El Almirante Segundo R. Storni, que fuera Canciller de la Argentina en los finales de la II Guerra Mundial, desarrolló una teoría geopolítica muy original. Sostenía que la Argentina era una isla en América del Sur, junto con Chile, colgada del continente por la Cordillera de los Andes. Este carácter insular hacía que el Océano Atlántico fuera concebido como el “Mar de la Civilización”, al unirnos con Europa: fuente de nuestra cultura, origen de la inmigración y destino de nuestras exportaciones.
Este rasgo “eurocéntrico” se arraigó en el imaginario colectivo y sirvió de soporte a una idea dominante en el inconsciente popular “el excepcionalismo argentino”. Éramos los europeos de la América del Sur, por lo tanto, los mejores.
Este párrafo introductorio, autocrítico y doloroso, pero necesario, se requiere para explicar el objetivo, título y contenido de esta nota. Existe una megalomanía argentina que nos lleva a “auto centrarnos”, como si todo lo que nos pasa, bueno o malo, tiene origen y destino en nuestro suelo. Argentina no gravita sino sobre su propio eje, con prescindencia de lo que ocurra en el mundo.
El pecado original de la nueva etapa democrática consistió en confundir las razones del colapso de la Dictadura Militar (1976-1983), así como el origen y naturaleza de la nueva etapa democrática. Apenas caída la Dictadura, los argentinos embriagados de triunfalismo nos auto adjudicábamos la victoria sobre la dictadura militar y afirmábamos una incontestable y sólida vocación democrática. Dos deseos ilusorios, nunca confirmados.
En realidad, la caída estrepitosa de los militares se precipitó por la insensata aventura de Malvinas y la vergonzante rendición incondicional ante el Reino Unido. A su vez, el retorno de la democracia fue resultado de un cambio en la estrategia de seguridad hemisférica de los Estados Unidos de América. A continuación, intentaremos fundamentar la hipótesis que sostenemos.
Orígenes de la nueva etapa democrática y su naturaleza dependiente
La década de los ochenta se caracterizó por el ascenso simultáneo de la administración Reagan en los EE. UU. y de Margaret Thatcher en el Reino Unido. Ese era el prólogo de una ofensiva de la derecha occidental en todos los frentes, respaldada por una opinión pública entusiasmada con revertir la estanflación (estancamiento + inflación) y la imagen de decadencia que se había difundido sobre el gobierno de James Carter y de los laboristas en Inglaterra.
Se trataba de tomar la iniciativa y acorralar a los dirigentes del Kremlin, acelerando la carrera armamentista, a través del operativo “Guerra de las Galaxias”, instrumentado por la administración Reagan. Este giro estratégico profundizó la asimetría militar con la URSS y su exhausta economía, llevándolas a un terreno donde les resultara difícil afirmarse. Así, comenzó la declinación soviética expresada por la Glasnost, luego la Perestroika, la caída del muro de Berlín y finalmente el colapso de la URSS.
Se trataba de restaurar el poder hegemónico angloamericano en todos los campos, haciéndoselo sentir aún a sus propios aliados, Esta restauración de la voluntad hegemónica diluía los progresos hechos por el multilateralismo desde 1945 con la creación de la ONU, para sustituirlo por la movilizadora consigna de “América First” (Primero América). ¿No advierten algún parecido con el ascenso de Trump y su consigna: Make América Great Again (MAGA)?
En pleno desarrollo de ese nuevo hegemonismo angloamericano, la dictadura cívico militar (1976-1983) que gobernaba la Argentina emprende, en abril de 1982, la aventura de tomar las Islas Malvinas, desafiando al Reino Unido y la OTAN, bajo el ingenuo supuesto de la neutralidad de EE. UU. No necesito extenderme en detalles para describir la catastrófica derrota de esa Junta Militar que, para continuar en el poder, necesitaba legitimarse ganando una “guerrita contra un grupo de pastores insulares”. Ya había intentado una guerra con Chile que el Vaticano impidió con su mediación.
Así las cosas, la Argentina quedó como “un paria internacional” sumando a las gravísimas violaciones de los derechos humanos; la desastrosa política económica neoliberal; la derrota militar, la rendición incondicional, el sobreendeudamiento provocado por la urgencia de comprar armas, ante la respuesta británica que no esperaban, y el aislamiento internacional. Lo único que les quedaba a los militares era convocar a elecciones e irse.
Con el advenimiento de la democracia en diciembre de 1983, Argentina continuaba siendo una ínsula rodeada de regímenes autoritarios. Brasil, Uruguay, Paraguay, Perú y Chile, por nombrar el entorno más cercano, continuaban bajo gobiernos militares que observaban con hostilidad y desconfianza al gobierno de Raúl Alfonsín, única experiencia democrática en el Cono Sur. El panorama para la joven democracia argentina no era muy prometedor.
Pero como decía Keynes, “cuando lo inevitable parece inminente, aparece lo inesperado”. Desde la doctrina Truman de 1947, EE. UU. había instrumentado los golpes militares como respuesta a las amenazas de la Guerra Fría y la expansión del comunismo. Ese militarismo se había acentuado, desde que la guerra fría aterriza en América Latina, a través de la Cuba de Fidel Castro y su doctrina de “exportar la revolución”.
Dicha etapa, comienza a agotarse hacia 1983 y culmina en 1989 con el colapso de la URRS y la gradual desaparición de los focos guerrilleros que operaban en América Latina.
Ante el nuevo escenario internacional que lo coloca como un hegemón global, EE. UU. decide cambiar su política de seguridad hemisférica. La declinación de la amenaza comunista en la región, combinada con el fracaso del militarismo institucional, su pérdida de valor estratégico y su alto costo político y social, son los fundamentos de su nueva doctrina hemisférica.
Deciden apostar a la desmilitarización del continente, cosa que en pocos años modifica el mapa político de América Latina. La región debía redemocratizarse, a través de una fórmula que combinara instituciones constitucionales con políticas económicas neoliberales, que hacen del mercado el eje de la economía, la política y la sociedad. Sí las instituciones de la democracia y los intereses del mercado entraran en contradicción, prevalecerían las fuerzas del mercado sobre el ámbito constitucional. La estrategia adoptada se resumía simplemente: “Democracy and Free Market”.
Los golpes militares fueron sustituidos por “golpes institucionales” o “golpes blandos”, generalmente dirigidos a desplazar gobernantes que no se subordinaran al Decálogo del Consenso de Washington, del neoliberalismo económico o del poder financiero internacional. La metodología de estos golpes consiste, habitualmente, en usar al Congreso, el Poder Judicial, los medios de comunicación masiva y, más recientemente, las redes sociales, para desestabilizar, condicionar o derrocar a los gobernantes que no compartan la línea promercado que requería la “democracia condicionada”.
Para ello era necesario achicar el Estado al que se percibe como un obstáculo, o como lo calificaría Octavio Paz en su ensayo: “El Monstruo Filantrópico”. El corolario consistía en trasladar la centralidad desde la política, la economía y la sociedad al mercado, transfiriendo empresas, servicios públicos y competencias, incluso en materias como salud, educación o previsión social del “estado benefactor” al sector privado, considerado mejor asignador de los recursos del país.
En ese contexto de hegemonía estadounidense plena, comienza la declinación del multilateralismo y de la ONU, al tiempo que aparecen las ideas del Consenso de Washington como la receta económica obligada. La privatización de empresas públicas, la desregulación laboral y de los servicios públicos, los tratados de garantías de inversión para el capital extranjero y el disciplinamiento social. Todo ello se garantiza, fundamentalmente, a través de los condicionamientos impuestos por los acreedores privados e institucionales, como el FMI, Estos actores financieros rechazan someterse a las normas del derecho nacional, y solo aceptan la jurisdicción y competencia de tribunales de sus países de origen.
Ese es el marco en que debió desenvolverse la primera administración democrática en la Argentina contemporánea, el gobierno de Raúl Alfonsín. Este, comenzó con un hecho inédito en América Latina: el juzgamiento y condena de los responsables de la dictadura cívico-militar, no sólo por haber subvertido el orden constitucional sino, también, por las graves violaciones de los derechos humanos, las muertes y desapariciones provocadas por el “terrorismo de Estado”, impuesto en esa etapa que intentaba cerrarse con el “Nunca Más”, como tituló su Informe la CONADEP.
Pero como Raúl Alfonsín no aceptó los condicionamientos del Consenso de Washington y mantuvo una política exterior independiente, no privatizó, no desreguló, ni delegó facultades del Estado al mercado, sufrió un golpe financiero que lo obligó a renunciar, a mediados de 1989, seis meses antes de concluir su mandato. La caída estrepitosa de ese gobierno, en medio de una inflación descontrolada, era una advertencia anticipada para quienes lo sucedieran.
Por cierto, su sucesor Carlos Menem, lo entendió perfectamente. Él, su ministro de Economía Domingo Cavallo y su Canciller Guido Di Tella, comenzaron por adoptar las recomendaciones del Decálogo del Washington Consensus, retomando la línea neoliberal que había inaugurado José Alfredo Martínez de Hoz en 1976, ministro de Economía de la Dictadura.
Pero lo hicieron profundizándola con la privatización de la casi totalidad de las empresas y activos del Estado, desregulación generalizada de los servicios, liberalización del comercio exterior, de los movimientos de capitales y, también, el recurrente aumento de la deuda externa con acreedores institucionales y privados.
Todo ello tuvo un perfecto correlato con la política exterior (1989-1999), inaugurando la etapa de las “relaciones carnales con los EE. UU.” La Argentina adoptó el alineamiento automático con el gigante del norte: cambió su voto en la ONU; salió de los Países No alineados; firmó indiscriminadamente tratados de garantía de inversiones con casi todos los países desarrollados, intervino con los Aliados de EE. UU. en la primera Guerra del Golfo; y comprometió su voto en todos los organismos internacionales en sincronía con EE. UU., el Reino Unido e Israel. No extraña que hoy los seguidores de Menem y su propia familia sean funcionarios destacados y aliados incondicionales del gobierno de Milei.
Esta contradicción entre Estado y mercado es la que ha condicionado la democracia y su ejercicio durante estos 42 años. Siendo la creciente deuda externa el principal elemento de sujeción a los dictados del globalismo neoliberal.
Las tres etapas de la democracia argentina
Entre 1983 y 2003, es decir los primeros 20 años de la nueva democracia, la Argentina fue un país bipartidista donde se turnaban en el poder la Unión Cívica Radical (UCR) y el Partido Justicialista (PJ). La segunda etapa se extiende desde 2003 hasta 2015. En ella se suceden tres períodos de 4 años dominados por un sector del PJ con orientación de centroizquierda, que muchos vieron como una etapa superior del peronismo. Conocido vulgarmente como “kirchnerismo” ya que Néstor Kirchner presidió el país 4 años y su esposa Cristina Kirchner 8 años. La tercera etapa se inicia, formalmente, a partir de 2015 hasta la actualidad 2025. Decimos formalmente, por qué los orígenes estructurales de esta última etapa aparecen en 2008, como consecuencia de la crisis especulativo-financiera que estallara en Wall Street, producto de las hipotecas basura, que se expandiría a todos los mercados. Luego de esa crisis no resuelta, emergieron como hongos, en todo el mundo, partidos de derecha y movimientos extremistas, que cuestionaban la globalización, el libre comercio, los derechos humanos, el estado del bienestar, la inmigración y la misma democracia.
En rigor los 42 años de democracia en la Argentina fueron atravesados, en sus tres períodos, por las contradicciones entre estado y mercado. La tendencia promercado precede a la etapa democrática. La Dictadura Militar 1976-1983 adopta -totalmente- las propuestas del neoliberalismo económico y aunque se retira derrotada en el campo político deja como herencia una línea económica neoliberal, que seguiría vigente durante los dos periodos del gobierno de Carlos Menen (1989-1999); durante el corto período de Fernando de la Rúa (1999-2001), se retoma con Mauricio Macri (2015-2019), asumiendo su expresión más exasperada con el ascenso, en diciembre de 2023, de Javier Milei y su anarco-capitalismo libertario.
En la actualidad, con el retorno de Donald Trump a la presidencia de EE. UU. la línea que encarna Milei aspira a implantar una nueva etapa hegemónica, con la ayuda Elon Musk, la red de plutócratas de Silicon Valley y la internacional reaccionaria CPAC, donde conviven múltiples formas de autocracia, la de VOX en España, Víktor Orban en Hungría, Giorgia Meloni en Italia, Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele en el Salvador.
Conclusiones
El final de este recorrido por nuestros 42 años de democracia nos reclama, un análisis serio y equilibrado, sobre el desencanto con ese sistema. La gente ha votado por la antipolítica y una nueva derecha, que se ha convertido en el anti-sistema de la república democrática. Esto es parte de una revolución cultural que hace ver lo verdadero como falso y lo falso como verdadero, invirtiendo la relación causa-efecto Lo que ha fracasado no es la democracia sino el neoliberalismo. La causa del malestar social no es la democracia, sino el feroz ajuste permanente que demandan los mercados, que son los que detentan el poder de facto.
Esa revolución cultural ha desregulado todo, no sólo la economía. Hoy se disputa la idea misma de “autoridad soberana” la que ya no reside en el pueblo, sino en los diseñadores de plataformas digitales, quienes modelarán una pseudo “democracia digital”. Lo que llaman “El Tecno-Soberanismo".
En esa “democracia digital”, no sólo se desregulará la economía, se desregularán las conductas humanas, las identidades, las conciencias, la concentración del dinero y las desigualdades sociales. En lugar de distribuir bienes y servicios económico-sociales, se redistribuirán derechos “simbólicos”: la compraventa de niños y de órganos, la comercialización de pornografía y el consumo masivo de lo innecesario y banal con el fin de mantener a la sociedad hipnotizada e idiotizada.
No desesperemos, todo este andamiaje del globalismo neoliberal se está desmoronando aceleradamente. El cambio de inquilinos de la Casa Blanca, con la salida de Biden y la irrupción de Trump, es el símbolo del derrumbe del globalismo neoliberal y su reemplazo por el proteccionismo defensivo.
El capitalismo, occidente, marcha a la deriva. De repente, esa fantasía que borraba las fronteras, las aduanas y los aranceles, se derrumba estrepitosamente. Resurge el “soberanismo”, renace el “Estado Nación”. China es hoy la abanderada del libre comercio y la defensora de la OMC, que Trump intenta destruir. En un mundo paradójico, los socialistas defienden el librecambio y los capitalistas se convierten al proteccionismo.
El verdadero debate global se da entre unipolarismo o multipolarismo, entre la primacía del G7 o de los BRICS ampliados. Esta lucha por la hegemonía dirimirá el destino del Siglo XXI.
La democracia sobrevivirá a esta insatisfacción inducida, a la anti política y a la derecha antisistema. Cuando pensamos en los desterrados, los migrantes, los refugiados y las minorías raciales, deberíamos saber que, de todas las minorías, la más y mejor protegida en Occidente es sin duda la de los ricos, que ya se ha reducido al 1% de la población mundial. Estas contradicciones son las que anuncian la derrota de Occidente y la configuración de un mundo multipolar.
Pero eso, como diría Kipling, es motivo de otro cuento, en este caso de otro artículo.