Como cada enero, la mala leche acumulada durante las interminables fiestas navideñas, en las que lenguas dormidas por el alcohol y escondidas tras un muro de mil clases de turrón desean lo mejor a todo el mundo para el año que empieza, transmuta mi cara en la de un Pepito Grillo misántropo que, después de intentar sembrar la cordura del consumo responsable o de condenar a las llamas del infierno al liberalismo económico bestial que nos guía y de encontrar frente a mí nada más que risas condescendientes, se arrepiente de no haber inyectado con cicuta cada dulce de la mesa en torno a la que se sienta gente que se odia el resto del año.

Como cada enero, en el que la lista de propósitos se acumula, yo haré mi propia selección, pero este año en lo más alto va a estar el de no intentar convencer a nadie de que se puede vivir mucho mejor con menos ni de que el planeta está agonizando a causa de nuestra ansia acumuladora mientras en la otra parte del mundo la gente da gracias a cualquiera de sus dioses por la prórroga de un día más de sufrimiento ni de que nacer en Siria no te convierte en un terrorista ni de…

En resumidas cuentas, este año 2016 prometo:

  • No intentar convencer a nadie de que cierre el grifo mientras se lava los dientes o de que apague la luz de la habitación en la que no está o de que siga mi ejemplo dejando de alimentar a tiranos eléctricos como E.on y pasándose a cooperativas como Som Energía, cuya electricidad proviene únicamente de fuentes renovables (¡es un subidón tener esta sensación de que contribuyes a un mundo mejor!).
  • No criticar a esos pelotas redomados que siempre van diciendo por ahí que a los dueños de Zara o El Corte Inglés habría que ponerles un monumento por su contribución al emprendimiento español mientras olvidan que las personas que montan un emporio de tal magnitud y acumulan una cantidad indecente de riquezas a costa del sufrimiento de los más pobres del mundo no se les puede llamar empresarios, sino asesinos sin escrúpulos.
  • No criticar tampoco a esos inconscientes que lloran al ver en televisión a niños esclavos en campos de algodón de países exóticos o en minas del Congo para, después de secarse las lágrimas, salir disparados a superar la supuesta depresión adquiriendo ropa manchada de sangre o el móvil de última generación en las empresas mencionadas un poco más arriba, por seguir con el ejemplo patrio.
  • No discutir con ningún seguidor de esos cánceres llamados Cristiano y Messi que me intente vender las bondades del fútbol diciéndome que es un deporte de equipo que fomenta la camaradería y los valores de fraternidad; ningún forofo de esos que un domingo por la mañana va a insultar al colegiado que arbitra el partido del equipo de su hijo.
  • No enervarme con los que siguen intentando hacerme ver la utilidad de la religión, esa lacra por la que se ha vertido más sangre en nombre de una ficción desde que el hombre es hombre ni intentar convencerles de que solo hay un camino hacia la perfección moral y que ese camino se llama ciencia.
  • No pelearme con aquellos que quieren convertir a nuestros hijos en máquinas productivas arrinconando las humanidades; no voy a pararme un solo minuto a explicarles los beneficios de la filosofía, la música o el pensamiento crítico.
  • No aburrir a mis amigos animándoles a que se cambien de banco y pasen de las tradicionales entidades financiadoras de armamento, como los todopoderosos BBVA y Santander, y se sumen a empresas un poco más luminosas, preocupadas por la sociedad, como Triodos o Fiare, por citar algunas.
  • No maldecir a los supermercados por tirar toneladas de comida cada día.
  • No oponerme a la opinión de los energúmenos que quieren cerrar las fronteras a todo aquel que sea diferente.
  • No despotricar contra este país y amenazar con tomar el primer avión hacia Finlandia porque el PP haya cosechado, cuatro horrendos años después, más de siete millones de votos.
  • Tragarme mis palabras cuando el jefe me pida quedarme unas horas más y los sindicatos tradicionales me digan que es mejor aguantar que quedarse en la calle.
  • Decirle a mi suegra que nunca en mi vida había comido un plato mejor.
  • Dedicarle una sonrisa (y no acordarme de la madre de su responsable) al irrespetuoso proyeccionista que enciende las luces del cine antes de la primera de las letras de los créditos finales.
  • No intentar aleccionar a nadie sobre la importancia de los productos naturales, de temporada o de comercio justo y dejarles seguir comprando alegremente esas aberraciones a las que hoy en día llamamos comida. Tampoco me enfadaré con aquellos que me digan que ese tipo de artículos son caros mientras me enseñan los nuevos faldones de su coche que han estrenado para ir a hacer a su hijo, recién nacido, socio del equipo de la ciudad.
  • No escupir a la tele cada vez que aparezca un político hablando de cifras macroeconómicas y olvidándose de la gente.
  • Soportar, impasible, los improperios de aquellos puristas que se ofenden cuando digo que David Simon, creador de The wire, es el nuevo Shakespeare.
  • No hacer una sola crítica a la deriva de la sociedad actual a costa de la decimoséptima temporada de Gran Hermano.
  • No contradecir a aquellos que, un año más, vaticinarán la definitiva muerte de los medios impresos mientras piratean el último ebook de moda.
  • No invitar a nadie a que se una a mí y ceda una ridícula parte de sus ganancias a organizaciones como UNICEF, que vela por los más vulnerables, aquellos en cuyas manos estará nuestro futuro.
  • No explicar a ningún gorila que regalar una aspiradora a su mujer para el cumpleaños no tiene nada de romántico.
  • Decir, más a menudo, a mis amigos y a mis padres que los quiero.
  • No burlarme de aquellos cortos de mente que se emocionan ante una bandera -sea estelada, amarilla y roja o de la alianza rebelde contra el imperio- y que creen que la patria es un sentimiento puro.
  • Sobre todas las cosas, callarme ante los insensibles, ante la gente sin corazón, ante los imbéciles, ante los monstruos, ante los curas, ante los banqueros, ante los toreros, ante los cazadores, ante los modernos, ante los que me llamen populista.

En definitiva, prometo no hablar a nadie de la necesidad de cambiar el mundo. Prometo portarme bien y convertirme en el mejor ejemplo de las palabras del gran Cesc Gay: “Por suerte, la gente es hipócrita. Es la base de la vida en común. Si nos estuviéramos todos diciendo lo que pensamos los unos de los otros sería un desastre. Hoy en día, con la impunidad de nuestros móviles, decimos cosas brutales. ¿Qué necesidad hay de hacernos daño? La hipocresía está infravalorada, es respeto a fin de cuentas. `Tu novia me parece fea y estúpida´. No hombre, si estás enamorado qué más da”.

Pues eso, pasaré 2016 enamoradísimo de la humanidad.

Enlaces de interés

Página de UNICEF
Una mirada a las energías renovables
Un ejemplo de energía sostenible
Por una ropa justa
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