¡Mira! 22 litros por metro cuadrado. Mira cómo cae. ¡Está calculado! —dice.

José mira un tubo de desagüe que saca agua por el andén, y así mide la cantidad de lluvia que cae.

—Pues yo no lo podría calcular —le digo.
—Pero si ya te dije. La palabra es esta: badar. Y te digo esto: si tú la traduces, sabrás lo que quiero decir, que es parecido a observar, pero no es observar. ¡Mira! 24 litros. ¡Va subiendo!

Él sí. Podía calcular muchas cosas. Sabía que cada día se caían siete chinos, por esa baldosa que estaba levantada en la calle, hasta que él llamó y la hizo arreglar. Sabía que por hora, en promedio, pasan catorce bicicletas por esa esquina. Bicicletas que lo molestaban más que los turistas, porque lo arrinconaban contra la pared.

—Es que es un caudal. Yo calculo mentalmente, y ya está. Yo calculo el tiempo. Tú andas por aquí y te digo el tiempo, sin mirar el reloj.
—A ver, ¿qué hora es? —le pregunto.

Calcula la luz, respira…

—Las cinco menos cuatro minutos —me dice.
—Menos ocho —compruebo.

Dentro de ocho minutos sonará ‘La minyona de Reus’, de acuerdo con el cronograma de canciones de la Sagrada Familia a lo largo del día.

—Me he equivocado por cuatro minutos.
—¡Pues no está mal!
—Pues yo no lo sé. Yo he calculado muchas cosas en mi vida —había trabajado toda su vida en una fábrica, supervisando gente, en la oficina de producción—. Hay cosas que no hace falta que te las expliquen.

V

¡Eh! ¡Cuidado que ahí viene manada! Viene manada, yo le llamo manada. Van como los búfalos. ¿Tú no has visto las películas del Oeste? Pues esto se llama manada. Oye, busca la definición. Parece que van a un entierro, todo el mundo callado. Esto es para hacer una poesía. No es broma, no te rías, ¿no ves como todo el mundo no habla? No, nada, es poesía pura. No, no, un día que se me ocurra hago una poesía de la gente que pasa por aquí como si fuera a un entierro, a la Sagrada Familia. Van a un entierro. ¡Ay, hija mía! ¡Qué haremos! Si no fuera por la tienda de recuerdos, para recordar…

VI

Es difícil detectar si el barrio conserva o no su esencia. Inicialmente allí vivían familias humildes. Se llamaba el Patronato social escolar de obreros del Poblet, y aunque la construcción del templo no quería imponerse sino integrarse, al final terminó cambiándole hasta el nombre. Hoy es, sencillamente, el barrio de la Sagrada Familia.

No obstante, la obra quería compensar ese espacio que sabía venía a transformar. Gaudí representó las plantas y animales que ya no iban a volver a crecer en ese terreno. Y fueron los obreros y vecinos quienes sirvieron de modelo para las esculturas, convirtiéndose en ángeles y santos de piedra.

Hoy, aparte de los alrededores del templo, con souvenirs, puestos artesanales y conocidas marcas de comida rápida, el barrio parece funcionar como cualquier otro de Barcelona: cursos de idiomas, tiendas naturistas, tabaquería, frutas y verduras, locutorios, bancos, supermercados, cafés, colchonerías.

Eso sí, a pesar de la normalidad, al final las rutinas de sus habitantes sí terminan relacionándose con las de la iglesia: cambian la ruta para evitar el gentío, voltean la cabeza para verla cuando salen del metro, notan sus avances: ¡Esa cúpula no estaba hace unas semanas!

Sus canciones marcan el paso de sus horas, y muchos comienzan el día al mismo tiempo que ella, a las nueve en punto, cuando suena la canción ‘El mestre’. Se expande por el barrio como una onda explosiva, como un despertar.

Justo en ese momento, Ana Vázquez, conserje del edificio de Valencia con Lepant, sale a barrer las hojas que caen de los árboles, la basura. En las mañanas, mientras está barriendo, sabe que pasarán cuatro grupos de turistas.

Sus viejos habitantes son los que menos quedan. José “se pone en el museo”. Cuando va a entrar a su edificio le preguntan: ¿usted dónde vive? Le preguntan a él —jubilado, de 66 años—, y se indigna. A él, que nació allí, como sus papás, sus abuelos, sus bisabuelos. A él, que fue bautizado en la cripta, donde se casaron sus padres, donde fue el entierro de su madre. Le preguntan porque todos son extranjeros. Sus amigos de infancia, de aquí del barrio, “ya están todos muertos, o divorciados, o arruinados. Ninguno vive por aquí”.

VII

¿Barrio? No, ya parece nada. Esto ya no es barrio. A ver, antes aquí fotografiábamos a los turistas. Aquí venía un turista y todo el mundo le hacía fotos al turista, y ahora es al revés: nos hacen fotos. A mí un chino me hizo fotos aquí, hace un mes. Llevaba barba. Y yo: tú haz lo que quieras.

VIII

—Mira, 28. Ahora llueve 28 litros por metro cuadrado —me indica—. Va subiendo. Se hace una gráfica, escala A-B-C. ¿Lo ves? ¡Es muy fácil! Todo es cuestión de badar, no observar. Si tú lo buscas, te vas a enterar.
—Y tú crees que cuando los turistas vienen a la Sagrada Familia, ¿ven, analizan?
—No analizan, ni ven. Ponen: yo he estado ahí. Y adiós. Porque al cabo de un cuarto de hora de estar abajo, ¿qué ven?, ¿qué asimilan? Nada. Han estado allí. Nada más. Han estado….

Los litros por metro cuadrado comienzan a bajar. Ahora van en 18.

—Y a ti, ¿qué es lo que más te gusta de la iglesia?
—No, no es un problema de gustar. Es otro mundo. No es problema de una cosa en concreto, ni de Gaudí. Es el conjunto.

Pronto empezará a oscurecer. Se activará el sistema de iluminación, para que no se pierdan los detalles de la Sagrada Familia. Ni en la noche descansa; duerme con las luces prendidas.

—Ahora está a siete, ¿eh? —dice—. Mira qué cambio. Cuando esté a tres, me marcho.

Tangible e intangible, nuevo y viejo al mismo tiempo, fascinante y humilde. “Vendrá gente de todo el mundo a ver lo que estamos haciendo”, había predicho el arquitecto.

—Mira, tres litros, tres o cuatro. Ya va bajando. ¡Pero si son muy fáciles las cosas! Pero hay que badar
—Aprendí una palabra nueva en catalán. Y para terminar…
—¡Ole! ¡Ya hemos terminado! —y aplaude.
—¿Qué crees que va a pasar con el barrio?
—No, esto seguirá tal como está durante un tiempo. Ahora, dentro de veinte años, no lo sé. ¡No tengo una bola de cristal! Yo lo que pronostico es que la calle Marina será peatonal. Sí, claro, las bicicletas por ahí. Y las terrazas, en la acera. El camino que lleva es este, porque claro, aquí pasan las manadas. La palabra manada significa una red de reses. Y no hablan. Las reses no hablan.