"Cuba es tan hermosa que tapa su fealdad. En mi isla las penas se olvidan con la música y el ron. La menta, en el mojito, siempre es buena. Se baila como se baila para que el espíritu de los que vivimos en la Habana no se duerma. Dicen que el comunismo acaba con todo, mentira. El carisma de mi gente es inquebrantable. La misma miseria reconoce que nunca antes vio una sonrisa más esperanzadora que la de un cubano".

Ese era el pensamiento de Santiago, un cubano que no podía ocultar su nacionalismo, con el cual pretendía maquillar la pobreza de su país. Había nacido y crecido en La Habana y tenía muy claro que moriría ahí. No conocía más mundo que el de su imaginación, y no tenía interés en hacerlo. “En la ignorancia se es feliz, y yo vivo bien ahí”. Criticaba a los que buscaban suerte en alta mar y en silencio envidiaba no ser uno de ellos.

Compartía la misma habitación con otra familia, al igual que la comida y las penas. Algunos seguían contando la trágica historia del antes y del después del año de 1990, cuando el comunismo prometía tanto al pueblo.

-Es que el problema es que no todos somos iguales, Santiago. No me digas que te parece correcto trabajar doce horas diarias en el campo, siete días a la semana y ganar lo mismo que el que trabaja ocho horas diarias, cinco días a la semana. Eso es injusticia disfrazada de comunismo, Santiago. Antes en el trabajo nos daban vales para comer, el transporte al trabajo era gratuito e incluso nos daban entradas para ir a un cabaret de vez en cuando, ¿Pero ahora? ¿Ahora qué nos queda?

-La música. Nos queda la música y un buen puro para fumar el pasado.

Santiago caminaba todas las mañanas por el malecón de La Habana para llegar a su trabajo. Era de los pocos afortunados que trabajaba en algo que le gustaba. Dedicaba su vida a una empresa fundada en el año de 1935 por Alfonso Menéndez, “Puros de Cuba Montecristo”. Santiago pensaba que el nombre de la marca era muy romántico por estar inspirado en la obra de Alejandro Dumas y consideraba que era todo un arte la elaboración de los puros, por lo tanto se creía un artista. Le seducía el olor y el sabor y no dudaba en robar uno todos los días antes de salir. Era un gran riesgo el que corría, pero era tanta su obsesión y el gusto por ellos que lo hacía sin pensarlo dos veces.

Cerca de las cinco de la tarde regresaba al viejo malecón. Entre semana le gustaba comer sentado a la orilla, mirando al mar. Miraba pasar a su gente y al resto de los turistas que se asombraban con cualquier cosa, ya fuera la pobreza o la belleza del lugar. Se preguntaba cómo serían aquellos mundos de los que venían y, después de meditarlo, afirmaba que Cuba era mejor que cualquier otro país.

-Santiago, lo que pasa es que la cabra tira al monte, se decía a si mismo en voz alta. Después de comer siempre se quedaba con hambre, pero no le pesaba.

-El hombre no solo vive de pan -se volvía a decir-. ¿Y ahora qué sigue? El puro de las seis.

De jueves a domingo se apresuraba para llegar a las siete de la tarde al famoso Cabaret Tropicana. Trabaja como mesero ahí por una simple y sencilla razón: su nombre era Mercedes, una bailarina de la compañía. Esa mulata le arrancaba el alma cada vez que la veía bailar. Se imaginaba millones de veces saliendo con ella después del show para pasar la noche juntos, y por qué no, la vida también. Pensaba que con los 471 pesos que ganaba al mes podría hacerla feliz, tanto como ella lo hace a él sin saberlo. Mercedes, sin embargo, mantenía una distancia razonable con él por miedo a perder su trabajo. Ella sabía de los sentimientos de Santiago y prefería no alimentarlos. Solo lo buscaba al final de la noche para compartir alguna experiencia y después se marchaba.

Mercedes, al igual que otras bailarinas, a veces salía de Tropicana acompañada de algún turista dispuesto a pagar lo que fuese por un poco de carne cubana. Santiago se retorcía del coraje mientras la veía marchar. De Mercedes aprendió que los sueños fueron creados para volverse realidad y las fantasías para perderse en una nube de humo. Ella fue su mayor fantasía por cinco años consecutivos, y aunque estaba destinada a perderse en una nube de humo, todas las noches la esperaba a que volviera para acompañarla a casa.

-Santiago, ¿sigues aquí? ¡Ya es tarde! -decía un poco apenada por intentar ocultar un secreto a voces. Él sonreía para intentar disimular el disgusto que le provocaba el olor de aquel turista en su piel.

-¿Quieres que te acompañe como siempre a casa, Mercedes?- En la pregunta vivía la esperanza de un “sí”.

-Gracias, Santiago. ¡Oye, es viernes! Antes de irnos, ¿te gustaría hacer algo?

-Sí, fumarme el puro de las seis.