Doce de febrero de 2016. La alcaldesa de Barcelona por la plataforma Barcelona en Comú, Ada Colau, discute con un trabajador del Metro de Barcelona y a su vez representante de la Confederación General de los Trabajadores (CGT) en la capital catalana. A unos 20 centímetros de la cara de la regidora, quien viste de forma elegante y aguanta el chaparrón con gesto de comprensión, el joven le explica con firmeza y claridad cuáles son las causas de que se esté produciendo una huelga en plena negociación del convenio de los trabajadores de la empresa municipal de Transportes Metropolitanos de Barcelona. El activista culpa al ayuntamiento de no mediar a favor de los trabajadores frente a la empresa a la que acusa de intentar recortar derechos de sus trabajadores. Si se muestra el vídeo a cualquier persona con algún tipo de noción política e histórica, le sería fácil identificar de forma muy sintetizada que la izquierda de la política sale de la boca del joven mientras que la señora regidora, en este caso Ada Colau, representa a la derecha que no hace otra cosa que defender los intereses de la oligarquía.

Pero de la señora Colau existen muchísimas fotografías. Entre ellas hay una que se hizo viral al poco tiempo de que asumiera su cargo como alcaldesa. En ella, un policía antidisturbios le tira del brazo para que se levante, durante el desahucio de un hombre en julio de 2013 que no podía pagar su hipoteca concedida al Banco Popular. Muchos de nuestros lectores ya sabrán que Ada Colau fue portavoz de la Plataforma Anti Desahucios (PAH) de Barcelona, y que su papel fue muy activo en las protestas y sentadas que son habituales para impedir o demorar la expulsión de la propiedad de la persona incapaz de pagar el préstamo. En esa imagen nos faltaría tiempo para indicar que la izquierda es la señora con cara desencajada, camiseta verde y con un aire mucho menos solemne que cuando se enfrentó, años después, al trabajador del Metro de Barcelona. Colau, en esa estampa, intenta zafarse del brazo del policía que representa claramente la derecha por la desconsideración que supone la ejecución de la orden de desahucio a uno de los derechos innegables de los ciudadanos.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha podido cambiar tanto en tan poco tiempo? En dos años, desde la aparición fulgurante de Podemos, el escenario político español se ha modificado sustancialmente. La aparición de un partido que bebía de los movimientos sociales del país en mayo de 2011 ha suscitado opiniones extremas tanto a su favor como en su contra. Ha conseguido instalarse en un tablero de juego que estaba lleno de polvo por el tiempo que había pasado sin que se le diera la vuelta o simplemente se limpiase con un trapo húmedo. En su comienzo, Podemos se agitó inducido por la fuerza social de la izquierda, que aparecía frecuentemente en los discursos de sus líderes que a su vez eran jóvenes. Salvando el inicio del Partido Socialista, en la democracia española posterior a la transición, no se había producido un choque generacional tan brusco. El mar de los años ha acabado por afectar a todos los partidos excepto al Partido Popular. Daba la sensación de que la política española tenía algo de tribu africana, donde la voz del más experimentado del lugar debía guiar a las jóvenes camadas. Podemos surgió con proclamas que proyectaban la nacionalización de sectores fundamentales de la economía del país; la distribución de la riqueza o la garantía de vivienda y condiciones de vida dignas para todas las personas. Eso era izquierda, desde luego. Pasaron muchas otras cosas y acabaron llegando a las instituciones con estruendo. Algunos, incluso, consiguieron gobernar. Y una de ellas fue Ada Colau, que ahora tiene que escuchar el grito digno de quien se juega los cuartos y sentir la saliva del que lucha sabiendo que acabará perdiendo de una forma u otra. Y la nostalgia los invade porque miran a su lado y no hay rastro de izquierda.

¿Dónde se mete? Abramos los ojos, vayamos fuera. La película que aparece en la cartelera tiene un argumento parecido. Pero son actores diferentes. Cada uno con sus particularidades. En el espacio principal, un grupo de italianos sale de la primera sala. Son los últimos que quedaban dentro de su proyección. La película todavía no ha terminado pero ya saben el final. Explican que no están decepcionados porque nunca esperaron demasiado. El actor muy guapo, eso sí, y con mucha capacidad de convencer a quien esté dispuesto a escucharlo. Es Matteo Renzi. Pero ya eran tan pocos los que permanecían atentos a lo que decía que la pantalla se acostumbró a él.

Desde una sala contigua se escuchan gritos y golpes. Es la sala griega, me cuenta un heleno pesimista que se marcha del recinto a la vez que los italianos. Es de los primeros que salen. Me dice que al principio la trama era apasionante. Pero que ya no hay nada de lo que una vez hubo. “Vuelvo a la calle, donde siempre debió permanecer aquello que una vez creamos”. Y tanto, porque Syriza, del prometedor Tsipras, acabó claudicando ante el sistema chantajista de la Unión Europea. No se puede afirmar que fuera fácil enfrentarse a él, pero la unión en el gobierno de su partido con el partido neofascista de Amanecer Dorado fue una explosión de realidad en la cara de sus partidarios. Partidarios que volvieron a la calle y a la protesta.

En el aire se respira algo de envidia y compasión de los ingleses que se adentran para ver la obra de un tal Jeremy Corbyn. En su tradicional afán por contar la historia de forma distinta, esta vez el protagonista no es joven, sino que es un sexagenario con aire de indignado. Una especie de los conocidos en el argot callejero español como “yayoflauta” con longeva experiencia en el siempre complicado Parlamento británico. En lugar de elegir pasar sus últimos días en la Costa del Sol de Málaga, ha decidido liderar a la izquierda británica enterrada. Me entra la misma melancolía que la de la alcaldesa de Barcelona cuando veo la cara de ilusión de los jóvenes ingleses acudiendo en masa con puños en alto.

Mientras me alejo del cine, un joven turco pega un cartel con el próximo estreno: Bernie Sanders en Estados Unidos. “El único senador norteamericano que se declara públicamente como socialista” es el eslogan que lo acompaña al más puro estilo de Hollywood. Industria que no podía faltar en la postal que ocurre en el establecimiento que sustenta esta industria.

La izquierda debe estar por algún lado, supongo. Parece que los focos no le sientan bien y se esconde en las trincheras, donde siempre se ha sentido más cómoda. Pero, ¿por qué huye siempre que tiene la oportunidad de gestionar la cosa pública? O mejor dicho, ¿por qué se engalana, se acicala, se introduce con excelente y atractiva frescura en la escena para acabar siendo solo cuerpo, como uno de esos actores que introducen Botox en su piel para dejar salir toda la magia que una vez tuvieron? Parece que ha perdido su lugar. Como el animal que acude con parsimonia, pero con solera, hacia donde está su trampa. Se ha dejado llevar por algunos que la sacan de paseo, la miman, le dejan soltar sus cuatro pensamientos más recurrentes, pero que la olvidarán en un rincón cuando tengan la necesidad. Y entonces se alejará traicionada. Y volverá a los trabajadores que luchan por un mejor convenio, o a la comunidad que se opone a unas obras que lo único que harán serán enriquecer a unos cuantos.

Vivimos tiempos en los que todo se pronuncia con enorme grandilocuencia. Todos los días son históricos y todos los movimientos políticos marcarán un antes y un después. La lucha por lo que es justo, sin embargo, marcha habitualmente sin quiebros ni meandros. Allí, después de la función, como el artista usado y tirado, sin maquillaje y con la corbata desanudada, la izquierda vuelve donde siempre será su sitio, donde no hay protagonismos, donde la lucha nace.