Petrus deja una bolsa del supermercado Día en la repisa y se acerca a la ventana. Ya guardó en el primer estante de la heladera, su estante, la comida que lo alimentará hasta el próximo miércoles. Compartir piso implica compartir cada ambiente del inmueble, excepto la habitación, y su mobiliario. Por eso, él compra para dos o tres días, no más. Es más agotador, sí, no es práctico, también, pero lo cierto es que tampoco lo haría de forma distinta si viviera solo. Sus dos brazos y lo que pueda almacenar en su mochila apenas le permiten transportar más. El auto sigue sin estar dentro de sus prioridades, amén de su limitado presupuesto. Además es una actividad que lo distrae, al igual que el nado. Son paréntesis inevitables (en el caso de la compra de alimentos) o evitables (la natación), pero convenientes ambos para que el pasaje de lo inútil (el trabajo monótono) a lo útil (el intento de pensamiento) no sea una conjunción en la cual lo segundo se termina contaminando inexorablemente con lo primero. Más bien, la lucha diaria de Petrus radica en lograr, o al menos intentar, lo inverso.

Cuando se acerca a la ventana, lleva su libreta y garabatea imágenes de lo que fue su día, mientras los últimos rayos de luz natural empiezan a ralear. Apunta que la próxima habitación que alquile tendrá un balcón, cree que así podrá pensar mejor. Ahora no abre la ventana porque es invierno y, si bien tiene calefacción central, piensa que distintas corrientes de temperatura podrían afectar las ideas que plasma sobre el papel.

“La noche se profundizó en la calle”[1]. Guillermo Cabrera Infante obvió lo literal y escribió: “En la calle la tarde se había hecho noche cerrada”. Petrus se acuerda de él porque desde la ventana ve ya la calle sin luz, y divisa a una chica que viene cantando. Tal vez vuelve de hacer la compra como él (no lleva bolsas, aunque sí mochila) o quizá esté apurando sus pasos para encontrarse con algún amor, algún pibe de los de ese barrio, que la espera en la casa después de un día laboral seguramente tan arduo como el de Petrus. Al fin y al cabo en ese barrio, y en particular en esa calle, quién podría no haber tenido un día agotador en el trabajo. Sería un sacrilegio si alguien volviese a casa contento, piensa. Es la primera vez que ve a esa chica, pero entiende que no puede tener otro nombre que el de Eveline.

Eveline llega derrotada a su portal (“El trabajo era duro —la vida era dura—, pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba que su vida dejara tanto que desear. Iba a comenzar a explorar una nueva vida con Frank.”). Pero ¿de verdad se iba Eveline a Buenos Aires?, se preguntó Petrus en voz alta. ¿Debería volver él también a la ciudad que lo había visto marcharse apenas siete meses atrás? Pensó que sería conveniente hablar con ella, explicarle por qué no Buenos Aires en estos momentos, por qué lo que la paralizaba a ella, lo que lo paraliza a él, poco tenía que ver con la ubicación geográfica.

(Qué mejor ejemplo para ello que Petrus, que en el tiempo que lleva en Madrid aún no ha logrado poder pensar mejor, ni siquiera un poco. Él cree que sí, porque ahora al menos escribe todos los días, pero sabemos que está errado. Lo vemos llevarse su cuadernito a la ventana, escribir y escribir, durante horas. Por suerte, para mí y el lector, no podemos acceder a esos textos).

Entre tanto, Petrus considera la posibilidad de hablar con Eveline, aunque exista ese obstáculo llamado Frank. Busca el programa de la filmoteca de Madrid y allí ve la coincidencia que inconscientemente estaba buscando: el domingo pasado habían echado La muchacha bohemia. Comprende que lo que Eveline venía cantando era “I Dreamt I Dwelt in Marble Halls” y tiene la certeza de que Eveline se está yendo, que no hay vuelta atrás. Ella y su cabeza ya están en Buenos Aires. Es sabido que su padre le advirtió que “nunca se fiara de nadie que dijese que en Argentina se estaba mejor”. Por tanto, aunque él la encontrase y le dijese que no se vaya tampoco tendría muchas posibilidades de convencerla.

A la derecha, bien al fondo, sobre la calle Luis Cernuda se enciende una luz en el tercer piso. Se distingue una sombra femenina. La separan unos ochenta metros de Petrus. Es ella, sin duda: unos 19 años, la mirada perdida en ningún lugar, los pensamientos obvios dirigidos a la señora Gaván. Entonces Petrus, que también tiene aires de narrador omnisciente, pone música bien alta, tan alta que una o dos ventanas de la calle Fernando Pessoa se iluminan y dejan aparecer unos rostros confusos. Ni él ni yo podríamos precisar qué cancioneta italiana era, únicamente se distinguía el sonido de un órgano. Eveline lo escucha, porque levanta su rostro y observa hacia donde está Petrus. Inmediatamente se gira hacia atrás, como si alguien la hubiese llamado. Tal vez su padre. Vuelve a mirar hacia Fernando Pessoa y se retira. Unos segundos después la luz de su ventana desaparece completamente.

Ojalá haya servido, piensa Petrus y se deja caer en la cama. Aún no sabe si releerá algún cuento más de Dublineses, si se preparará algo de comer o si se quedará dormido ahí mismo, con la ilusión siempre intacta de que el próximo día por fin sea el del despegue definitivo.

[1] The evening deepened in the avenue, en el original.