Algunos de los más bellos lugares del mundo han sido inmortalizados por escritores que vieron en ellos el motivo de su inspiración. Son las ciudades de la literatura.

Ciudades reinventadas a través de la pluma de quienes las contemplan. Lugares que forman parte de un mundo al que solo se puede acceder a partir de los sueños y las metáforas. Las colaboraciones entre la literatura y las ciudades han sido prolíficas y abundantes a lo largo de la historia. Las mismas ciudades que se pueden contemplar en cualquier guía para turistas se transforman en mágico relato por obra y gracia de quienes un día las soñaron distintas y llenas de misterio. Adquieren entonces una nueva dimensión; son redescubiertas por la mirada de quienes las observan, las arman, las inventan como pura narración. Texto y ciudad coinciden; igual que lector y poeta: se han convertido en una misma utopía y pueden dejarse llevar por ella a través de las páginas de un libro.

Tormentas imaginarias

Las obsesiones existenciales de Frank Kafka, por un lado, y Thomas Mann, por el otro, se muestran en un lenguaje escrito plagado de imágenes visuales. La versión cinematográfica de Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971) se hace eco del sentimiento de madurez y decadencia que impregna las páginas del libro. Desde los tiempos de su poderío político, la república veneciana se había erigido en símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; y quienquiera que la visite hoy percibe aún el hálito de esa irresistible belleza letal.

No es difícil imaginar a Thomas Mann sumido en una crisis espiritual como la que presenta su personaje; Aschenbach, huyendo hacia esa especie de muerte deliciosa que está en Venecia, que es Venecia. Mann hace que por ella caminen demonios disfrazados de cantantes callejeros, efebos de tal belleza que hacen morir a los hombres de deseo y un maleducado Caronte que conduce su góndola sin licencia.

De la misma manera, la mirada de Kafka paseaba por una Praga legendaria, encantadora y misteriosa, lugar de peregrinaje de las almas bohemias, pero lo hacía sin percatarse de ese misterio, centrándose en la vida cotidiana en una capital administrativa centroeuropea. Cabe pensar que para Kafka la ciudad representaba el mundo del que deseaba huir, aquel que le rechazaba por el hecho de ser judío, que lo burocratizaba y “cosificaba”. Lo cierto es que ningún viajero sale airoso de la prueba de seducción que supone caminar por sus calles zodiacales, torturadas por los dramas de la historia, incluido el propio Kafka que confesaba sentirse “abrumado por la belleza de su ciudad natal”. No solo en la conciencia del lector, sino también en la realidad, Kafka y Praga son uña y carne. El autor absorbió todos los humores y los venenos de Praga, calando en su demonio. En El Proceso, Praga aparece velada y anónima: anónima y sin anamnesis como su protagonista, trama de esquemas de lugares, de lugares-arquetipo.

Y sin embargo, en el abstracto urdido de su trazado pueden identificarse muchos puntos reales. Así, se puede pensar que el banco donde trabaja Josef K. remite al edificio de los Seguros Generales de la Plaza de San Venceslao, donde Kafka estuvo empleado antes de ser admitido como procurador de los tribunales en el Arbeiter-Unfall-Versicherungs- Anstalt für das Königreich Böhmen. Las “calles cuesta arriba” se corresponden con las de Malá Strana, y el lugar de la ejecución coincide con la mina de Strahov. En alguna parte alguien dijo: “Praga es la ciudad más bella de Europa. La historia de Europa no se concibe sin Praga”. Kafka describió su ciudad estilizando algunos de sus trazos esenciales, utilizando una lírica en la que Praga es sustancia del alma, translúcida realidad que aparece sin ser nombrada.

Los ojos del poeta

Lisboa. Azul clara de día y azul oscura de noche, dice el fado de la que se muestra como una ciudad blanca; inspiración del poeta Fernando Pessoa que tantas veces recorrió las calles de esta romántica y decadente ciudad en busca de conocimiento y experiencia.

Los cafés, restaurantes y librerías de la Lisboa de principios del siglo XX constituyeron un espacio mágico de encuentro para poetas, escritores y toda la bohemia del momento.

El eterno poeta de alma lusitana fue un hombre profundamente enamorado de Lisboa. Su restaurante favorito fue el intacto Martinho de Arcada, en la plaza de Comercio, El Leao d’Ouro y Ferro de Eugommar tampoco han perdido sus esencias, al igual que algunas librerías de la zona vieja, donde aún se pueden encontrar primeras ediciones de algunas de sus obras. Irónico, solitario, reservado, neurasténico, enigmático y muy introvertido, Fernando Pessoa visitaba con asiduidad la Leitaria Académica (antigua casa do Carmo), el viejo y desaparecido hotel Alliance, junto a la Casa Havaneza, y el café A Brasileira, uno de los museos de la ciudad; todos ellos en el Chiado, uno de los barrios más bellos de la ciudad.

Las ciudades son sus olores y sus noches, y son sobre todo la memoria que se tiene de ellas en la lejanía. Imaginar esa hermosura truncada en las calles y los bares, saber que se vacían los teatros y las librerías trae a la memoria los versos premonitorios, como todos los buenos versos, de aquellos grandes habitantes de las ciudades creadas por ellos y que el mundo ha aprendido a llamar gracias a su inspiración hecha palabra. Si Pessoa vivía su emoción interna recorriendo las calles de Lisboa, que eran el itinerario de su propio “yo”, Borges rozaba sensaciones parecidas en su Buenos Aires natal. En el epílogo de El Hacedor, Jorge Luis Borges escribe: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo”. Él lo hizo, y con su trazo inventó una ciudad que es universalmente conocida a través de sus ojos. Buenos Aires es gracias a Borges la ciudad de todos, la ciudad donde conviven la literatura y la vida como si fueran una sola cosa, una metáfora de la ciudad, una metáfora esencial porque representa un universo real, un tiempo y un espacio que son reales. Buenos Aires es la gran metáfora de Borges en la que el espacio y el tiempo forman una red. El propio autor dijo en octubre de 1921: “En el fondo, lo visto, lo sufrido, lo imaginado y lo soñado son igualmente reales, es decir, existen”. Luego esta nueva Buenos Aires es igual de real y es recorrida de igual forma a pie que a través de la poesía. La ciudad, a partir de Borges, tiene ese momento fundacional, donde ya ha quedado atrás todo el acontecer de la constitución moral, la guerra intestina, el siglo XIX, y surge claramente esta ciudad que luego se va a transformar en nuestra Buenos Aires.

Forasteros de altura

Cuando la noche se acerca es el momento de buscar una butaca privilegiada desde donde contemplar el atardecer: la Alhambra, cambiando de color, es un espectáculo único que sería un pecado perderse. En sus muros descansan algunos de los versos más bellos inspirados, sin duda, en estos atardeceres. Alberti ya expresó en La Balada del que nunca fue a Granada la infinita pena que embarga a quien no puede descubrir todas las maravillas que alberga esta ciudad andaluza. Cuenta la leyenda que el rey Boabdil no pudo contener las lágrimas cuando fue expulsado de Granada por los Reyes Católicos. Desde la Alhambra a los jardines del Generalife, del Albaicín hasta los pueblecitos de La Alpujarra pasando por el Sacromonte, lugar recurrente en el Romancero Gitano de Lorca; Granada es la ciudad del agua y es el centro en el que el escritor norteamericano Washington Irving situó sus famosos Cuentos de la Alhambra. En ellos, Irving rememora algunas de las leyendas más conocidas de la época: la de Boabdil, la del astrólogo árabe, la de la torre de los Infantes...

La obra, editada por primera vez en 1832, fue de inmediato traducida a muchas lenguas y atrajo a Granada peregrinos de todas las latitudes. Durante su estancia en la ciudad de la Alhambra, “uno de los sueños más placenteros” de su vida, durmió entre las rojizas torres del palacio nazarita. Irving no regresó nunca a Granada, pero su recuerdo le acompañó toda su vida.

Ernest Hemingway y su novela Fiesta (The Sun Also Rises, 1926), tienen buena parte de la culpa de la internacionalización de los Sanfermines de Pamplona. Hemingway tenía sus lugares y sus momentos sagrados en la ciudad. El café Iruña, por ejemplo, donde tomaba cerveza con gambas, o la famosa Casa Marceliano, donde almorzaba ajoarriero después de cada encierro.

Pero no solo Hemingway encontró en un país extranjero el pretexto para asentar su creatividad. Un año después de editar su popular Romancero Gitano (1928), Federico García Lorca se marchó a Nueva York para estudiar inglés en la Columbia University..., o al menos eso dice la versión oficial. En realidad, se trataba de poner un inmenso océano entre él y un amor contrariado. Nació así Poeta en Nueva York, un libro cuyos versos describen la poesía oculta en los rascacielos, vagones de metro y la inmensa metrópolis, opresiva y deshumanizada a ojos del poeta. Lorca nunca vio publicado el libro, lo mataron cuatro años antes.

Descifrando el alma

Quien sí vio publicada su obra fue el autor ruso Fiódor Mijáilovich Dostoyevski; narrador excepcional de las angustias mentales y los dilemas morales del hombre moderno.

Rodión Románovich Raskólnikov, protagonista de Crimen y Castigo, paseaba su lucha psicológica por las calles de un San Petersburgo que siempre apareció en la obra de Dostoyevski como escenario en el que tienen lugar algunos de los momentos más culminantes de sus obras.

La ciudad fundida en la niebla, inmersa en una sucesión de barrios solitarios y ruidosas tabernas, parece tener sus propios pensamientos y acciones. Los mismos que empujan a los personajes de Dostoyevski a cometer sus actos, como si los problemas de la ciudad fueran un reflejo de los recovecos del alma humana. La ciudad a orillas del río Neva se muestra en toda su belleza cuando paseamos por el histórico barrio conocido popularmente como “Colomna”, que conserva el encanto antiguo del siglo XIX. O cuando miramos la casa situada en el cruce del Canal Griboedov con la calle Sredniaya Podiacheskaya, morada de la “vieja prestamista” asesinada por Rodión Románovich.

En la obra de Dostoevsky hay muy pocos paisajes, la ciudad es la protagonista y aparece situada en un plano de realidad distinto al común. La literatura se muestra como una herramienta afín con la arquitectura, porque explica un espacio imaginario a partir de uno real.

Los misterios del alma a partir del entorno social en el que brotan fueron diseccionados magistralmente por Benito Pérez Galdós. Aunque canario de nacimiento, Galdós aprendió a representar la realidad social de su época caminando incansablemente por las calles de Madrid, estudiando sus barrios y gentes, tradiciones y costumbres. Se podría decir que Galdós utiliza Madrid como sello de la verosimilitud de sus ficciones. En sus novelas, Madrid crecía a orillas del Rastro de forma desordenada, mientras hacia las afueras, en lo que hoy es el barrio de Cuatro Caminos, se violaban las ordenanzas municipales para sobrepasar con creces el recinto de la antigua muralla. En la zona que abarca de Chamberí a la calle Toledo es posible tropezar con un inmenso repertorio de personajes galdosianos. Allí encontramos a la perfecta burguesa, Jacinta, resignada a las calaveradas de su marido Juanito Santa Cruz, al que la humilde Fortunata profesa un amor casi sobrehumano.

Historias sobre lugares que encierran su propio misterio; descritas por artistas, escritores, visionarios de un espacio que ha quedado inmortalizado para siempre gracias a su mirada. La ciudad no advierte la presencia de la literatura, pero se ha hecho sin saberlo, dueña del relato.