El actual mandatario de Estados Unidos, Donald Trump, volvió a su segunda presidencia a inicios de este año.
En unos pocos meses ha desconcertado a medio mundo, a propios y extraños.
Para algunos es un “loco”, bastante disparatado en su forma: vehemente, visceral, arrogante y tremendamente autoritario.
Para otros, todo eso es puro histrionismo, encubriendo un plan político muy bien pensado: devolver la grandeza perdida a su país.
Difícil decidir cuál de las dos opciones es la acertada.
Por lo pronto, está muy claro que no es precisamente la persona más respetuosa de la ley y de las formas políticamente correctas.
De hecho, es un reo convicto, juzgado y sentenciado por numerosos delitos (más de 20 ilícitos), dos de ellos muy graves, de naturaleza federal: intento de golpe de Estado en el 2021 y manejo ilegal de documentos oficiales secretos de seguridad nacional.
En relación a esas dos faltas sumamente graves que merecerían pena de cárcel, gracias a arteras manipulaciones jurídicas no cumplió ninguna pena, asumiendo igualmente la presidencia en una situación de completa irregularidad.
A poco tiempo de asumir, los jueces que llevaron adelante esos juicios (pertenecientes al Partido Demócrata) fueron cesanteados.
Si eso sucede en algún lugar del Sur (los “países de mierda”, según consideración nada edificante de Trump) eso sería un escándalo de corrupción, impunidad y atentado a la democracia.
Como sucede en el país capitalista más poderoso, nadie dice una palabra.
“Hacer a Estados Unidos grande de nuevo” (Make America great again) ha sido la consigna con que Trump ganó la presidencia del país capitalista más poderoso del planeta.
La sola formulación de la frase ya deja entender que, en estos momentos, el otrora imperialismo avasallador dejó de ser tan grande como antes.
Es decir: está formulando un reconocimiento implícito de su declive. Su intención declarada es recuperar ese lugar hegemónico.
Sin ningún lugar a dudas, Estados Unidos sigue siendo una gran potencia colosal, incluso.
Su economía es enorme, al igual que su desarrollo científico-técnico, y también su capacidad militar. Pero parece haber llegado a la cima del crecimiento.
No está cayendo estrepitosamente; eso no va a pasar. Sin embargo, hay muchos indicadores que señalan que el país ya dejó atrás su momento de gloria, cuando después de la Segunda Guerra Mundial, con una Europa destruida, al igual que la Unión Soviética, era la superpotencia imbatible, con una industria envidiable, una avanzada científico-técnica sin igual, una moneda fuerte que se imponía por todos lados y el monopolio de la bomba nuclear.
Hoy aparecen muchos factores que muestran su lento (pero todo indica que indefectible) descenso.
Como todos los imperios en la historia, desde Egipto a China, pasando por Persia, Roma, Grecia, Bizancio, los mayas, los aztecas, el imperio mongol, España en su momento, Inglaterra o el desarrollo otomano, todos alcanzan su cenit y, por diversos motivos, luego caen.
Puede ser por fuerzas externas que los diezman, o por dinámicas internas. Estados Unidos, que alcanzó un poderío portentoso estando presente, directa o indirectamente, prácticamente en todos los rincones del planeta, ahora también comienza su declive.
El hiperconsumismo voraz que mantuvo durante décadas y una clase dirigente que busca el lucro a toda costa, sin el más mínimo interés por lo social, han hecho que su fabuloso potencial vaya decayendo.
Ese empresariado vorazmente hambriento de un lucro cada vez mayor encontró en lo que llaman “deslocalización” (es decir: el traslado del parque industrial estadounidense a países con una mano de obra infinitamente más barata, sin sindicatos, donde tienen exenciones fiscales y poco o ningún control medioambiental) la manera de seguir acumulando.
El problema es que, de esa forma, el país se desindustrializó, con muchísimos trabajadores que fueron perdiendo puestos de trabajo, pero con una cultura consumista que no se detuvo nunca.
Eso hizo que la nación en su conjunto se endeudara más y más.
Hoy la deuda de Estados Unidos es impagable, tanto la fiscal (del Estado) como la que mantiene cada hogar.
Su déficit público es descomunal: 36 billones de dólares, equivalente al 124 por ciento de su PIB (superando los niveles posteriores a la Segunda Guerra Mundial).
Los hogares, a su vez, viven eternamente endeudados, tomándose eso como algo normal, parte del modo de vida.
Ese consumismo (ese derroche despilfarrador, mejor dicho) que llevó a esos endeudamientos fabulosos, fueron creando burbujas financieras sumamente peligrosas que, tarde o temprano, estallan.
Hoy día, su industria perdió la vitalidad de décadas pasadas, y otros actores económicos aparecieron en la palestra internacional ensombreciendo el panorama norteamericano.
Sumado a todo lo anterior, la aparición en escena de los BRICS ampliados (alrededor de 20 países ya, y una lista de espera de otros 40 prestos para entrar, liderados por China y Rusia) generando un nuevo sistema financiero internacional desvinculado del dólar, la hegemonía estadounidense es puesta en entredicho cada vez más.
Es sabido desde hace décadas que la moneda norteamericana ya no tiene respaldo económico real: su garantía son sus inconmensurables fuerzas armadas, con alrededor de 800 bases militares diseminadas por todo el mundo, que garantizan (armas en mano) su supremacía.
Pero eso no es eterno.
La República Popular China, con su particular socialismo de mercado (socialismo “a la china”), combinando empresas privadas con una fuerte y próspera economía estatal, todo bajo el férreo control del Partido Comunista, que conduce el país con puño de acero (con planes ya para el siglo XXI, por ejemplo, planes que sin dudas se cumplen a cabalidad) ha pasado a ser un gigante industrial.
Su desarrollo científico-técnico está dejando apabullado al mundo entero, disputándole de igual a igual, y muchas veces superando, el cetro global a Washington.
Solo a título de ejemplo: si se comparan ambos países, el gigante asiático produce 13 veces más acero, 20 veces más cemento, representa el 50 por ciento de la elaboración del acero mundial y el 50 por ciento de los productos químicos, el 50 por ciento de los barcos que navegan por los mares del planeta, fabricando tres veces más autos que el país americano, aportando el 67 por ciento de los vehículos eléctricos del mundo.
Junto a ello, está desarrollando portentos de la investigación científica: un sol artificial para generar energía limpia e inagotable, la súper computadora cuántica más potente, una carrera espacial que ya eclipsó a Estados Unidos, inteligencia artificial de primer nivel, comunicaciones 5G y 6G, tecnología bélica deslumbrante (ya superó a Washington en los misiles hipersónicos).
Por lo pronto, la mitad de todos los inventos patentados en el mundo, hoy por hoy son chinos.
Definitivamente, su pujanza está destronando al gran país del Norte. Los intentos de Washington de frenar su impulso buscando complicarle ciertos suministros (los microchips, por ejemplo), son desactivados por Pekín con ingenio creciente, con inventiva propia que deja anonadados a todos.
Donald Trump llega a la Casa Blanca con el proyecto explícito de recuperar el sitial perdido por su nación, teniendo como enemigo principal a la vista a China.
Sus principales aliados son las grandes empresas tecnológicas ligadas al mundo digital: el Silicon Valley.
En este momento, si bien no tomó distancia del complejo militar-industrial ni del mundo de las finanzas representado por Wall Street, su visión no es la de un globalista, sino, por el contrario, prioriza la industria nacional, hoy muy alicaída.
Todas sus bravuconadas, muy mediáticas, muy histriónicas, superando con creces a la motosierra de Milei, no son disparates, más allá de la forma en que las implementa: aranceles contra todo el mundo, aranceles demencialmente altos contra los productos chinos, recuperación del canal de Panamá, anexión de Canadá y Groenlandia, persecución de los inmigrantes indocumentados en su territorio en forma peliculesca con deportaciones cual si fueran criminales de alta peligrosidad, ataque a toda forma de progresismo (aborto, diversidad sexual, derechos humanos en general), despidos masivos en la administración pública, recortes en todas las instancias de Estado, son una forma de mostrar los dientes.
Lo importante a rescatar aquí es que el imperialismo estadounidense sabe que está cayendo, por eso reacciona con vehemencia.
Trump representa esa jugada de una manera ejemplar. Sus medidas, reduciendo drásticamente el gasto público y buscando el retorno de las empresas que ahora producen en el exterior, apuntan a reflotar una economía enferma.
Ahora bien, su forma de hacer política es tan errática que, en vez de lograr reposicionar al país como la gran potencia hegemónica, puede lograr lo contrario.
De hecho, muchos actores económicos decisivos en su economía, como Wall Street, ven con preocupación estas medidas.
Los aranceles pueden lograr lo contrario a lo buscado: el retorno de la industria deslocalizada. De momento crean incertidumbre, quizá demasiada, y ya muchos economistas anticipan recesión.
La gente en la calle protesta, y mucho. Si bien tiene aún una gran aceptación, pues muchos estadounidenses quieren creer la promesa de “volver a ser grandes”, crecientes porciones del público comienzan a adversarlo.
Los enormes recortes a los gastos públicos (llevados adelante por un sudafricano que pasó a ser pieza clave en su gobierno: Elon Musk) están generando muchas protestas en su población, de momento neutralizadas por la Casa Blanca, pero que pueden ir en aumento, creando un clima de profunda inestabilidad política.
Los carteles producto del ingenio popular en las marchas anti Trump hablan claro: “Saca tus pequeñas manos de la seguridad social, los beneficios para los veteranos, los almuerzos de los chicos, los datos privados, las bibliotecas, la ciencia, los derechos LGBTQ+, la libertad de expresión, los inmigrantes, los trabajos, nuestras carteras, nuestros cuerpos, el Centro para el Control de Enfermedades, otros países, la libertad de mercado”.
¿Quo vadis, Trump?
En este momento, es impredecible. La clase dominante, de la que el presidente, finalmente, es su representante, está dispuesta a todo para no perder su hegemonía global.
¿Se podrá llegar a la locura de una guerra nuclear para ello contra quienes le hacen frente? Nadie lo quiere, pero no es de desechar.
De Trump, ya lo hemos visto, puede esperarse cualquier cosa.