Nunca es más agitada la política como en tiempos de crisis. Cuando las viejas creencias se quiebran y el suelo de las certezas cotidianas se agrieta, surgen, las críticas, las denuncias y explicaciones de todo tipo. Hipótesis, conspiraciones y análisis de toda calaña se invocan con el fin de atemperar el desasosiego. Esto es lo político en su apogeo.
Lo político en Schmitt: salvación del caos
¿No es esta visión de lo político caótica y desesperada? ¿Qué esperar de la epidemia de opiniones? ¿No vemos aquí la enfermedad autoinmune de la sociedad que le condena a una crónica destrucción? En 1927 el jurista alemán Carl Schmitt publica su ensayo: El concepto de lo político. La tesis ahí defendida es que lo político surge de una oposición radical e irremontable entre un amigo y un enemigo. Toda la actividad política está fundada sobre esta polaridad. Política es antagonismo.
Schmitt pertenece a esa generación de alemanes desairados por la modernidad, el capitalismo y la ciencia moderna. Es parte de la generación que denuncia el extrañamiento profundo de las comunidades antiguas y que reclama la vuelta a las convicciones mítico-religiosas locales y al violento enfrentamiento que ellas reclaman. El aburrimiento, la vida mediocre de las burocracias y el declive de la voluntad del espíritu se ciernen como la noche más negra sobre las almas conservadoras. El espíritu debe volver a su vitalidad. Pero para ello debe intervenir en el terreno mismo donde se le sofoca: la vida pública, que se reparte entre el Estado y la sociedad civil.
Pero ¿es verdad que la aristocracia económica y espiritual de Alemania y Europa moría de aburrimiento ante los acontecimientos del joven siglo XX? Todo lo contrario. Los veían con terror. Su miedo no era el alma liberal, esa que había pasado de la ferocidad de los revolucionarios franceses y las guerras napoleónicas al tibio talante de los parlamentos, sino las masas. Masas de esclavos rebeldes que se amotinaban entonces con banderas rojinegras.
Schmitt no reacciona tanto al supuesto declive del espíritu europeo, como al desorden político. Europa ya no se opone simplemente al resto del mundo, que considera salvaje e incivilizado. Tampoco está comandada por la lucha entre el antiguo régimen monárquico y el nuevo orden republicano y liberal. La fecha de publicación del libro es 1927, a la mitad del experimento alemán de la República de Weimar: 1918-1933. Ella conjuga la herencia del imperio alemán, recién derrotado en la Primera Guerra Mundial, la violenta unificación alemana a manos del canciller Bismark y su forzada industrialización, el primer intento de una república democrática en territorio teutón y los levantamientos comunistas.
Lo político está en su pico de agitación. La nueva y flamante nación está ya en crisis. Lo viejo no ha terminado de caer y lo nuevo no ha terminado de llegar. Mientras tanto, Berlín es exuberante: vanguardias artísticas, periodismo, crítica social y cultural, discusiones políticas. Todo esto nutre a Schmitt. Pero le repugna. Sabe que la República se tambalea y no dudará unos años después en abrazar el nazismo. “El concepto de lo político” surge como el llamado a nuevo ordenamiento social que derrote el caos. La República de Weimar será el verdadero estado de naturaleza para Schmitt. Recordemos que Hobbes define dicho estado en su Leviatán como la guerra de todos contra todos. Pero, así como Hobbes llamaba al gran soberano para que pacificara al pueblo de lobos, así Schmitt pide un liderazgo que logre definir el campo social como una gran y única lucha.
Lo político es para Schmitt el enfrentamiento claro, simple y llano de dos actores contrapuestos: amigo-enemigo. Pero él mismo se ha adelantado. Lo político es para él un territorio ya ordenado, sin ambigüedades. Cuando existen ya para mi la figura del enemigo, clara y distinta, puedo proceder a la guerra. Ahí ha terminado lo político.
No nos hagamos aquí los listos para citar a Clausewitz, diciendo que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Para él la guerra es todavía un elemento controlado, un instrumento que pueden utilizar los Estados para obtener beneficios políticos frente a otros Estados. Para Schmitt el Estado alemán es el que se desgarra desde dentro. Parece entonces como Schmitt le diese la razón a Hegel: cada tiempo convoca a su contrario como medicina. El imperio alemán había traído como respuesta la República de Weimar. Ésta, a su vez, un nuevo orden cerrado y autoritario. Hegel había ya notado cómo el momento revolucionario de los franceses de 1789 se había vuelto contra sí en el caos de la época del Terror, la cual habría “solicitado” la figura autoritaria de Napoleón para ponerle fin sin hacer retornar el antiguo régimen.
Pero volvamos a Schmitt. ¿Cómo es que se pasa realmente del caos político al mundo ordenado del antagonismo amigo-enemigo de hecho y de derecho? Schmitt había hablado sobre ello en su Teología Política, de 1922. El texto invocaba, en un espíritu también hobbesiano, otro avatar del soberano absoluto: aquel que decide sobre el estado de excepción. El soberano debe proteger la constitución, pero desde una posición superior a ella.
Por ello, puede suspender una constitución en nombre de la constitución. Es lo que hace Hitler con la constitución de la República de Weimar: invocar su artículo de estado de excepción para hacerse de la potestad absoluta. La fuerza del soberano sólo se prueba entonces creando nuevas leyes y destruyendo otras. En la génesis de un nuevo orden social se prueba la realidad del soberano. Schmitt dice que el soberano actúa como aquella figura del Nuevo Testamento que posterga el día del apocalipsis, es decir, detiene la destrucción total y gana tiempo en y para la tierra. Para él, los humanos amenazan con destruirse todo el tiempo, por lo que deben ser salvados de sí mismos.
Pero antes de poner todo orden, antes de probar su poder, el soberano debe ser convocado y confirmado como tal. ¿Qué lo convoca? El caos social. El desorden. La guerra de todos contra todos. Es así que cuando suspende un orden existente, cuando acaba con un régimen político, cuando destruye las instituciones, actúa como un médico que retira lo ya enfermo.
Ahora, pese a la grandilocuencia de Schmitt, aquí la figura excepcional de soberano no explica nada. Cuando él es soberano, ya no hay nada qué pacificar, porque él es la paz misma…o la guerra, según lo decida. El drama era el caos político, la divergencia de opiniones, un mundo multipolar de posiciones políticas sin actores claramente antagónicos. El soberano debía salvarnos estructurando el campo de lo político clara y distintamente, diferenciando entre amigos y enemigos. Pero ¿por qué camino se llega ahí? ¿Cómo lo corona el pueblo?
Ni Hobbes ni Schmitt definen los mecanismos de lo político, sino su fin. Es decir, paradójicamente, el final, el sofocamiento de lo político mismo. El día después de su muerte. Entre el caos y el mundo gobernado por el líder absoluto hay un acto de magia, un milagro.
La ascensión del hombre a la figura divina del soberano. Hitler no llegó al poder desde el cielo. Los liberales le dieron su apoyo, porque odiaban más a los comunistas. El espíritu bélico europeo dejaba a la Alemania de posguerra humillada, impotente y vulnerable. Lo decisivo fue la sociedad. Ella fue la que quiso creer. La que se sintió interpelada por el discurso nacionalsocialista. La que votó por Hitler. No hubo aquí golpe de Estado, ni usurpación de poder de ninguna clase. Lo político es lo que precedió y permitió la llegada del partido nacionalsocialista al poder.
Es decir, aquella guerra ideológica, de posiciones y declaraciones, que fue más que una guerra de “frases”. Fue una guerra de subjetivación. La emergencia de la polaridad que después reclamaría y justificaría al líder absoluto.
Lo político es previo al reino soñado por Hobbes y Schmitt. Es previo al mundo ordenado en posiciones antagónicas. No tiene por actor a los grandes y pocos, sino a los muchos y pequeños. Lo político no carece de posiciones definidas, de actores y seguidores. Podemos reconocer su ajedrez. Pero ningún jugador juega solamente contra sus oponentes, sino siempre y en todo caso, para un tercero. Un discurso dirigido a un adversario se destina en verdad al tercero que está escuchando el debate.
Lo digo a Juan para que lo escuche Pedro. Un debate político siempre es público, porque debe ser escuchado fundamentalmente por aquellos que no están discutiendo directamente. De igual forma, el líder político crece cuando sabe escuchar a su población. Eso no significa que sea bueno, ni justo. Sólo eso: que sabe escuchar algo de la gente, tal que cuando toma la palestra, aquella siente que le hablan. O mejor, la masa siente que ella misma habla, que ella se habla con altavoces. No, no es que parezca que el líder me hable, ni que represente mis intereses, es que yo soy él hablando en voz alta.
La política del “tres”: más allá del antagonismo
Para Schmitt lo político se define a partir del dos. Uno contra otro. Uno como negación simétrica del otro. Pero ese mundo saturado del antagonismo es un resultado, por lo demás, siempre precario. Hay una multiplicidad que no se deja domar. Es eso lo que hace que el soberano requiera de la fuerza, de la persecución. Éstas no se ejercen sobre los “enemigos” bien definidos, sino sobre cualquiera que quiera limitar al soberano. Recordemos fenómenos tan distintos como la época del Terror, la Revolución Rusa o el fascismo europeo. En todos los casos la persecución desbordaba a los “enemigos” para dirigirse contra la traición. Lo que más teme un régimen autocrático es la crisis interna de poder, aquella que sostiene la imagen de un antagonismo perfecto.
Pero lo político siempre parte, al menos, de tres. Los dos que luchan no luchan entre sí solamente, sino que lucha por ganarse a un tercero, por convencerlo. Lo político tiene por ello algo de prédica, de búsqueda de conversión, de buena nueva. El político convence con la palabra y los actos públicos, antes de cualquier acción económica o de política pública. Estas últimas solamente son prometidas. Lo político es entonces el territorio del convencer y convencerse, de la promesa. Este prometer no es un parloteo vacío. Ahí se expresan ideas, deseos, aspiraciones, frustraciones, verdades… Quien se siente aludido, es, de algún, modo, ya redimido en su condición, sobre todo si ésta pasa por el olvido y la injuria. Su palabra se convierte en verdad cuando otro lo dice. En la sociedad no hay verdades privadas. Sólo públicas. Incluso los que defienden sus intereses particulares, hablan del interés de todos. Ahí donde gobierna el soberano, hay siempre el riesgo de perder la credibilidad. Por ello debe dar discursos, pulir su imagen. El “pueblo” no es suyo, no lo tiene ganado.
Al amigo no se le convence. Está ya de mi lado. Al enemigo tampoco, porque mis palabras serán para él ponzoña. Sólo se habla al indeciso. La político es agitada en tiempo de crisis, porque lo que domina es la indecisión. Lo político busca articular el desconcierto y mitigar la falta de orientación. Es por ello que en tiempos álgidos proliferan los análisis, las opiniones, las ideas, las hipótesis y las explicaciones. Pero si lo político es efervescente en tiempos de crisis, es porque a todos queda claro que nada está definido. La antigua división entre “amigos” y “enemigos” ya no rige porque los antiguos bandos se han disuelto o se han complicado. Entre las posiciones políticas surgen facciones, fracturas o nuevas asociaciones. Nuestros tiempos son ejemplo de ello. Las viejas distinciones entre la derecha y la izquierda ya no son claras, tampoco entre liberales y conservadores. Trump, por ejemplo, dice luchar contra ¡la “izquierda radical” de los demócratas estadounidenses!
Lo político sueña frecuentemente con abolirse a sí mismo. Es decir, con encontrar un punto en el que ya no sea necesario. Schmitt, por ejemplo, reconoce bien el poder estructurante y reestructurante de lo político. Agudamente identifica el punto en el que democracia (gobierno del pueblo) y liberalismo (discusión racional de las ideas políticas) se estorban mutuamente, produciendo un efecto corrosivo en la sociedad. Apunta al hecho de que la democracia liberal representativa mina sus propios supuestos. Pero yerra en las razones. No es que las masas arruinen el buen orden. En el mundo liberal cada quien desea convertirse en amo. Una tierra poblada de soberanos que se asumen absolutos y que solamente se limitan por cierto miedo a ser aplastados por sus vecinos. Pero ellos desconfían del prójimo. Lo que no ve Schmitt es que el atomismo liberal es la imagen invertida del soberano absoluto. Aquí, un gran soberano. Allá, pequeños soberanos. El problema no es lo uno o lo múltiple, el gobierno de uno o de muchos, sino el terreno intermedio entre la acción directa y la representación.
Schmitt invoca el poder subjetivo del líder para que ordene las posiciones y declare a los amigos y a los enemigos del régimen. Con ello, el soberano se reserva el derecho en exclusiva de ser un sujeto. La sociedad será su sierva. Los liberales invocan a los tecnócratas (científicos, tecnólogos e ideólogos) para que ellos digan, objetivamente, qué es mejor. Con ello, también privan a la sociedad de su derecho de ser sujeto, es decir, de incidir políticamente. Lo político es siempre problemático y no se deja decidir ni por un soberano ya constituido (ni constituyente) ni por individuos también ya hechos y que no viven sino para defender sus intereses privados. Lo político surge del constante trabajo de, con y en el conflicto. No entendamos por ello la vulgar politización de todo. Cuando se intenta decir que la ciencia, la tecnología, las religiones, el arte o cualquier otra producción cultural deben decidirse a favor o contra de una posición política, entonces no tenemos ni ciencia (o arte o religión, etc.), mucho menos política. No tenemos, por ejemplo, ciencia, porque sus criterios propios de legitimidad dejan de operar. No tenemos tampoco política, porque, como hemos dicho, un mundo ya dividido en posiciones estables, claras, distintas y en antagonismo, es un resultado posible suyo, pero no lo político mismo.
Schmitt representa uno de los resultados posibles de lo político, a saber, cuando él se suicida. La desesperación del mundo político es que éste no pueda nunca decidirse definitivamente. Por ello sueña con suprimirse invocando un poder autoritario que restablezca el orden, y que ponga “a cada quien en su lugar” por la fuerza. Schmitt podría, sin embargo, contraargumentar. Cierto: lo político no es de dos: amigo vs enemigo, sino de tres: amigo y enemigo luchando por un tercero, al que quieren ganar para sí. Podría conceder que, en el fondo, lo político es una finalidad ideal, pero que puede funcionar en el mundo de manera tendencial. Lo dudoso es su axioma de partida: que la pluralidad significa autodestrucción. El liberal, por su parte, piensa lo mismo. La pluralidad debe estar siempre controlada y cada quien en su lugar. El multiculturalismo terminó como una gran ciudad de guetos. El límite de la pluralidad social en el liberalismo ha sido siempre su viabilidad económica.
Lo político y la justicia
En efecto, lo político no sólo es de tres, no sólo vive de una conflictividad inmanente de las posiciones y visiones sobre el mundo. Requiere de algo más: el elemento de verdad y justicia. Si cada posición política se funda en la convicción cerrada, en la certeza subjetiva, entonces, todo lo ajeno se vivirá como riesgo o al menos como extrañamiento. Sólo podrá ser disfrutado si se convierte lo extraño en exótico y el encuentro en degustación. La guerra atómica de muchos contra muchos, como en el liberalismo, no es necesariamente mejor a la guerra organizada de dos bloques y al amparo de grandes líderes. En ambos casos las posiciones se entienden como impermeables. No hay forma de que coincida en algo con mi enemigo, por lo que no hay negociación posible, sólo antagonismo, es decir, lucha a muerte. Pero si lo político tiene por fundamento la capacidad de convencer, es que también mis amigos pueden ser convencidos por mis enemigos y viceversa. Y, en última instancia, es posible que mi enemigo sea convencido o yo por él. Eso significa que no hay nada esencialmente inamovible en mi posición política. Eso no compromete mi integridad política, sino al contrario, me hace capaz de la política en general.
Participar en lo político requiere de escucha. Aquello que reconozco como “lo mío” o lo “propio”, lo que me hace singular, es a veces también lo que me cierra a toda escucha. Si mi verdad es privada y absoluta, ¿por qué perder el tiempo escuchando necios? Escuchar es exponerse al riesgo de ser convencido. Sin ello no hay política. Por tanto, en lo político, incluso yo puedo ser convencido de algo en lo que no creía. El soberano de Schmitt está ya completo. El individuo liberal no se forma ni se conforma, es decir, no se individúa con los otros. Él llega como individuo consumado al mercado económico, de las identidades y las opiniones. Se comprende, entonces, que nada puede ser expulsado de la esfera de lo político, excepto lo que lo amenaza o suprime. Es decir, que lo político aspira a la composibilidad de todas las posiciones, a la posible coexistencia de todas las visiones del mundo…excepto aquellas que contradicen dicha composibilidad o la hacen imposible. En este sentido, lo político se vuelve normativo.
Composibilidad significa coexistencia. Dicha coexistencia significa querer las mismas condiciones para todo el mundo. Es por ello que el concepto de lo político demanda universalidad. Pero esta universalidad no es de identidades, sino todo lo contrario. Lo político es universal en tanto que se le debe permitir a cualquiera, no importa quién. No excluye en principio a nadie. Esta universalidad es una especie de metaderecho. Tiene razón Hannah Arendt al afirmar que el único y universal derecho que debemos tener, no importa quien seamos, es el de tener derechos.
Un último comentario: lo político busca todo el tiempo sus condiciones de posibilidad, es decir, sus condiciones de universalidad y de escucha en un territorio donde cualquiera puede convencer a los demás y ser convencido. Pero asume, también, un elemento plural irreductible, según el cual la unanimidad puede ser deseada, pero no impuesta y quizá incluso ni siquiera deseada. Lo común está en la mutua exposición de unos frente a otros y en la aspiración de justicia para todo el mundo. Ahora, la realidad de los deseos, las opiniones y las visiones es y será siempre plural. Esto no contradice lo político, ni es su límite. Por el contrario, es su única razón de ser, pues si el acuerdo estuviese siempre ya logrado o si fuese posible imponerlo, no habría necesidad de convencer a nadie. Si no puedo en principio cambiar de opinión no soy digno de una comunidad política. Naturalmente que, si soy excluido de este derecho, si se me niega el derecho a hablar, a incidir en el mundo, a tomar decisiones, a expresarme, estoy plenamente justificado a asegurármelos.
Existe pues, una pluralidad en el campo social que siempre resiste la unificación simple y absoluta. Pero no la estructuración. Lo político es el trabajo de lidia con las pluralidad y la estructuración/reestructuración del campo social. Pero no se puede estructurar sin desestructurar. Ahora bien, una política que aspira a superar toda pluralidad aspira a autocancelarse. Esto lo puede lograr por dos caminos:
a) el liberal atomista, que convierte a cada individuo en un absoluto e impermeable, conduciendo al a guerra de todos contra todos, caracterizado por el espejismo de que todo es (abstractamente) posible, es decir, todas las posibilidades coexisten, pero de facto, todo es imposible (condición de impotencia fáctica).
b) el conservador-autocrático, donde sólo cuenta un individuo, el soberano, sobre el cual cae el destino de toda una comunidad acorde con su voluntad. Pero entonces lo político se decide entre dos pares de coordenadas: primero, entre el gran Uno del soberano y los muchos unos de la sociedad; segundo, entre un pluralismo ingobernable y una estructura inamovible. Diremos entonces que lo político es “mesológico”: un territorio intermedio entre polos que lo destruyen. De la primera dimensión diremos que lo político consiste en la individuación recíproca de los miembros de la sociedad, en su proceso de devenir-actores. El poder macro también deviene, pero como estructuración que da cause a los procesos de individuación micro.
Usemos un término del filósofo francés Gilbert Simondon. Lo político no es ni individual ni colectivo, sino transindividual. Por ello, ningún individuo tiene asegurada su individualidad, ni su “sustancia” fuera del juego con los otros. Pero no puede tampoco renunciarse a la forma global de la sociedad, como el espacio donde los individuos pueden incrementar o inhibir sus potencialidades.