Tuve mi primera regla cuando era muy chiquita, tenía diez u once años. A partir de entonces, el primer día de cada una fue muy doloroso. Me tomó poco tiempo descubrir que dos pastillas de naproxeno sódico en la mañana y dos a la hora del almuerzo solucionaban aquel primer día. Una no es hija de boticario por las puras.

La primera vez que tuve un dolor de Endometriosis tenía menos de veinte años y aunque me asusté un montón, no grité ni lloré, pasmada por la violencia del dolor. Quizá uno o dos meses después, el dolor volvió como a media noche, justo cuando regresaba de una fiesta. Volví a hacerme un ovillo. Me dolía el vientre y toda la zona pélvica por dentro, por delante, por detrás, la espalda baja, la cintura y la pierna derecha. Esa vez, tampoco me moví.

Esos dos episodios no sucedieron en días de la regla ni se parecieron al dolor de la regla. Fueron un millón de veces peores. Mis papás organizaron un tour a los consultorios médicos. El gastroenterólogo más eminente de Arequipa ordenó que me hicieran unas pruebas horrorosas y varios cientos de soles después dictaminó “Colon Irritable”. Mentira, nunca he tenido problemas intestinales ni estomacales. Luego, el ginecólogo más reputado de entonces me dijo no tienes nada, hijita.

Pasaron varios años en los que el dolor me atacaba en cualquier momento, como si la mano de Satán hundiera sus uñas filudas en el centro de mí. Mi papá consiguió unas ampollas de un analgésico potente, que ningún médico recetó, y guardábamos en el refrigerador de la casa. Yo lo llamaba por teléfono y él salía disparado del trabajo trayendo a la técnica en enfermería que me inyectaría. Él se sentaba a mi lado y me daba la mano, esa mano grande, cuadrada y callosa, con olor a hombre, a perfume y a cigarro, esa mano que tanta falta me hace, y se le caían las lágrimas. Como yo no podía llorar, mi papá lloraba por mí.

Me casé y me instalé en Lima y poco después los dolores volvieron. Las manos de Satán se multiplicaron, apretaban por delante, por detrás, por dentro, por fuera. Entonces tuve un hospital enterito (venía con el marido) a mi disposición. Desfilé sin calzones frente a todos los ginecólogos de ese lugar, harta de aparatos hurgando mis entrañas hasta que, por fin, los mediocres dejaron de utilizarme como una enciclopedia con patas y me remitieron a aquel médico al que muy pocos querían, el que iba camino a ser una celebridad (y ellos no) y finalmente estuve en manos competentes. Era guapísimo, se llamaba Dante, es un regalo para el ojo, dijo mi mamá, y yo me quería morir porque un ginecólogo guapísimo es una cosa horrorosa, sobre todo cuando una es chica, deberían ser feísimos todos, por ley. Dante ni miró mis intestinos. Leyó mi historia, puso la mano en mi vientre y las garras tuvieron un nombre: Endometriosis. Yo no conocía esa palabra, pero sí sabía lo que significaba, es-tás-jo-di-da.

Mi Endometriosis en ese tiempo fue más o menos así: tratamientos, cirugías, y exámenes médicos. En los entretiempos, inseminaciones y fertilizaciones. Fracasos, pérdidas y llanto. Carolina y Felipe, los niños que soñé, se fueron por el desagüe, pero el dolor se fue y eso, en la Endometriosis, es ganar.

Luego de mi divorcio tomé un seguro privado de salud y pedí una ecografía exhaustiva, a ver cómo enfrentaba la maldición de enfermedad sin el hospital que se fue con el exmarido y sin Dante. No hay nada señora, todo está perfecto. ¿Ah? Revise bien doctor, por ahí debe haber algún mioma, algún quiste endometriósico, siempre hay algo, doctor. Nada señora, está perfecta. ¡¡¡Milagro!!!, dijo mi papá feliz, y quizá fue en ese momento cuando su agnosticismo se acabó.

De verdad parecía un milagro, quizá mi papá tuvo razón o se trató simplemente del resultado del estupendo trabajo de Dante. Poco después, tuve lo que la medicina llama menopausia precoz. Conozco mujeres que de sólo oír la palabra “menopausia” arrancan un llanto pavoroso, por aquello de la decrepitud. Yo en cambio, estaba feliz. Dante me había dicho que la amenaza de la Endometriosis terminaba cuando la menopausia llegaba. Por fin, sentí. Estoy a salvo.

Quizá siete u ocho años después, a inicios del dos mil diecinueve, comencé a sentir unos dolores que reconocí, pero no me dio la gana de admitir. No puede ser. Llamé al consultorio de la ginecóloga más famosa que hay en Arequipa ahora. Dos meses para la cita, respondió su asistente, es urgente, señorita, tuve Endometriosis, insistí, y ella también, dos meses, señora. Contacté a la doctora directamente, Arequipa sigue siendo un pañuelo, después de todo. Entonces volví a darme de narices con la realidad de que el Juramento Hipocrático no pesa igual para todos y siempre será menos poderoso que los placeres de la playa en el verano, dos meses, me dijo también ella por teléfono y bronceadísima.

Como seguía en negación, repetí el patrón que siguieron mis papás cuando estuvieron a cargo y empecé por el gastroenterólogo. Nuevamente, midieron, tasaron y espulgaron mis intestinos, tanto, que hasta una biopsia les hicieron. Nada en el intestino, señora. Vaya al neurólogo. Creo que tiene un nervio estrangulado en la zona pélvica, señora, pero por si acaso, que la vea un ginecólogo. Y así, tuve que ir a donde no quería, por no aceptar que una idea tan terrible pudiera ser verdad. Es lo que hace la Endometriosis, la aterra tanto, que una no quiere ni rozar su nombre en la imaginación.

El ginecólogo al que tuve que ver me miró con una mezcla de lástima y susto, ¿usted es la señora operada tres veces por Endometriosis? Lo más probable es que tenga Endometriosis Profunda, eso es un dolor de cabeza, una cosa muy seria… Me revisó y yo me volví una araña frente a un matamoscas, retrocediendo, toda piernas, toda brazos, toda dolor. No hay nada que yo pueda hacer señora, no quiero asustarla, pero creo que la Endometriosis ha tomado los intestinos. Y si usted no puede resolverlo, ¿para qué me revisó?, callé, convertida de nuevo en una enciclopedia con patas.

Pareció leer mi mente y empezó a hablar de un médico muy famoso en Italia y de otro en Argentina, la operación consiste en cortar los intestinos tomados, señora, (mentira) y el diagnóstico se hace vía laparoscopía, pero yo no puedo hacerlo porque es una cosa muy compleja, un dolor de cabeza, no quiero asustarla, señora. Me recordó a la sarta de ineptos que me revisó antes de permitir que Dante se encargara. ¿Hay algún médico peruano que vea la Endometriosis Profunda?, pregunté, no sé con qué fuerzas, y me lo dio.

En Arequipa llueve en enero, febrero y marzo, y llueve a cántaros, tanto, que los arequipeños usamos el verbo mal, decimos: me lloví, nos llovimos, te lloviste… no es un caso de ignorancia colectiva sino del deseo de ser exactos, en Arequipa no llueve, te llueve. En la calle, llorando de miedo y lloviéndome, recordé que Dante me había dicho una vez: sólo un porcentaje mínimo de mujeres hace Endometriosis sin regla.

Traté de pensar a toda velocidad, médicos, nombres de médicos, pero por primera vez en una crisis, no pude hacerlo sin llorar. Llamé a mi médico de cabecera y por fin tuve el nombre de un ginecólogo que pudiera orientarme en Arequipa, Fernando Jarufe. Fernando me revisó dopada, sugirió un tratamiento para intentar evitar una cuarta cirugía, pero a la vez ordenó todos los análisis que serían necesarios en caso de una operación. El tratamiento fracasó. Llamé por teléfono al médico peruano que ve la Endometriosis Profunda en Lima, me atendió con mucha paciencia, me dijo que sí, que él podía solucionarlo, pero sólo en Lima. Entonces viajé a Lima, y así conocí a Superman, como llamo yo al doctor José Negrón. Una eminencia mundial que nació en el Perú porque Dios existe, el médico que me salvó y me devolvió las ganas de vivir y la confianza en los médicos.

Dedicado a la memoria del doctor arequipeño Fernando Jarufe, que ahora embellece el cielo.

Notas

1 Si desea saber más sobre Endometriosis, lo remito a mi anterior artículo Endometriosis, uno de los nombres del Mal.