La trayectoria de Alejandro Amenábar ha sido la propia de una carrera jalonada de éxitos. Tesis, su ópera prima, captó la atención del público y de la crítica, obteniendo siete premios Goya por parte de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. A partir de ese triunfo, el resto de sus producciones ha cosechado galardones y reconocimientos más que merecidos.
Además de dirigir sus propias películas, Amenábar es guionista y compositor de las mismas, destacando siempre la calidad y el cuidado que pone en todo aquello que hace. Baste recordar títulos como Mar adentro, Los otros o Ágora para comprobar el aura que rodea el trabajo de este artista de fama internacional. Sin embargo, y a pesar de este formidable recorrido, la suerte o el talento no parecen haberle sonreído en la realización de su última obra: El cautivo.
La vida de Miguel de Cervantes, apasionante desde cualquier punto de vista, ha sido objeto, en el caso de la producción realizada por Amenábar, de una revisión cuyo contenido no se ajusta en modo alguno a la realidad de su existencia. A partir de indicios y conjeturas más que dudosas, nuestro realizador se ha permitido la licencia de proyectar en la figura del escritor una fantasía que más tiene que ver con su ansia de reconocimiento y aceptación que con la verdad más luminosa y profunda del creador del Quijote. Y mucho me temo que esa proyección estaría muy bien si la misma obedeciera, exclusivamente, a un afán exploratorio de la propia identidad no tanto en la persona como en la obra de Cervantes; es decir, en el mundo descrito durante su cautiverio en Argel.
Pero no es el caso. No es el caso desde el momento en que se nos quiere hacer comulgar con ruedas de molino. Entre otras cosas para decirnos que el film producido tiene, como principal objetivo, el de constatar el grado de homofobia latente o manifiesto en la sociedad española. Lo cual, entre otras cosas, supone ignorar la ciencia de la estadística o estudio sociológico en beneficio de una quimera carente de basamento.
Cuanto de verdad importa en la vida de Miguel de Cervantes tiene que ver, ante todo, con su obra. Es su obra, así como el contexto histórico en que la misma tuvo lugar, la que ha de ser motivo de estudio y admiración. De su vida íntima, sexual, podrán hacerse cuantas proyecciones se deseen… Cuantas proyecciones se deseen, claro está, a condición de advertir que las mismas son el resultado de la dificultad de aceptarse como uno es, en la exacta diferencia que la sociedad actual no acaba de admitir, por mucho que nos digan que ya no hay ningún problema. Porque el problema de la diferencia, sobre todo si es de naturaleza sexual, sigue dando síntomas en el conjunto de una sociedad que, por muy moderna que sea, no consigue asumirla, y, menos aún, digerirla.
En otras palabras: no por afirmar que Cervantes, Shakespeare, Cristóbal Colón, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz o Miguel de Molinos fueron homosexuales —por citar otros nombres, sobre los cuales, ya puestos, se podrían echar toda suerte de cábalas—, la cuestión de la propia aceptación se resuelve al desplazarla a personajes de gran relieve histórico, intelectual y moral. Porque el problema es, en primer lugar, de uno mismo; de uno mismo en la medida en que no consigue reconocer y aceptar su diferencia ante el mundo. Porque de nada sirve cambiar el mundo si en el fondo de uno mismo no se ha operado la transformación que asuma la verdad de la propia condición.
Es en este sentido en el que puede contemplarse esa transferencia que, a ojos vista, efectúa Alejandro Amenábar en la persona de Cervantes. ¿Con qué propósito? Con el de investir a figuras de gran relieve histórico con los atributos de la propia elección sexual y cuya realidad ha sido negada, perseguida y aun aherrojada por la mayoría de la sociedad de su propio seno para escarnecer a quien no puede sino vivir su propia opción con un oscuro sentimiento de culpa.
Es verdad que las penosas circunstancias en que vivió su encierro, más alguna que otra calumnia o intriga por parte de contemporáneos de Cervantes, le permiten al director de este film ofrecernos un guion errático y mal desarrollado. Si bien la primera parte de su película resulta prometedora, con un Cervantes que, al tomar conciencia de su exacta situación, trata de aligerar su condena y la de sus compatriotas mediante el relato de toda clase de cuentos que aligeren por un instante el agobio en que viven todos ellos… la segunda parte, aquella en que irrumpe el Bajá de Argel con el perfil propio de un amo déspota y cruel, cultivado e inteligente —mas privado de cualquier sentimiento piadoso— y bujarrón empedernido en los recintos más retirados de su magnífico palacio, resulta, si no grotesca, sí del todo inverosímil.
¿Quién puede suscribir la trama que se despliega en el hammam sin troncharse de la risa? En ella, un Cervantes resignado y deferente descubre los encantos de su homosexualidad reprimida, la cual, gracias a la atmósfera sensual y libertina que transmite la magia del lugar, facilita el encuentro entre el Bajá y él mismo, un soldado valiente y generoso, narrador dotado de energía y talento, escritor en ciernes, y que está dispuesto, al precio que sea, a obtener su libertad para que algún día sus paisanos puedan leer todo cuanto necesita contar; y que esa, esa sola, es la única razón por la que renuncia al «amor» de su señor y príncipe.
Ni siquiera Corín Tellado lo haría mejor.
Restringir la complejidad de una vida tan exagerada como fue la de Miguel de Cervantes a la imagen estrecha e impropia de un recluso capaz de abandonar sus más íntimas convicciones por el «amor» de un autócrata, tan refinado como feroz y desalmado, equivale a confundir el placer de la libre elección con el goce propio de un tirano. Nada equiparable. Significa dejar a nuestro más insigne escritor encerrado en una doble reclusión: la que sufrió en Argel y la que experimenta ahora al confinarlo en los estrechos límites de una imagen reductiva, lineal y nada lógica.
José Aparicio (1770–1838). "Rescate de cautivos en tiempos de Carlos III" (boceto). Representa el rescate de un amplio grupo de cautivos en Argel en 1768 durante el reinado de Carlos III de España. 1813, óleo sobre lienzo. Museo del Prado, Madrid, España.
Que Miguel de Cervantes asombrara al Bajá con su exquisita cultura y dotes narrativas, así como por su conversación placentera y profunda, es cosa que muy probablemente sucediera durante la cruda etapa de su cautiverio. Pero que frecuentara el palacio del príncipe no entraña la obligación de visitar regularmente su lecho. Eso es cosa de nuestro realizador. Una fantasía proyectiva. Menos creíble aún resulta ese papel de Cervantes, ante «su señor», de inventar cada día historias que alivien el aburrimiento del sátrapa, cual Sherezade constreñida por el peso de la pena capital en caso de que sus relatos fueran decepcionantes. Un recurso muy manido en el marco oriental de un Argel en manos de piratas berberiscos.
Una falta de imaginación que dice poco en beneficio de nuestro director cinematográfico. Más le hubiera valido atenerse a lo que sí se sabe acerca de su estancia en Argel y darnos las imágenes de una vida real, recreada con agudeza e ingenio, en lugar de este ensueño infantil, que más parece regresión ilusoria que exploración veraz y minuciosa.
Parafraseando el romance, de autor anónimo, que recrea el diálogo entre Juan II de Castilla y el moro Abenámar e interpolando el nombre de nuestro director al original del texto, podríamos decir con los versos del poema:
¡Amenábar, Amenábar,
moro de la morería,
el día que tú naciste
grandes señales había!
Confiemos en que esas señales le sean propicias a nuestro director en sus futuros proyectos. Su itinerario artístico y personal bien lo vale. Un error de apreciación, como estimamos algunos con relación a esta malograda empresa de El cautivo, no invalida una carrera fulgurante como la descrita por el conjunto de su obra. Otra vez será.















