Durante décadas, el espectador se vinculó con el cine, la televisión y luego con las plataformas a partir de un contrato que implicaba paciencia, espera y cierta disciplina narrativa. Se aceptaban horarios, se asumía la continuidad de una serie y se toleraba la decepción como parte de la experiencia. Ese modelo ya es historia. Hoy, el espectador se mueve entre pantallas con un impulso inmediato: si algo no lo atrapa, lo abandona sin culpa. Pero no solo lo abandona: lo sanciona.
El nuevo espectador y el dilema de los medios
El ecosistema audiovisual está atravesando una mutación profunda. El espectador ya no se ubica frente a la pantalla con paciencia ni reverencia. Hoy exige, reclama y presiona para que cada producción responda a sus gustos inmediatos. Lo que antes era un vínculo vertical —los medios entregaban y el público recibía— se convirtió en un ida y vuelta constante donde el consumidor siente que puede torcer el rumbo de un estreno con un posteo, un hashtag o una campaña en redes.
La infantilización del público
Este cambio trae consigo un fenómeno inquietante: la infantilización del espectador. Las redes sociales funcionan como un patio de juegos donde los usuarios se constituyen en niños de comportamiento antojadizo. Si algo no les gusta, gritan.
Si un personaje incomoda, exigen su reemplazo. Si un tema no aparece, piden cancelación. La crítica argumentada cede lugar a la queja impulsiva, muchas veces amplificada por memes, insultos o ironía.
Esa presión colectiva se convierte en bullying simbólico, un hostigamiento disfrazado de “opinión masiva”, establecimiento que atraviesa todas las formas intelectuales e ideológicas.
Cine bajo presión
El cine resiste, pero no escapa. Estrenos que antes podían madurar con el tiempo, ahora son juzgados en cuestión de horas. La primera tanda de comentarios en redes puede consagrar un éxito o decretar un fracaso, antes incluso de que la crítica especializada escriba al respecto.
El espectador digital no tolera pausas: consume, opina y descarta, practicando lo que se podría definir como “bulimia del observador”. La sala oscura, pensada como espacio de inmersión, queda en tensión con una audiencia acostumbrada a mirar con el celular en la mano, lista para interrumpir la experiencia con una publicación.
Redes como escenario central
Hoy, la conversación posterior se vuelve tan importante como la emisión misma. Un programa de televisión, una película o incluso una miniserie se legitiman en el rebote digital.
El espectador regresa a la etapa más primitiva en lo intelectual, y se alimenta de esa dinámica: ya no alcanza con consumir, hay que expresarse, dejar huella, exigir que su voz se note. Es un mecanismo que recuerda más a un foro escolar que a un debate cultural, pero que condiciona el modo en que los creadores piensan sus obras.
Ansiedad y zapping infinito
Otro factor clave es la ansiedad. El espectador contemporáneo rara vez termina lo que empieza. Cambia de serie con la misma facilidad con que cambia de pestaña en el celular.
Esa lógica de zapping infinito convierte cada pieza audiovisual en un producto desechable. No importa la inversión ni la ambición del proyecto: si en los primeros minutos no logra captar su atención, es abandonado. Esto plantea una paradoja: se consume más contenido que nunca, pero con menos profundidad.
El riesgo de la homogeneización
La consecuencia de todo este proceso es la pérdida de diversidad. Si todos los productos se adaptan al capricho del espectador, la oferta tiende a uniformarse. Lo arriesgado queda relegado y lo experimental se margina. Se produce para complacer, no para desafiar. El medio, ya sea cine, televisión o plataforma, termina convertido en un espejo del deseo inmediato del usuario, sin margen para el disenso o la sorpresa.
Cine, identidad y consumo: satisfacer para vender
El cine contemporáneo busca entonces, obligado por las circunstancias, conectar con el espectador no solo a nivel narrativo, sino también simbólico. Las películas incorporan personajes, temáticas y conflictos que reflejan preocupaciones sociales o culturales actuales, respondiendo a necesidades de reconocimiento e identidad del público.
Esta satisfacción de deseos e ideas funciona como un imán que atrae la atención de distintos grupos sociales, reforzando su vínculo con la obra.
Al alinearse con estas expectativas, la industria audiovisual no se limita a entretener: transforma al espectador en un consumidor, teóricamente, más comprometido. Cada forma de inclusión segmentada por intereses, realidades o necesidades, cada representación de luchas sociales o identidades marginales, se traduce en un incremento potencial de público y, por ende, de ingresos.
La narrativa se convierte en vehículo para captar atención y fidelidad, asegurando que la película y los productos asociados se consuman masivamente.
En este sentido, satisfacer necesidades de ideas y aspiraciones en la pantalla no es solo una estrategia artística: es una estrategia de mercado. Cuanto más se percibe que la película “responde” a lo que el espectador busca o representa, mayor será su disposición a participar en el ecosistema de validación: entradas, merchandising, franquicias y experiencias relacionadas.
La película deja de ser solo relato y pasa a ser un instrumento de captación de consumidores, usando la identificación y la pertenencia como motores de venta.















