Mi padre era escritor y mi madre jueza que leía ininterrumpidamente y así crecí, entre libros y charlas en una casa abierta, donde todo se discutía apasionadamente. 8 hermanos. 4 hombres y 4 mujeres. Yo era (soy) el penúltimo de los hermanos y viví mis primeros años escuchando y observando. Mi casa era un campo de batalla. Las discusiones eran pan cotidiano. Los conceptos volaban, el lenguaje era articulado y las palabras fluían vivas y resonaban en mí como una música seductora que insinuaba realidades desconocidas y atrayentes.

A menudo, cuando no entendía una palabra, corría a consultarla en un diccionario enorme, rico de ejemplos. Recuerdo palabras como hegemonía, idiosincrasia, peyorativamente, etc. Me divertía con mis amigos usando esas mismas palabras, observando sus reacciones y sus expresiones faciales. Buscaba en ellas trazas de dudas o, al contrario, de certeza. Quería saber si mi mundo era también su mundo. Si las palabras para ellos eran las mismas flechas ensangrentadas de savia roja y de promesas insospechadas.

Era un soñador. Vivía en una ciudad del sur extremo, en la Patagonia chilena. Las noches de inviernos eran largas y frías y el viento, el viento austral soplaba silbando intranquilo y así la lectura fue mi fiel compañera. Leía y soñaba al mismo tiempo. Recuerdo que me atraían las historias de los colonizadores, cazadores de lobos marinos. Piratas de los mares del sur. Libros que describían tierras desoladas de un mundo aún desconocido y enigmático. Las pampas, los indios, la fauna, el oro que nadie encontró, islas olvidadas y el mar sin fronteras.

La ciudad era la puerta que se abría hacia la Antártica y llegaban exploradores y aventureros. Barcos de nombres imposibles. Por las calles se sentían idiomas indescifrables. Marineros que fumaban cigarros cuya marca desconocía y en los bolsillos llevaban monedas de otros colores, formas, nombres y valores.
Era niño y sabía que detrás de las montañas, que más allá del mar, el mundo se abría como un abanico lleno de sorpresas y esto alimentaba mi fantasía. Recuerdo que a una edad prematura me veía ya lejos. Deseaba cambiar, huir, irme no sé por cuales motivos. Salir del país como se sale por una puerta. No tenía consciencia de que significaba tener raíces y me sentía solo y libre la vez.

A los 12 años me enamore por primera vez. Ella se llamaba Gabriela. Vivía a pocos pasos de nuestra casa. Tenía mi edad y jugaba, corría y reía. Para ella el mundo era el barrio, su casa. Era alegre y le gustaba que le contara historias y le hablara de realidades lejanas que ni yo conocía. A ella di mi primer beso. Un beso inocente que me hizo sentir más presente y más lleno de sentimientos que nunca. Un mundo se abrió en mí y con ese beso comenzaron a desvanecerse mis sueños. A ella recitaba poesías como “Margarita está linda la mar y el viento…” y entonces me descubrí romántico y aprendí a admirar las mujeres por su belleza, sensibilidad y perspicacia.

Después, creciendo, casi sin saberlo empecé a rebelarme a lo que percibía como injusticia. A las autoridades. Los profesores desapasionados, los guardianes de un sistema que me parecía absurdo. Al triste subseguirse de los días sin que nada cambiase. La pobreza, las diferencias sociales, la mediocridad omnipresente, la falta de visiones. Mi madre ya separada desde algunos años aceptó que me fuera a vivir a Concepción y sin saberlo me metí en política. Era mi destino. Un movimiento de izquierda. Oposición intransigente al sistema, el no por el no y otro no que no daba espacio a ninguna mediación. Mis compañeros eran como yo. Hijos de una clase media intelectual, que no tenían respeto por nada y que inconscientemente se sentían superiores y protestaban para crearse un espacio más amplio.
Éramos el futuro, así pensábamos y nos veíamos arrogantemente superiores con nuestras ideas radicales y falta de tradiciones y “prejuicios”.

Allende llegó al gobierno y no pudo contar con nuestro apoyo incondicional. Quizás no importaba. Pero nuestra aptitud fue presionar, exacerbar las cosas sin tener en consideración las posibles consecuencias. Huelgas incontroladas, toma de escuelas, exigencias imposibles para “radicalizar” el gobierno y que en práctica no hacían más que debilitarlo. No teníamos respeto por la democracia, no creíamos en ella ni en las instituciones. Y fue así, leyendo a Marx, Trotsky, Lenin y Mao, buscando quien sabe que respuestas, corriendo a manifestaciones sin sentido, gritando con rabia: revolución, revolución y así perdí y perdimos los objetivos y proporciones de una realidad que se nos escapaba de las manos.

La derecha, por otro lado, era cada vez más violenta. Los conflictos aumentaban y el país caía en el caos profundo. Las escuelas, las fábricas, los negocios, el transporte, todo se estaba paralizando lentamente por las presiones hechas desde derecha e izquierda. Hasta que un día las calles se llenaron de militares y un grupo de generales se apropió de todo, gesticulando como micos con la boca llena de espuma y la mirada fría. Fue el inicio de una noche que duró casi 2 decenios, convirtiendo el país en una triste cárcel y el Chile de la poseía, de la música, del teatro, del arte, de los sueños y esperanzas, se transformó en el Chile gris de la dictadura.

El día del golpe estaba en Concepción. Vivía en la universidad y a las 8 de la mañana llegaron a despertarnos diciendo que los militares estaban rodeando la zona. Cuando salí del dormitorio ya habían tomado posiciones delante de nosotros y estaban avanzando con cautela. Yo escapé por unas colinas. Estuve caminando todo el día. Escuchaba tiros de arma de fuego y también algunas explosiones. Antes del atardecer me encontré con una persona que conocía que me llevo a su casa.

De allí pasé a otro lugar y después de algunos días, decidí que era mejor irse. Estuve en Santiago alrededor de un mes. Encontré varios amigos de Concepción que intentaban organizarse para hacer “resistencia". Posteriormente supe que 2 de ellos habían desaparecido y eran dados por muertos. De allí partí para el sur, hacia la Patagonia, donde vivía mi madre que esos momentos era jueza en una pequeña ciudad perdida entre fiordos y ventisqueros. Pero me sentía como encerrado, en un espacio estrecho, esperando que algún día me pidieran quien sabe que cuentas.

Separado de la realidad y el mundo, escapando de un lugar a otro, termine en el exilio a la edad precoz de 17 años, olvidándome de mi infancia y gran parte de mi adolescencia. El 1974 llegue al país vecino, Argentina. Era el mes de enero. Perón estaba en el gobierno y me quede hasta agosto del mismo año.
Me encontré partiendo hacia Dinamarca semanas después de la muerte de Perón. Era un periodo difícil para la Argentina y reconocí muchas de las cosas que precedieron la dictadura en Chile. El subcontinente americano estaba por naufragar en uno de sus periodos más negros.

Después de cruzar la frontera, trabajé por unas semanas como mozo en un comedor de mineros del carbón. Después seguí hacia el norte, llegando a Buenos Aires, donde permanecí hasta el 21 de agosto del 74. En ese periodo trabajé, haciendo miles de cosas. Descargando camiones en el mercado, como ayudante de un carpintero. Haciendo trabajos a domicilio, reparaciones de todo tipo para sobrevivir.

Un día de invierno recibí una carta de la embajada danesa a través de las naciones unidas, informándome que mis hermanas mayores vivían allá y habían hecho los trámites para llevarme a ese país. La carta decía que tenía que presentarme en la embajada para ultimar los detalles y poder partir. En ese entonces, Perón se había muerto y la situación del país estaba empeorando. La violencia aumentaba de día a día y las autoridades habían decidido que los “refugiados” tenían que abandonar la Capital Federal. La gente desaparecía constantemente, uno detrás del otro. Todos me aconsejaban que lo mejor que podía hacer era irme, ya que Argentina, por el momento, no tenía futuro.

Fue extraño. De Dinamarca no conocía casi nada. Sabía que la capital se llamaba Copenhague, que se hablaba danés. Que H. C. Andersen era de allí, como también Kierkegaard, Y eso era casi todo. Cuando llegué a la embajada me dijeron que tenía que partir lo antes posible. Me dieron un documento que afirmaba que estaba bajo su protección y que iba abandonar el país en menos de 2 semanas.

Los primeros años de la década del 70, periodo intenso y complicado de mi vida, que recuerdo con tristeza. Era como si una tragedia, llevara a otra, inexorablemente. Una cadena de desastres interminable. El continente estaba condenado a la dictadura, a la violencia y al subdesarrollo. Dejé muchos amigos y a los 17 años (dos semanas antes de cumplir 18) llegue a Dinamarca donde inicié un nuevo capítulo de mi vida, rompiendo casi completamente la continuidad y las relaciones que me habían formado o deformado como persona para rehacerme sobre las “ruinas” del pasado, pensando sobre todo en mi educación y preparación personal, volviendo a encerrarme en libros y diccionarios, persiguiendo sonidos y voces que pintaban una realidad desconocida y nueva, lejos, muy lejos de mi tierra natal y de todas las palabras que reconocía al vuelo..