Victor no es Victoria
Acabo de ver Frankenstein (2025) de Guillermo Del Toro. ¿Titánica? No. Muy verde, como diría Lorca en su Romance sonámbulo del siglo pasado, pero también harto roja. La vi con mi pareja en una tarde de ocio dominguero. Quizás en el mismo espíritu de “nada-que-hacer” me hizo pensar cosas.
El argumento de la película rebasa el debate sobre quién es el monstruo. Lo deja muy claro: el monstruo es aquel que da vida no querida, no pedida. O, más bien, life unwanted, como lo enuncia La creatura, representada por el deliciosísimo Jacob Elordi con el rostro desfigurado.
Victor Frankenstein, que en la tradición de Mary Shelley es el médico ávido de poder que busca suprimir la muerte, decide que quiere jugar a ser Dios y crear algo. ¿Qué? Algo que supere ese límite inevitable. Pero algo que no es vida: los hombres no pueden crearla. No, realmente. Victor no es Victoria. Tal vez Freud se equivocó, y son ellos quienes tienen envidia del útero.
El delirio de creación del Dr. Frankenstein comienza antes de volverse docto en la vida, como supuestamente lo sería cualquier médico, incluso en el siglo XIX (incluso un hombre). Y se dispara con un quiebre, justamente, de vida: tras la muerte de su madre —siempre vestida de rojo— durante el parto, Víctor toma la decisión de vencer a la muerte. Incluso sueña con su Ángel de la Guarda que, vestido en llamas, se le presenta con lo que parece una promesa: “Vencerás”. Pero Víctor no es Victoria.
Aun así, para Del Toro, el rojo es una premonición. Una que recuerda a The Masque of Red Death (1842) de Edgar Allan Poe, escrita alrededor del tiempo en el que la película está situada. El rojo con el que reviste a sus personajes —en sangre, en tela— anuncia también su propia mortalidad. Por eso es premonición y sentencia, porque señala la sangre que derramaremos al fin de nuestros días. Tal vez, también implique libertad.
Llama fría
¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento
en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma
el corazón inmóvil como la llama fría?(Nocturno muerto [l. 9-11], de Xavier Villaurrutia)
Ya lo decíamos: La creatura es representada por el deliciosísimo y calientísimo Jacob Elordi. Es chistoso ver cómo, a pesar de ser un actor joven, está parchado de pedazos de carne humana putrefacta: carne nueva en decadencia. En la secuencia en la que el Dr. Frankenstein empieza a recopilar los materiales que necesita para crearle, parece que cambia de oficio: de científico, se vuelve carnicero.
El científico-carnicero hace una sombra de creador en la que se pasea por campos de batalla extinguidos, mercados y asesinatos públicos, en los que evalúa los pedazos de carne que serán más propicios para ese Algo (ahora con mayúscula) que quiere crear. Como buen carnicero —finalmente, Frankenstein es cirujano—, conoce los rincones y recovecos del cuerpo humano: sabe en dónde buscar.
Aunque las imágenes rayan francamente la histeria, los emplazamientos de cámara son suaves, casi meditativos, como si el observador no se involucrase en la acción: así como se observan ahorcamientos en serie, también se observa cómo Victor-no-Victoria ensambla los pedazos de su creación, juega con el entramado de los músculos y adivina el trazo del sistema linfático. Para Del Toro, somos testigos de ese intento de suspensión de muerte. Su Frankenstein es casi fúnebre.
El corazón de algún pobre muerto recupera el latido tras una noche de tormenta eléctrica. Ya no es un “corazón inmóvil como la llama fría”, como lo describe el poeta mexicano Xavier Villaurrutia en su Nocturno muerto (1950). Es más como un corazón móvil de llama fría. Increíble que me la pase citando hombres para hablar de vida. Me disculpo, gran madre Shelley. Merecía usted más de mí. Pero Guillermo es hombre también: refirámonos a ellos en sus términos.
Tras el látigo de un rayo, la llama fría se volvió a encender y los ojos negros, bien negros, de Jacob Elordi —ahora, la creatura— se llenaron de consciencia. Una vez más.
Life unwanted
Sería fácil pensar que el fúnebre Dr. Frankenstein es un perseguidor de la vida. El título original de la obra de Shelley, publicada el 1 de enero de 1818, es Frankenstein, o el Prometeo moderno. Incluso en la obra decimonónica, el cuestionamiento que hace la autora es sobre cómo al Hombre (sí, Hombre, no ser humano) le gusta jugar a ser Dios. Y lo hace a través de sus inventos, que reviste de progreso y maquilla con aparatitos tecnológicos.
Y así también, Del Toro hace evidente que la máscara de su interpretación de Victor Frankenstein es de un perseguidor de vida. Solo cuando se enfrenta a la creatura, que lo llama por su nombre (“el centro de tu mundo”, como después reconoce el cirujano), ese rostro se resquebraja. Frankenstein no es un perseguidor de la vida. Por el contrario, el Dr. Frankenstein es el pro-vida por antonomasia: un eufemismo para el despiadado ególatra. Ese que priva a alguien más de su decisión y le obliga a vivir. Sin saberlo, Victor Frankenstein cristaliza a la derecha contemporánea.
Por eso, también, Víctor no es Victoria. Y cuando La Creación conoce el nombre de Elizabeth, la cuñada de su creador, también descubre que es posible sentir. El mundo deja de ser Victor y se convierte en lenguaje sensible. Y, como decíamos, la película es verde: no tanto como los pedazos de piel putrefacta de la creatura, sino como el musgo en los árboles del bosque o la corriente de fuerza vital que los hace palpitar. Así también la visten a ella: siempre de verde, a veces con acentos rojos, que anticipan su propia muerte prematura.
Entonces, bien, ¿por qué es el Prometeo moderno? ¿Por qué trae el fuego al mundo? ¿Por qué trae luz de vida? No. Porque intenta civilizar a la muerte. Porque la Muerte es Ella, y Víctor no es Victoria. Quizás, el mensaje tácito de Shelley —y compartido por Del Toro— es que Victor nunca tuvo victoria, porque nunca venció a la muerte. Es más, ni siquiera pudo evitar la suya propia, ni de todas aquellas personas que quiso salvar.
Ojos húmedos sobre llama fría
Quizás lo más conmovedor de la película es que, aunque la creatura no se puede librar jamás de su life unwanted, conserva su carácter de buen salvaje. No lo digo de una manera despreciativa, como lo hacía Rousseau en su Emilio o la educación (1762). La creatura es un buen salvaje porque es indómito, feral. Tan indomable que ni la muerte puede alcanzarlo —tampoco la vida, para su desgracia. Y es buen salvaje, también, porque perdona a su padre en la secuencia final de la película.
La toma final es un acercamiento íntimo a la mirada —por primera vez, húmeda— de la creatura, que ve al buque partir con los restos de su ahora difunto padre. Una vez más, una escena fúnebre en una película que habla más de la muerte que del descanso perpetuo.
Hablando con compañeras, colegas y personas que, como yo, no somos doctas en el cine, percibí decepción sobre la nueva película de Del Toro. Insatisfacción. Tal vez porque el enojo es más cercano a mis congéneres, invariablemente estimuladas y estimulados sin cesar por las redes sociales, invariablemente fúricas, como estamos, por las desigualdades de género que persisten en nuestros tiempos. Nos viene mejor la ira. Es más palpable. No es llama fría.
Aunque pueda tachársele como una película de género, lejos como esté de lo que sea cine-arte, Del Toro me cambió la mirada. También me humedeció los ojos. En esa última secuencia, en los ojos de la creatura vi libertad. La verdadera libertad. Con Frankenstein (2025) descubrí lo que es el perdón.















