A Enrique Sánchez Elvira.

La casa donde vivió Horacio Quiroga gran parte de su vida, y escribió muchas de sus mejores y más celebradas ficciones, está a un kilómetro de las ruinas de San Ignacio Miní, una pequeña reducción colonial que levantaron tres mil indios guaraniés, al mando de cuatro viajeros jesuitas, en medio de la selva de la provincia de Misiones, al norte de la Argentina. Los demonios que tuvieron que enfrentar los misioneros en su expedición evangelizadora no fueron pocos: la llanura selvática invadida de toda clase de animales y de insectos, el calor tropical que durante el verano alcanza temperaturas infernales y el aislamiento de todo lo que ellos entendían por civilización. Aún así, fueron capaces de edificar una ciudad hecha a imagen y semejanza de sus casas señoriales y sus catedrales, que se mantuvo activa hasta la expulsión de los jesuitas en 1767.

Muy pocos escritores tuvieron vidas tan atormentadas y supieron explotarlas tanto y tan bien como lo hizo Quiroga. La primera vez que huyó de sus demonios tenía dieciséis años. Su padrastro, Asensio Barcos, se suicida con una escopeta, en su presencia. El adolescente Quiroga tiene que refugiarse en la soledad de los libros para exorcizar así al demonio de la muerte. Acaso sea en este período cuando se despierta en el escritor la convicción que encabezaría más tarde su Decálogo del perfecto cuentista:

“Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo”.

Siguiendo la tradición modernista, una vez terminados sus estudios, Quiroga se embarca en la primera clase del trasatlántico Cittá di Torino, rumbo a Génova, para después llegar a París. El viaje desde las costas montevideanas y su estancia en la que entonces era todavía la Ciudad Luz están recogidos en su desgarrador Diario de viaje a París. Los capítulos del diario relatan el proceso de decadencia que sufre el joven Quiroga durante su estancia parisina. Como siempre ocurrirá en su vida, un período de aparente calma, como las aguas ambarinas del río Paraná, que el uruguayo tantas veces evocó, se verá eclipsado por la violenta irrupción de un demonio. El joven aspirante a escritor, que llevaba toda la esperanza del artista que se siente destinado a la gloria, tiene que regresar al Uruguay, después de haber vivido en París su mayor crisis de soledad, fracasado, humillado, y sin dinero.

A principios de 1902, cuando Quiroga tiene veinticuatro años, reaparece en su vida el fantasma de la muerte al dispararse accidentalmente sobre Federico Ferrando, su mejor amigo, una winchester cargada que este estaba examinando. Quiroga tiene que huir de su Uruguay natal para refugiarse en la Argentina, país que en adelante se convertirá en su asidero espiritual.

Una vez instalado en Buenos Aires, el uruguayo recibe una invitación de Leopoldo Lugones, quien, junto con un grupo de exploradores, se propone redescubrir las míticas ruinas de San Ignacio Miní. Quiroga acompañaría al grupo como fotógrafo. La belleza salvaje de la selva a orillas del Paraná, la sensualidad mística de las ruinas jesuíticas y la posibilidad de una vida apartada de la vulgaridad del mundo de los hombres debieron ejercer una poderosa atracción sobre el escritor. A tal punto que decide dejarlo todo, construir (con sus propias manos) una casa e instalarse definitivamente en Misiones. ¿Pero por qué la región atrajo tanto a Quiroga? Quizá la respuesta se encuentre en una reflexión que hace Juan Brown, enigmático personaje que aparece en varios relatos de su estupendo Los desterrados:

“La vida más desprovista de interés al norte de Posadas (Misiones) encierra dos o tres pequeñas epopeyas de trabajo o de carácter, si no de sangre. Pues bien se comprende que no son tímidos gatitos de civilización los tipos que del primer chapuzón o en el reflejo final de sus vidas han ido a encallar allá”.

Aquí empieza la segunda parte de la atormentada vida de Quiroga, que nada tiene que ver con la del dandy uruguayo de su primera juventud. Después de adoptar la nacionalidad argentina, se instala en la selva junto con su primera mujer, Ana María Cires, que solo tenía dieciséis años cuando Quiroga –de treinta- la conoció. Mientras el escritor se dedica a la plantación de algodón, la exploración de la selva y el vicio de la escritura, su mujer, para quien San Ignacio es un infierno tropical, se suicida con una dosis de cianuro. Después del episodio, Quiroga, que desde hace tiempo sabe que la única forma de exorcizar un demonio es enfrentándolo, se vuelca nuevamente en sus relatos. La experiencia de haber perdido a su mujer, y de su vida solo, con sus dos hijos pequeños, está recogida en El desierto.

Hacer la ruta que lleva hasta la casa de Quiroga es como ser parte de una de sus ficciones. Desde la reducción de San Ignacio Miní se debe atravesar un largo camino de tierra polvoriento que está rodeado de vegetación silvestre, esperando que no salga de algún matorral una víbora como la que atacó al barquero de A la deriva. La humedad de la zona hace que el calor de diciembre se vuelva todavía más insoportable. En medio de la caminata, uno entiende por qué sus mujeres prefirieron el divorcio o el suicidio antes que la vida en la selva. En realidad, el escritor vivió en dos casas que están a unos pasos la una de la otra. La primera fue la que construyó con sus propias manos cuando se trasladó por primera vez a la región con Ana María Cires. Es una casa rústica de madera. La segunda es de concreto y está mucho mejor elaborada, con tres ambientes modestos y una piscina pequeña que Quiroga mandó a construir para su segunda esposa, María Elena Bravo, que tenía diecinueve años cuando lo conoció. En esta casa se conservan todavía muchos de los objetos con los que trabajó el escritor durante toda su vida: una máquina de escribir, un escritorio, una bicicleta, algunos muebles, unas pocas herramientas, etc.

Así como sus tempranas lecturas (sobre todo de Poe y de Kipling), sus dramas personales y sus demonios privados, matizaron su estilo, la vida en la selva afinó su óptica, y le dio a su prosa un tono inconfundible, único. En su obra, como en la de Hemingway, Gide o Vargas Llosa, las experiencias vitales son fundamentales para la composición de los personajes y las tensiones dramáticas. La musicalidad coral y la violenta plasticidad de las atmósferas, la vitalidad esencial y la extravagante decadencia de sus personajes, quienes poseen una conciencia absoluta sobre la vida y la muerte, son algunas de las marcas que caracterizan su poética. Son muchos los escritores que tienen una deuda con su estilo. Pese a la sentencia de Borges, quien dijo de Quiroga que “escribió los cuentos que ya había escrito mejor Kipling”, tanto el escritor de Ficciones como el Julio Cortázar de La noche boca arriba , le deben mucho al maestro uruguayo.

Quiroga era un escritor que creía en los procedimientos. No solamente redactó un Decálogo del perfecto cuentista, sino que también escribió una serie de reflexiones sobre el arte de la escritura, recogidos en Los “trucs” del perfecto cuentista, que todo escritor en ciernes debería leer. También practicó la escritura breve. Sus Cuentos de locura de amor y de muerte son apenas una selección de cien relatos que ocupaban en muchos casos, solamente una página en la revista cultural modernista Caras y Caretas.

Si hay algo que se mantuvo con firmeza a lo largo de la vida de Horacio Quiroga fue su inalterable convicción en el poder liberador de las ficciones, de las que se valió para darle forma a los demonios que lo acosaron desde siempre, y que no lo abandonarían sino hasta cuando decidió quitarse la vida en febrero de 1937. No podía ser de otra forma.