En el siglo XVIII, la pintura cusqueña atraviesa una etapa de evolución significativa, impulsada por el auge y dinamismo de los talleres locales. Estos espacios de producción artística no solo formaban a nuevos pintores, sino que también funcionaban como centros de experimentación estética. En ellos se consolidaron técnicas propias y se definieron convenciones estilísticas que respondían tanto a las demandas del mercado como a las sensibilidades culturales del mundo andino.
Uno de los elementos más característicos de esta época es el uso intensivo del dorado en los lienzos, una práctica que aportaba luminosidad y majestuosidad a las obras, al tiempo que reforzaba su carácter sacro. Esta preferencia por el dorado no solo obedecía a fines decorativos, sino que también servía como medio para realzar figuras sagradas y jerarquizar los elementos compositivos dentro de la imagen. Esta técnica se convirtió en un sello distintivo de la pintura cusqueña del siglo XVIII.
Además, este período se destaca por la proliferación de temas iconográficos de origen local. Si bien se mantenía una fuerte influencia de modelos europeos, los pintores cusqueños comenzaron a desarrollar representaciones originales que incorporaban símbolos, paisajes y personajes del entorno andino. Esta creatividad en la elección de temas y formas dotó a la pintura cusqueña de una identidad aún más definida, consolidándola como una manifestación artística autónoma dentro del virreinato.