Hay un nuevo tipo de consumo: el del alma. Donde antes la introspección podía implicar silencio, contradicción y ruptura, hoy se empaqueta como un contenido amable, curado, en alta definición. La espiritualidad contemporánea ya no se reza ni se habita: se postea.
No se trata de negar su utilidad. El asunto es otro: preguntarnos por qué ahora. Por qué así. Por qué con tanta urgencia estética. Tal vez no estamos buscando conocernos. Tal vez solo buscamos resistir sin quebrarnos del todo. O quebrarnos bonito.
Lo espiritual se transformó en performance. Dejó de ser experiencia para volverse lenguaje. Repite códigos, tonos, filtros. Produce confort. Es útil. Y ahí está el problema: toda herramienta eficaz impone un molde. Todo molde deja afuera algo.
Los discursos del bienestar emocional están organizados en torno a una semántica higiénica. Si sufrís, es porque no “manifestás bien”. Si estás solo, es porque tenés algo no resuelto con tu niño interior. Si no progresás, es porque bloqueaste tu energía. Todo se vuelve una cuestión de alineación. El trasfondo estructural, político o incluso histórico queda neutralizado.
En La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han lo expone con claridad: vivimos en una era donde el sujeto neoliberal se explota a sí mismo bajo la ilusión de libertad. La espiritualidad entra entonces como suplemento funcional: no para cuestionar, sino para sostener. No como fisura, sino como parche. Esto no es nuevo.
Desde estudios culturales (Stuart Hall, “Cultural Identity and Diaspora”, 1990), se señala que toda construcción de identidad contemporánea se da dentro del marco del capitalismo tardío, donde incluso lo intangible se vuelve mercancía. En este sentido, la espiritualidad no escapa a las lógicas del mercado: se estetiza, se segmenta, se vende.
¿Pero qué pasa cuando la espiritualidad deja de ser una búsqueda y se vuelve un imperativo? ¿Qué tipo de humanidad estamos cultivando si lo oscuro debe ser integrado pero lo incómodo, lo no funcional debe ser silenciado con afirmaciones en positivo?
No todo lo que duele es síntoma. No todo lo que calma es cura.
Aunque tampoco hace falta exponer esto desde el cinismo, sino desde la sospecha lúcida. Porque una espiritualidad que no incomoda, que no pone en jaque la propia narrativa del yo, no es espiritualidad: es entretenimiento emocional.
Tampoco se trata de abolir lo espiritual, sino de imaginar otra cosa. Una espiritualidad que no se maquille con frases dulces. Que no se administre en talleres de fin de semana. Que no se rinda a la lógica del resultado. Que no necesite ser contada. Que no busque seguidores.
Quizás no estamos conociéndonos. Puede que estemos construyendo lenguajes para navegar una subjetividad moldeada por imperativos de autocontrol y optimización constante. Lenguajes para seguir funcionales, sin estallar. Lenguajes para sobrevivir en medio del ruido.
Sanar se volvió obedecer, callar, adaptarse, sonreír. Y lo incómodo no se sana. Se habita.
Y en esa incomodidad está lo verdaderamente político. Porque la exigencia de producir una versión coherente y consumible de uno mismo no es una elección personal, sino una forma de sujeción. Ya no basta con ser: hay que parecer que se es. Hay que relatarlo, editarlo, compartirlo. Cada emoción, cada caída, cada pequeño desajuste debe estar integrado al storytelling del yo consciente, resiliente y “trabajado”.
La subjetividad se vuelve branding emocional. El yo se convierte en contenido. Y el silencio, que antes era territorio fértil de lo espiritual, ahora se experimenta como déficit narrativo.
¿Dónde queda entonces el derecho a no decir nada? A no sanar todavía. A no entender. A no tener un propósito. ¿Dónde se aloja la confusión? ¿Dónde se valida el sinsentido? Si toda experiencia debe ser traducida en positividad, lo humano queda colonizado por el algoritmo de lo aceptable.
Lo que alguna vez fue experiencia interna, abierta, contradictoria y no lineal, se organiza hoy en categorías exportables. Herida, sombra, patrón, abundancia. Vocabulario de una espiritualidad tutorializada, eficaz, aplicable. Como si la vida fuera un sistema operativo a depurar. Como si no hubiera pérdida, fracaso, o misterio que merezca ser sostenido sin explicación.
Lo doloroso no se erradica por decreto. Lo espiritual no siempre sana. A veces solo sostiene. A veces ni eso. Pero sigue siendo un lenguaje posible para no perderse del todo.
Y sin embargo, a pesar de la maquinaria, persiste un deseo. No el de iluminarse ni el de desbloquearse, sino el de comprender. De no callar lo que no encaja. De dejar que algo arda sin necesidad de apagarlo con una frase hecha.
No se trata de negar lo espiritual, sino de evitar que se vuelva un disfraz. De restituirle su capacidad de desorden, su incomodidad vital. Una espiritualidad sin promesa de éxito. Sin recompensa. Sin final feliz.
Porque quizá la verdadera transformación no se da en el mantra, ni en la meditación grabada con voz suave y cuenco tibetano, sino en la pregunta que resiste respuesta. En el temblor que no se corrige. En la palabra que no se alcanza a decir.
Una espiritualidad que no necesite curar. Que solo acompañe. Una espiritualidad que no resuelva. Que incomode.
Una espiritualidad que no prometa. Que escuche.
Una espiritualidad que no se consuma. Que se arriesgue.