Tradicionalmente el verano ha sido siempre sinónimo de asueto, de luz, de descubrimientos, reencuentros y aventuras. De recuerdos de infancia en tardes sin fin.

Uno de los mayores genios literarios de todos los tiempos, León Tolstoi, afirmó que “la felicidad consiste en vivir cada día como si fuera el primer día de tu luna de miel y el último día de tus vacaciones”. Una vez más, mostraba su gran conocimiento del ser humano. La alegría, el amor y el asueto como pilares fundamentales en el recorrido vital, como generadores de experiencias.

Es relativamente temprano el concepto “irse de vacaciones” o “veranear”, ya que hasta mediado el siglo XX con el gran desarrollo económico tras la 2ª Guerra Mundial, las familias trabajadoras realmente no podían permitirse el lujo de disponer no solo del dinero para costearse unas fantásticas vacaciones –quizá en su pueblo natal, cerca de la familia original y lejos del agobio urbanita– sino de un lujo aún mayor: disponer de tiempo para sí, para disfrutar de la naturaleza y de la gente cercana, para conocer nuevos lugares. Hasta entonces esto era un privilegio exclusivo de multimillonarios distantes, que aparecían como en un cuento en revistas sofisticadas y viajaban a lugares exóticos. La llamada jet set. Pocos afortunados que increíblemente pasaban buena parte del año de un lugar al otro del orbe terrestre en busca de experiencias: conocer culturas nuevas, disfrutar de playas exóticas…

De repente, con el boom yuppie en los 80 y la seguridad económica de los 90, la clase media trabajadora empezó a plantearse que “las vacaciones de verano” eran casi una obligación. Al principio, porque apreciaron rápido la satisfacción que produce, por un breve espacio de tiempo, salir de tu rutina habitual, abrirte al descanso y también –por qué no- a nuevas experiencias enriquecedoras fuera del ámbito exclusivamente laboral.

Con el inicio del siglo XXI, esto llegó a convertirse en una auténtica obsesión, en una especie de competición sin fin por ser el más sofisticado de la oficina y haber llegado a conocer el último resort más glamouroso de Seychelles. Aunque ni siquiera se supiera colocar Seychelles en el mapa.

Entre una de las cosas positivas que ha traído la “Gran Recesión” desde 2007, está la visión mucho más certera y crítica de la realidad, indicándonos con precisión qué es lo verdaderamente importante. Back to the basics, o vuelta a lo esencial, que dirían los anglosajones. En este retorno, nos hemos dado cuenta de la gran importancia de este tiempo de ocio, de todo lo que nos aporta.

Más allá de salir de la rutina estresante, compleja y exigente en la que vivimos con horarios imposibles y responsabilidades sin fin, este tiempo nos permite reencontrarnos a solas con nosotros mismos, sin justificaciones ni excusas. Nos ayuda a hacer balance, revisar objetivos en el recorrido vital y también a tomar fuerzas para volver con energía al quehacer diario. De ahí su importancia.

Es curioso como cada año en el mes de septiembre salen encuestas que afirman el impacto de las vacaciones por ejemplo en las rupturas sentimentales o incluso en el ánimo, con el llamado “síndrome post-vacacional”. Quizá esto se deba a que nos hemos olvidado del verdadero significado del verano y lo que nos aporta. Puede que estemos tan inmersos en la cotidianidad material que no sepamos ni siquiera construir un tiempo valioso, de recuerdos y vivencias, con aquellos que nos importan. O incluso, puede que ese tiempo nos hable de lo que estamos haciendo mal y por eso tengamos pánico a volver a la rutina.

En cualquier caso, como afirmó el gran Scott Fitzgerald en palabras del protagonista de El Gran Gatsby, “tuve la convicción de que la vida empezaba de nuevo con el verano”.

Hagamos que ese comienzo sea luminoso y prometedor, como la propia estación.