Hay días que marcan nuestras vidas sin que lo sepamos de inmediato. Días aparentemente comunes, pero que con el tiempo se convierten en símbolos personales. El nacimiento, por ejemplo, es un momento del que no guardamos memoria consciente, y sin embargo, representa el inicio de todo: de nuestra historia, de nuestras experiencias, de nuestros vínculos. Desde pequeños aprendemos que una vez al año ese día se transforma en una fecha especial: el cumpleaños. Lo esperamos con entusiasmo, lo celebramos con torta, regalos, abrazos y rituales que varían de familia en familia.

A medida que crecemos, los cumpleaños van adquiriendo otros significados. Dejan de ser solo motivo de alegría ingenua para convertirse también en espacios de reflexión. Algunos los viven con entusiasmo, como una ocasión para celebrar logros, compartir con seres queridos y agradecer. Otros, en cambio, atraviesan esos días con cierta melancolía o hasta con una dosis de reproche por lo que no se logró o por las expectativas no cumplidas. Pero, ¿y si pudiéramos resignificar la manera en que celebramos la vida? ¿Y si no nos limitáramos a un solo día al año para recordarnos que seguimos acá, latiendo, existiendo?

Para muchas personas, los cumpleaños son momentos importantes. Representan una pausa necesaria, una marca en el calendario que nos invita a observarnos por dentro. En mi caso particular, siempre intenté priorizar primero la celebración de los cumpleaños de los demás, especialmente de aquellas personas que amo profundamente. Me parece fundamental celebrar el día en que nuestros seres queridos llegaron al mundo. Ese instante, único e irrepetible, merece ser reconocido y agradecido.

Por eso me gusta la tradición, presente en algunas culturas, de conmemorar el nacimiento —y no la muerte— de los personajes importantes. Desde una mirada espiritual, la muerte puede ser interpretada como un regreso al origen, al Padre, al lugar del que vinimos. Pero desde lo terrenal, la vida misma, con todo lo que implica, es el verdadero milagro cotidiano que merece ser celebrado.

En una oportunidad, con un grupo de amigos, surgió una idea simple pero poderosa: ¿por qué no celebrar también el medio cumpleaños? Es decir, festejar seis meses antes o después de la fecha real de nacimiento. No con una gran fiesta, sino con un encuentro más íntimo, relajado, con personas cercanas. Una excusa alegre para reunirnos, compartir un rato, brindar sin esperar un motivo solemne. Esa costumbre duplicó las oportunidades de vernos y de compartir momentos significativos sin mayor pretensión.

Y como toda buena idea que nace del afecto, esta también fue evolucionando. Me pregunté: ¿por qué no ir un paso más allá? ¿Por qué no celebrar el “cumple mes”? Si naciste el 3 de marzo, ¿por qué no hacer que cada 3 de cada mes se convierta en una pequeña celebración personal? Un día propio, íntimo, una fecha mensual para salir de la rutina y regalarnos algo, aunque sea pequeño.

Ese cumple mes no necesita globos ni tortas ni saludos públicos. Es más bien un gesto silencioso de cuidado personal. Puede ser tan simple como trabajar un poco menos, ir al cine, salir a caminar, regalarse una buena comida o leer ese libro que llevamos semanas posponiendo. No se trata de exagerar, sino de ser conscientes de que merecemos espacios para nosotros mismos, aunque sean breves.

Vivimos en una sociedad que valora el hacer por encima del ser. Donde el descanso a menudo es visto como una pérdida de tiempo y donde el bienestar queda relegado detrás de las obligaciones. En ese contexto, tener un día al mes para uno mismo se convierte casi en un acto de resistencia. Un pequeño ritual que nos recuerda que estar vivos también implica cuidarnos, celebrarnos y reconectar con nuestra esencia.

Y si esta costumbre la extendiéramos también a los demás, el efecto sería aún más poderoso. Imaginá conocer la fecha de nacimiento de tus seres queridos y recordar esa cifra cada mes. Un mensaje, un detalle, una llamada, algo sencillo que diga: “me acuerdo de vos”. La vida, en definitiva, se sostiene en esos pequeños gestos repetidos que van tejiendo vínculos fuertes y duraderos.

Pensemos por un momento en una cultura donde se festeje la vida todos los meses. Donde no se espere un año entero para decir “gracias por existir” o “qué bueno que estás en mi vida”. Donde lo cotidiano esté lleno de motivos para brindar, por nosotros y por los demás.

Porque la vida no siempre nos ofrece grandes razones para celebrar, pero sí nos da la posibilidad de inventarlas. Un cumple mes no es una excusa superficial, sino una manera de frenar un instante, respirar y agradecer. Es decir: “hoy también importa”.

En definitiva, celebrar el cumple mes es practicar el amor propio, es honrar nuestra historia, es abrazar la rutina con una sonrisa inesperada. Y si además lo compartimos, si lo volvemos costumbre, podríamos vivir en un calendario emocional donde cada día haya algo o alguien por quien celebrar.

Quizá de eso se trata: de no dejar que la vida se nos pase esperando “grandes momentos”. Tal vez los pequeños, los breves, los discretos —como un cumple mes— sean los que realmente nos sostienen.