Hace un par de meses, la revista mensual del FMI Finanzas y Desarrollo publicó un interesante artículo sobre la "mano invisible" de Adam Smith.

En él se afirma que el concepto solo se utiliza una vez en el famoso libro de Smith sobre La riqueza de las naciones y que solo más tarde inició una "inexorable marcha ascendente" hasta convertirse en un dogma del capitalismo y la libertad económica.

Lo que Smith escribió fue que, al apoyar la industria nacional en lugar de la extranjera, el empresario solo pretende su propia seguridad, y que, al buscar el mayor valor, solo pretende su propio beneficio, "guiado por una mano invisible". Por lo tanto, no hay fuerza mágica, sino la determinación de dirigir la industria hacia el mayor valor.

Pronto se convirtió en: "el capitalismo no es más que libertad económica".

Nada de intervención estatal, solo dejar que los capitalistas hagan lo que mejor saben hacer. Si no se le presta atención, el capitalismo funciona.

Uno de los autores que llevó este pensamiento hasta sus límites fue Friedrich von Hayek.

Según Hayek, los mercados conducían a un orden espontáneo y todas las ideas o acciones que pretendían alterar este orden eran inevitablemente un camino hacia la servidumbre. De ahí que las medidas de justicia social, como un salario mínimo, por ejemplo, debieran ser prohibidas.

Por supuesto, todo el mundo sabía que la idea de un mercado "libre" sin perturbaciones era una ilusión total, pero se actuaba "como si", para no perturbar los intereses de una clase económica cada vez más rica y poderosa.

Sin embargo, con la aparición del proyecto de desarrollo, los economistas tuvieron que admitir que la "mano invisible" no funcionaba en circunstancias distintas a las de sus propios países ricos.

Tras la descolonización, se propuso una "economía del desarrollo" especial para tener en cuenta los intereses de los llamados países "subdesarrollados".

Los economistas sabían que las reglas de la economía de los países ricos nunca podrían dar los mismos resultados en los países pobres.

Extrañamente, este punto de vista desapareció con la aparición del neoliberalismo en los años ochenta y noventa del siglo pasado.

El propio FMI desempeñó un papel importante en ello. De repente, no había más que una única política económica. No había más que un mercado único, un mercado mundial, y todos debían seguir las mismas reglas.

Lo que precisamente han estado haciendo el FMI y el Banco Mundial estas últimas décadas ha sido ocultar la mano invisible y dirigir las fuerzas del mercado hacia donde creían que eran más útiles.

El neoliberalismo promovió mercados globales "libres" y reformó las instituciones estatales. Dio a las autoridades públicas una tarea diferente: ya no promover el bien común o los "intereses mutuos", sino la protección de los mercados y de los agentes del mercado, la protección de los derechos de propiedad y de la competitividad. Incluso la reducción de la pobreza y ahora la "protección social" están al servicio de los mercados.

El fin de la globalización

Lo que propone hoy el FMI encaja perfectamente con la política del nuevo presidente estadounidense.

Con los aranceles anunciados el dos de abril, Trump pone fin oficialmente a la globalización. Prevalecen los intereses nacionales y otros países verán gravadas sus mercancías si quieren entrar en Estados Unidos.

La razón es sencilla. La globalización comenzó cuando Estados Unidos y otros países occidentales tenían poder y podían dominar los mercados mundiales. Con la emergencia de los países del Sur, desde Japón, Taiwán y Corea del Sur hasta China, India y Brasil, este dominio se ve ahora amenazado.

Cuando a los agentes del mercado se les ofrece un enorme mercado global y muy desigual, saben dónde producir y crear "el mayor valor".

Los llamados "acuerdos de libre comercio" se hicieron precisamente para hacer esto posible. De ahí procede el déficit comercial de Estados Unidos.

La globalización siempre se ha basado en la desigualdad. No hay razón para producir en México o China si los salarios no son al menos diez veces más bajos que en los países ricos y si los productos no pueden ser importados sin aranceles.

Así que sí, Trump tiene razón si quiere intentar corregir este mecanismo diabólico. Pero está muy equivocado cuando piensa que puede resolverlo con aranceles y proteccionismo.

En todo este ejercicio parecen olvidarse dos cosas.

Una, que la tarea de los poderes públicos es velar por los intereses comunes, a veces llamados "el bien común", es decir, los intereses de toda la población. De ahí la protección que ofrecen a sus empresas y las medidas de justicia social que adoptan en favor de los trabajadores y los pobres.

En este contexto, nunca debe olvidarse que el comercio internacional, que siempre ha existido, puede ser realmente beneficioso para ambas partes. Las negociaciones de libre comercio deberían ocuparse precisamente de esto: de buscar dónde el intercambio de bienes y servicios es beneficioso para todos los socios implicados.

No tener en cuenta estos dos requisitos básicos, el bien común y los beneficios mutuos, sólo puede conducir a conflictos.

Lecciones para todos

Las políticas arancelarias de Trump son muy peligrosas.

En primer lugar, pueden funcionar como un boomerang si los países desarrollan sus economías y su comercio internacional lejos de EEUU.

En cualquier caso, los bienes importados dentro de EEUU serán mucho más caros. La inflación no desaparecerá, la pobreza puede aumentar. Los capitalistas encontrarán sin duda formas de escapar. Llama la atención que los mercados de capitales no hayan sido tocados (¿todavía?).

Es perfectamente posible mantener un mercado mundial sano si se definen claramente sus límites.

En primer lugar, parece obvio, y así se ha afirmado a lo largo de las últimas décadas, que los servicios públicos como la educación, la sanidad y la vivienda deben protegerse de la ruda competitividad internacional.

También los mercados alimentarios deben protegerse de la globalización. Se trata de cuidar de la población, de las personas que hacen funcionar los mercados y que no pueden hacerlo si no se garantiza su propia supervivencia digna.

Aquí es también donde las políticas de Trump corren el riesgo de fracasar.

Él sí pone límites a los mercados globales, pero no a los nacionales. El departamento de educación está amenazado, todos los servicios gubernamentales están en peligro, se dice que los convenios colectivos están condenados.

En tal contexto, la mejora de la balanza comercial no beneficiará a la población, sino todo lo contrario. La receta actual es la del empobrecimiento, dentro y fuera de EEUU.

En segundo lugar, es perfectamente posible conseguir que los mercados mundiales sean mutuamente beneficiosos. Esto requiere arduas negociaciones, no solo entre países, sino también dentro de ellos.

¿Es aceptable exportar más coches si para ello hay que importar más carne de vacuno, perjudicando a la agricultura? Esta es precisamente la cuestión en torno al actual Acuerdo de Mercosur con Europa.

Lo mismo ocurre con el T-MEC o UMSCA, el Acuerdo de libre comercio para América del Norte. Los agricultores estadounidenses pueden estar muy contentos con el resultado, pero miles de agricultores de México tuvieron que abandonar el país, mientras que a los trabajadores industriales de México les fue bien en las nuevas fábricas, perjudicando a los trabajadores estadounidenses del automóvil.

Las respuestas no son sencillas, pero pueden encontrarse en interés de todos los afectados.

De hecho, si los mercados mundiales están hoy tan desequilibrados, es porque la desigualdad se ha vuelto demasiado importante.

Se ha vuelto demasiado barato producir en algunos países del Sur. Los trabajadores estadounidenses -o europeos- nunca podrán competir con Bangladesh o Vietnam, a menos que acepten su propio empobrecimiento.

Preguntas para las fuerzas progresistas

La conmoción mundial provocada por los aranceles de Trump tiene otra dolorosa consecuencia.

Muchas fuerzas progresistas y de izquierda han luchado en el pasado contra los acuerdos de libre comercio.

El movimiento alterglobalista comenzó con la Batalla de Seattle contra la OMC. Muchos grupos de Europa Occidental estuvieron o siguen estando activos contra el TTIP (fue abandonado por EE.UU.), CETA (Europa-Canadá) o Mercosur.

Sin duda tienen muy buenos argumentos para condenar estos acuerdos e instituciones. La pregunta es si estaremos mejor sin ellos. En México se ve ahora a estos mismos grupos defender su T-MEC porque, en efecto, ¡ayudó a la industrialización y al desarrollo del país!

Lo que significa es lo que se ha explicado en la sección anterior.

Hay que criticar duramente muchos de estos acuerdos porque no son mutuamente beneficiosos, pero el propio acuerdo podría haberlo sido.

En cuanto a la OMC, su sustitución por todo un plato de espaguetis de acuerdos bilaterales ciertamente no era beneficioso para la población.

Lo mismo cabe decir del movimiento ecologista y de quienes predican el decrecimiento.

Existe un riesgo real de que este freno global al comercio mundial provoque una recesión.

¿Estarán contentos los grupos de decrecimiento? No lo creo, una vez más, porque su decrecimiento significa mucho más que un crecimiento negativo.

Pero es de esperar que lleve a una profunda reflexión sobre qué nombre dar a lo que realmente quieren. La palabra decrecimiento significa lo que dice, no crecimiento. Si esto sucede y conduce a más pobreza y más desigualdad, y si los movimientos siguen reclamando el decrecimiento, su credibilidad sufrirá un duro golpe.

En resumen, debería ser una "alterglobalización", no una antiglobalización. El FMI parece seguir ahora a Trump y se arriesga, una vez más, a conducir a la población mundial hacia más pobreza y miseria.