Los locutorios, hoy día prácticamente en extinción gracias a internet y a la masificación de los teléfonos móviles, fueron un aliado incondicional de cualquier inmigrante a finales del siglo pasado y comienzos de este. La instantaneidad y el abaratamiento de costos han jugado un papel fundamental en su desplazamiento en favor de otros sistemas de comunicación y en la actualidad, si bien es posible hallarlos perdidos en algún lugar muy turístico o en una zona de mucha afluencia migratoria, pasan desapercibidos para la mayoría de los transeúntes o al menos no generan ese sentimiento de curiosidad o nostalgia que sí provocan, por ejemplo, las viejas cabinas telefónicas que aún quedan desparramadas en las calles de algunas ciudades. Una hipótesis es que los locutorios están estrechamente vinculados con la inmigración y no necesariamente a la totalidad de personas que habitan una ciudad, de ahí la mayor indiferencia hacia ellos. O quizá porque hasta en el imaginario de los propios inmigrantes han quedado asociados exclusivamente al recuerdo de los primeros tiempos en el nuevo lugar, los más duros por lo general, y no necesitar ir más a ellos puede ser considerado como una pequeña victoria personal: la satisfacción del progreso.

Año 2007, Madrid. Postal de domingo por la tarde volviendo al piso compartido después de alguna caminata vespertina, en esas horas en las que uno quiere que el reloj retroceda o avance lo más rápido posible, pero que de ninguna manera se quede estancado allí, en lo que es sin duda un momento de la semana horrendo.

Precisamente en ese lapso, cuando al inmigrante lo colmaban los recuerdos y las ganas de encontrar una oreja familiar a la que descargarle todo y absolutamente todo, el empresario del rubro del locutorio empezaba a frotarse las manos y a celebrar las ganancias que le otorgaba el prime time de las llamadas.

Bastaba con concurrir asiduamente al mismo lugar para sentirse parte de un club social. Afuera, si la calle lo permitía, los nenes esperaban a los padres pateando una pelota o jugando con alguna consola portátil. Los diálogos se repetían al margen de los actores de turno. El hombre adulto que hablaba con algún familiar y le afirmaba que pronto recibiría el dinero enviado unos días atrás, la madre que mientras lidiaba con su bebé en brazos le decía a algún otro hijo no expatriado que no dejase las tareas del colegio para último momento. Tampoco faltaban los que se prometían amor eterno y se entusiasmaban con la posibilidad de un rencuentro en un tiempo no muy lejano. Y por supuesto los que preferían comunicarse a través de la computadora, maximizando y minimizando alternativamente ventanas de Messenger y pornografía.

En 2015 la posibilidad de contactarse con los seres queridos, insisto, está al alcance de la mano como nunca antes. Cambió no solo la manera en la que se accede a los distintos canales de comunicación sino la forma en la que se transmite el relato. Si hasta hace unos años las novedades del día a día se iban acumulando hasta soltarse todas juntas en esa llamada esperada, hoy lo que cuesta, por muy paradójico que suene, es tener alguna novedad, algo nuevo para decir que no se haya dicho tan solo apenas cinco o diez minutos antes.

Ninguna vida, me atrevo a decir, puede ser tan interesante o cambiante como para generar una corriente de información textual o visual tan fluida y digna de compartir como la que observamos en esta época. Sucede, sin embargo. Los menos duchos en el arte de la palabra se refugian en la comodidad del emoticono; los perezosos, en la cultura del reenvío; otros se adhieren tal vez sin saberlo al posmodernismo: rescriben una y otra vez algún clásico o sus propios hits (sin la maestría de Pierre Menard, eso también hay que decirlo). Hasta el correo electrónico exigía un mínimo de elaboración, aun sin la complejidad formal de la arcaica correspondencia epistolar. Se envía y se recibe mucho, pero se dice muy poco. Y ahora, precisamente, ya nadie quiere hablar un domingo por la tarde. Su aire de solemne superioridad permanece inalterable y nos recuerda lo vulnerables, lo mínimos que somos. Acaso ya es hora de que se lo agradezcamos.