Comparto con los lectores un hecho que me ocurrió hace poco más de un mes, dentro de uno de esos charity shops que tanto abundan por el Reino Unido. Son sitios que reciben donaciones de todo tipo, desde ropa hasta libros y películas, pasando por videojuegos o artículos de decoración de lo más variopintos, que posteriormente se ponen al alcance del público por un precio muy módico. Lo recaudado se destina a lo que cada organización en particular tenga como finalidad, puede ser la investigación de alguna enfermedad o la ayuda a los sectores más desprotegidos de la sociedad, en el intento de promover la igualdad, la integración o el acceso a las mismas oportunidades.

Siempre me gusta demorarme algunos minutos en este tipo de tiendas. En ellas he podido adquirir muy buenos libros de literatura inglesa, por ejemplo, que cada tanto aparecen perdidos entre viejos best sellers y biografías de personajes de actualidad (término deíctico este último que, gracias a su permanente renovación, le permite al género disponer de una vastísima cantidad de títulos, casi comparable a la de cualquier otro género histórico de la industria editorial).

Ese día, mientras hojeaba una edición de Penguin de Lucky Jim, escuché una voz que me resultó demasiado familiar. Tardé unos segundos en reaccionar porque estaba entretenido con el libro, pero en cuanto me di vuelta lo reconocí. Parado frente a la caja, alto, calvo y canoso, estaba Mick Jones con unos vinilos que, evidentemente, acababa de encontrar allí. Lo reconocí por los ojos y la sonrisa. Pagó y se marchó. Sospecho que nadie en el lugar advirtió quién era, mucho menos el cajero. Cabía la posibilidad de que sea un cliente habitual y que por tanto su presencia allí ya no sea motivo de asombro. Pero esa hipótesis tenía poco peso dada la alta rotación de empleados y voluntarios que trabajan/colaboran en estas fundaciones.

Soy fanático de The Clash desde la adolescencia y tímido desde que nací. Por supuesto que ni me aventuré a abrir la boca. He gastado la cinta del cassette TDK donde tenía grabado el primer disco del grupo, y pasé tardes enteras intentando tocar la guitarra sobre él. Que todo haya sucedido en menos de un minuto no es excusa. Otra persona, otro fanático, digamos, hubiese dicho algo, una previsible obviedad, o le hubiese pedido la ya clásica selfie, o lo hubiese perseguido por la calle. Yo, nada. Mis amigos de siempre reclamaron la prueba fotográfica, como era de esperar. Compartí mi experiencia con algunos nativos y me hablaron del término starstruck. Algo así como el nerviosismo que surge por estar frente a la persona idolatrada, que imposibilita cualquier tipo de interacción verbal. Cerca, aunque no del todo cierto en mi caso.

Una pátina de apatía cubre el recuerdo de la mayoría de mis encuentros previos con personas famosas. En los albores de la Argentina menemista, por ejemplo, mi papá me dijo: “Mirá, ahí está Pereyra. Andá a saludarlo”. Eduardo Pereyra, sobrio arquero uruguayo, campeón con Independiente en la temporada 1988/89, es especialmente recordado por el uso incondicional de pantalones largos. Sin importar la estación del año o la hora en la que se jugase el partido, el tipo se paraba debajo de los tres palos con su pelo largo, su bigote y sus pantalones largos.

El hecho es que yo, que aún no había cumplido ocho años, me acerqué y le dije algo así como “Mirá, Pereyra”, y acto seguido me levanté el buzo para que vea que debajo tenía la camiseta del Rojo (con Mita de sponsor). Él me acarició la cabeza y me dijo algo así como “Vamo’ lo’ Rojo’”, y enseguida se dio vuelta para hablar con la persona que estaba detrás de la barra. Sin duda estaba más pendiente de que la empleada le entregara la parrillada en el punto en el que la había pedido (estábamos en un bufet de una isla del Tigre) que de algún improbable comentario mío sobre sus últimas actuaciones.

Ni a mi papá ni a mí se nos ocurrió pedirle una foto a Pereyra. En esa época se estilaba el autógrafo, pero tampoco lo solicitamos. Me volví a donde estaba mi viejo o salí lo más rápido que pude del lugar, no lo recuerdo con precisión. Sí estoy seguro de que en el picado de aquella tarde yo quise ir al arco y ser Pereyra.

A Jones no le hubiese mostrado la camiseta de The Clash, de haberla tenido debajo de mis numerosos abrigos. La impunidad que otorga la niñez es intolerable pasados los treinta años. Como también lo es la palmadita en la cabeza.

Salí del negocio poco después que él pero ya me fue imposible divisarlo entre la gente que se amontonaba alrededor de los puestos de Portobello Road. Mientras me dirigía hacia el sitio que sí requería mi presencia en ese barrio sentí que el optimismo, casi como un efecto involuntario pero directo de ese breve encuentro, afloraba nuevamente en mi estado de ánimo. Quise terminar rápido con mis diligencias allí y volver a escuchar sus canciones. Por supuesto que no jugué a ser Jones durante el resto de la tarde, pero su mera cercanía revivió en mí algunos pensamientos que desde hacía rato no deambulaban por mi cabeza. Esas corrientes de positividad, llenas de energía creativa, que al igual que ayer me impulsan a seguir intentando superar mis propias luchas y limitaciones y que, en definitiva, resultan más valiosas para mí que el puñado de likes, retweets o corazoncitos que hubiese logrado cosechar por compartir una foto con él.