Luego de una primera etapa artística marcada por una fuerte influencia del manierismo italiano, los artistas cusqueños comenzaron a desarrollar un estilo propio que respondía a nuevas referencias estéticas y necesidades culturales. Este primer momento se caracterizó por la adopción de formas alargadas, composiciones dinámicas y un énfasis en la expresión emocional, siguiendo modelos europeos que llegaban a través de misioneros y encargos eclesiásticos.

Hacia mediados y fines del siglo XVII, los pintores del Cusco comenzaron a incorporar elementos de la corriente hispana, particularmente del barroco, así como las composiciones tomadas de grabados flamencos que circulaban ampliamente en el virreinato. Estos grabados, reproducidos y adaptados, sirvieron como modelos para reinterpretar temas religiosos, proporcionando nuevas posibilidades de representación tanto en lo visual como en lo simbólico.

De esta fusión de influencias, los artistas cusqueños lograron consolidar un lenguaje visual propio, profundamente adaptado al contexto andino. Este estilo, conocido como escuela cusqueña, se caracterizó por el uso de colores intensos, fondos dorados, ornamentación detallada y una iconografía que incorporaba elementos locales. Así, el arte cusqueño se convirtió en una herramienta eficaz de evangelización, pero también en una expresión original y significativa del mestizaje cultural del virreinato.