Hay sonidos que marcan la historia de cada persona. Ritmos, ruidos y tonalidades despiertan distintos tipos de pensamientos en los seres humanos, dependiendo de dónde provengan. La costa tiene su propio compendio de sonidos. Al crecer en tierra caliente, notas que los sonidos de siempre tienen un encanto particular.
No hablo del vallenato o la champeta —que sí, siempre estaban de fondo—, sino del vendedor de mazorcas que gritaba mientras pasaba por la calle, en ausencia de un megáfono para anunciar su producto; de la olla a presión que sonaba fuertemente en la casa del vecino cuando cocinaban carne a las cinco de la tarde; de la corneta del vendedor de mazamorra, que pasaba con una olla inmensa en un triciclo cuyo compartimento inferior tenía carbón para no dejar enfriar la bebida de maíz, leche y azúcar; de doña Nelly, la vecina y abuela de uno de mis amigos, que saludaba a todo el mundo —o, más bien, todo el mundo la saludaba a ella— por el respeto y la jerarquía que tenía en la cuadra: “¡Adióóój!”, decía, mientras agitaba un abanico sobre su rostro para remediar el calor del día que poco a poco se acababa.
En una época algo confusa de mi infancia, y antes de que naciera mi hermana menor, me quedaba solo en casa y disfrutaba de esa sinfonía caótica del lugar donde crecí. A la vez, amaba el silencio que ofrecía mi hogar. Los sonidos del exterior penetraban suavemente las paredes, y lo que llegaba a mí requería una atención especial para poder reconocer de qué —o de quién— se trataba. Así, la tarde se iba apagando mientras llegaba la noche y, con ella, mis padres, después de un largo día de trabajo. ¿Qué sentía en aquel entonces? Aburrimiento.
Con el tiempo, y al llegar a una ciudad como Medellín, donde siempre hay algo por hacer, ese sentimiento de no tener nada que hacer desapareció y fue reemplazado por lo que hoy llaman FOMO. La idea de que, si no estoy haciendo algo, me estoy perdiendo del abanico de oportunidades que ofrece la ciudad de la eterna primavera.
En el presente artículo me propongo exponer mi postura frente al aburrimiento, cómo ha ido desapareciendo y cómo, cada vez más, nos cuesta enfrentarnos a él. ¿Somos la generación que ha olvidado cómo aburrirse? ¿Hay beneficios en estar aburridos? Veamos.
El aburrimiento en la historia y la infancia
Antes del internet, el aburrimiento era parte natural del día a día. No había pantallas que ofrecieran entretenimiento inmediato ni notificaciones constantes que captaran nuestra atención. Si bien la televisión ofrecía un catálogo extenso, la verdad es que no toda la programación era de nuestro agrado. Las tardes eran largas, especialmente durante las vacaciones escolares, y muchas veces no había más opción que inventar algo para hacer.
En mi infancia, como la de muchos, el aburrimiento era un terreno fértil para la imaginación. Fue ahí donde surgieron ideas maravillosas —y otras no tanto— como la construcción de la casa club —que fue destruida 3 o 4 veces por la lluvia— en el parque más cercano, o el aprender a robar mangos de la casa del vecino sin que se percatara. A veces hacíamos cosas, otras no tanto. Pero el solo hecho de estar aburriéndonos, en compañía o en soledad nos permitía crear nuevas posibilidades para próximos encuentros. No había intención de ocupar o “pasar” el tiempo. El tiempo simplemente era.
La vida era un péndulo que oscilaba entre la creatividad y el aburrimiento.
Generaciones anteriores también vivieron esto. Nuestros padres y abuelos jugaban en la calle, se inventaban juegos con piedras, palos o tapas de gaseosa. El aburrimiento no era un enemigo, sino un compañero silencioso que empujaba a la creatividad, a la introspección y al juego libre. Era en esos momentos de “no hacer nada” donde surgían las ideas más originales y las conexiones más profundas con uno mismo.
¿Por qué nos cuesta tanto aburrirnos hoy?
Hoy, el aburrimiento parece casi intolerable. Basta con unos segundos de espera para que saquemos el celular y revisemos redes sociales, correos o cualquier aplicación que nos distraiga del vacío. ¿Por qué nos cuesta tanto simplemente estar?
Una de las razones es la forma en que las redes sociales y las plataformas digitales están diseñadas: nos entrenan para buscar recompensas inmediatas. Cada “me gusta”, cada video corto, cada notificación libera dopamina, el neurotransmisor del placer. Así, nuestro cerebro se acostumbra a una estimulación constante y pierde la capacidad de tolerar el silencio o la inactividad.
Además, existe un miedo creciente a estar solos con nuestros pensamientos. El silencio puede ser incómodo, incluso confrontador. En lugar de enfrentarlo, preferimos llenarlo con ruido, con contenido, con tareas. A esto se suma la presión social de ser productivos o entretenidos todo el tiempo. Vivimos en una cultura que valora el hacer por encima del ser, y donde el descanso o la contemplación pueden ser vistos como pereza o pérdida de tiempo.
¿Es útil el aburrimiento?
Paradójicamente, el aburrimiento —ese estado que tanto evitamos— tiene múltiples beneficios. Cuando permitimos que la mente divague, se activa una red cerebral llamada “modo por defecto”1, que está relacionada con la creatividad, la resolución de problemas y la planificación futura.
Si pudiera enumerar dos beneficios de estar aburrido —que seguramente hay más— serían estos:
Darle al cerebro el descanso que necesita. Un respiro necesario ante los estímulos y la sobreinformación.
Reconectarnos con lo que somos y lo que nos rodea. El ocio abre las puertas para hacernos preguntas y verificar: ¿cómo nos sentimos?
Conclusiones
A veces me causa gracia cómo los adultos hablamos de “volver a ser niños” como si eso significara llenar el tiempo con juegos, colores y risas constantes. Pero olvidamos que una de las capacidades más silenciosas —y quizá más poderosas— que tienen los niños es la de saber aburrirse. No temen al vacío, lo habitan. Y es precisamente en ese espacio, sin estructura ni propósito, donde nace la verdadera creatividad. La imaginación infantil no es un objetivo en sí mismo, sino una consecuencia natural de tener tiempo, de no tener prisa, de no tener miedo al silencio. Tal vez, si queremos reconectar con esa parte de nosotros, no se trate de hacer más cosas, sino de atrevernos a hacer menos… y simplemente aburrirnos un rato.
Notas
1 El “modo por defecto” del cerebro, también conocido como la Red de Modo Predeterminado (RMP) o Red Neuronal por Defecto (RND), es un conjunto de áreas cerebrales que se activan cuando la mente está en reposo, sin estar enfocada en una tarea específica.















