La cena está a punto de iniciar, han pasado quince años y el sentimiento vuelve a vivir. En realidad, jamás murió, sencillamente quedó adormecido con un sueño ligero. Cada vez que se aproxima a los recuerdos, surge desde el fondo de las entrañas con la potencia que el tiempo no ha sido capaz de arrebatar.

La mesa está lista con manteles de lino tan largos y tan blancos. Las copas de cristal, listas para ser llenadas con el mejor vino que el señor eligió personalmente de entre todos los que hay en la cava. La fila de cucharas, tenedores, cucharillas y cuchillos puntiagudos y chatos, la vajilla con filo de oro, los jazmines que perfuman el comedor parecen estar dispuestos para recibir varios invitados. Pero no. Solo serán dos a la mesa. Dos y la fotografía en medio.

El anfitrión se pasa la mano por las mejillas, como para verificar el afeitado. Revisa los zapatos recién boleados, la raya del pantalón bien planchado. Ajusta las mancuernillas en los ojales de los puños almidonados. Se acerca al espejo para comprobar que el nudo de la corbata está derecho. Jala aire. Lo suelta. Piensa en cómo uno se pasa la vida preparándose para algo y cuando por fin llega el momento, los eventos se confunden, la visión se nubla y las piernas tiemblan, también las manos.

La espera se ha hecho larga. Han sido años. Ya no recuerda el momento en que el enfado y el deseo de venganza se convirtieron en minutos, horas, meses y años de paciencia. El tiempo no desdibuja nada, lo conserva todo. Sin embargo, al ver el marco plateado presidiendo la mesa, se percata de que la foto perdió color, se hizo antigua. La luz y el paso de los días desgastan los detalles.

Una profunda amistad, una mujer y un secreto arrebatado lo han llevado a escarbarse el alma todo este tiempo. Ya los sentimientos no encuentran concordancia con las palabras. Pero el dolor causado es como una piedra que se lanza a la orilla de un lago. Puede que haya olvidado el clima, el color de las flores, la textura del suelo y el paisaje que lo rodeaba. Puede incluso que haya olvidado la imagen de las ondas producidas por la piedra en su caída al fondo o el sonido que emitió impacto contra el agua. Pero lo que sí que recuerda es que hubo piedra.

Se sobrevive por el dolor y por el deseo de justicia. Por ver servida la verdad. Por dignidad.

—¿Qué quieres de ese hombre? —le preguntó innumerables veces la que hoy preside la mesa, encerrada en un marco de plata.
—La verdad —le contestó él, el mismo innumerable número de veces.
—La verdad no es lo mismo que la realidad, ni yo misma se cuál es la verdad que quieres escuchar —suspiraba en cada ocasión y bajaba la mirada.
—Conoces muy bien lo que quiero. No son los detalles, no me importan. Son las razones de la traición.
—¿No estoy yo aquí? —ella lo miraba como si no lo conociera, como si no lo comprendiera— ¿No te basta saber que me quedé a tu lado?
—Quiero la verdad, su verdad. La tuya… esa ya me la has dicho —luego callaba y se extraviaba en la geografía de una amistad que se acabó de súbito. Todavía hoy recorre con nostalgia la memoria de la complicidad, del aprecio, de la fragilidad de sus heridas; de la rabia que le da ese daño irreparable que le causó aquel que, en medio de la calidez del sentimiento fraterno, le intentó arrebatar lo más querido. Lo que aún sin llevárselo, le quitó para siempre. Lo que por abandonar el pueblo nunca le pudo reclamar. Hace más de quince que se fue de ahí.

Pero hoy ha vuelto y vendrá a cenar.

El reloj cucú da la hora al mismo tiempo que en la torre de la parroquia suenan las campanas. Si el recuerdo le es fiel y si los hábitos no cambian, estará a punto de llamar a la puerta. La puntualidad siempre fue una cualidad que ambos tuvieron en común. Son segundos los que faltan para volver a verlo y en ellos las preguntas que tantas veces ha deseado formular se desvanecen. Otras toman forma. ¿Exigir fidelidad será un grado extremo de egolatría? ¿Perdonar una infidelidad será el último escalón de idolatría? Vuelve el dolor, la certeza hiere y quema. Hay preguntas que no se deben hacer. Hay verdades que solo sirven para destruir el amor propio, para arrebatarnos para siempre la posibilidad de una vida digna. Sin dignidad se pierde el sentido más profundo de la vida humana.

No. Aprieta las mandíbulas y rechina los dientes. No es la dignidad. El sentido profundo de la vida humana es la pasión. Es aquello que colma el corazón y el alma. Es lo que mueve al cuerpo y enciende el alma. Es lo que nos acompaña en el lecho de muerte. Pase lo que pase, pervive. Arde para siempre. ¿Puedes culparla? ¿Puedes culparlo? ¿Cómo? Tú mismo has transformado una pasión en motivo de existencia, aunque te haya llevado a la muerte en vida.

Piensas que no hay dolor más grande que el de acordarse del tiempo dichoso en la desgracia; y bien que lo sabes. Qué pena, cuánto amor, tantas dulces palabras y haberse despeñado en un precipicio tan punzante. Lo supiste en un instante, fue entrar y verla palidecer, no del modo en que su fotografía perdió el color, sino con el rostro emblanquecido, la boca temblorosa, los párpados caídos y sus manos en las de él. ¿Para qué indagaste lo evidente? La chispa que prendió en ambos corazones aún te ofende del mismo modo que lo hizo aquel día. El incendio que el honor obliga avivó las llamas que todavía no te abandonan. No las apagaron sus lágrimas, mucho menos las palabras. Las confesiones no sirven de nada.

Consultas el reloj. Caminas en círculos. El zumbido de la bombilla que titila sobre el espejo te dice que está a punto de fundirse. Te detienes. Miras. El reflejo se alumbra y desaparece al son del foco moribundo. Es un efecto extraño. La luz ilumina las canas, la oscuridad las apaga. En el juego de la penumbra el minutero retrocede y avanza. Joven. Viejo. Joven. Viejo. Tic, tac, tic, tac. Los años son segundos. Los segundos, años. Gana la oscuridad. El foco ha muerto.

Llaman a la puerta. El corazón da un vuelco. Escuchas los pasos en el vestíbulo. Se acerca. Tiemblan manos, labios, piernas. ¿Puede temblar el alma? Hay algo peor que la muerte. Por eso, es mejor no saber secretos ni de amores ni de ningún ámbito de la vida. Sin que las busques, las palabras vuelven. También las lágrimas.