(Recomiendo leer el relato con la música de fondo que hay en los enlaces de abajo)

Marya, así se llama la violinista rusa, me volvió loco de pasión en Helsinki helado. Después prometimos volver a vernos. Nos escribíamos por WhatsApp, nos hablábamos por WhatsApp, al principio cada día; después, la lejanía, sin contacto físico, hizo nuestras conversaciones más espaciadas: nuestra relación se enfrió.

Yo llevaba meses en dique seco. Una noche de primavera, mientras estaba tumbado en la terraza de mi hogar conyugal mirando las estrellas (seguían quietas en el mismo sitio), chilló el teléfono. Salté de la hamaca volando. Mi mujer desconfió, hacía tiempo que desconfiaba, pero no sabía que nunca le había sido fiel durante periodo tan largo; larga era mi sequía. Al oír la dulce voz en perfecto inglés y tonadas rusas, mi corazón se aceleró: Marya me buscaba.

A partir de entonces yo hablaba dormido, sonidos incomprensibles, me despertaba de noche: todo el cuerpo húmedo y el pijama mojado. Mi mujer dormía junto a mí, muy cerca y tan lejos, desconfiaba, pero nunca me preguntó; aún estaba enamorada, dicen que el amor es ciego, y sordo. Marya volvió a telefonearme varias noches después...

Han pasado dos semanas y mantenemos conversaciones a diario. Hemos acordado vernos pronto en el cálido Mediterráneo, en las soleadas playas de Barcelona. Marya dirá a su marido que desea visitar una exposición sobre Dalí en Barcelona. Pasaremos juntos cuatro días y tres noches, juntos y solos.

La recogí en el Aeropuerto Internacional de Barcelona. La descubrí, inconfundible: 1.75 de altura, cabello largo, pelirroja, y piel muy blanca, vestida de negro; solo traía un maletín de cabina, viajaba por primera vez sin su violín. Nos abrazamos largo rato, nos besamos... Marya me miró profundamente, sus ojos verdes, labios rosados y la sonrisa lasciva, me penetraron. Yo la abracé suave por la cintura, luego abrí un espacio entre los cuerpos y caminamos juntos hasta el aparcamiento. Era media tarde, lucía sol de primavera. Fuimos en mi coche hasta lo alto de la montaña, la cima de Montjuic, frente al Museo Nacional. Las escalinatas estaban llenas de turistas contemplando la ciudad desde lo alto. Nos sentamos en medio de todos y estuvimos esperando en silencio hasta la puesta de sol. Mi mujer había marchado de vacaciones llevándose a los niños. Convertimos mi apartamento de soltero, un desván luminoso, en un nido de amor.

Durante su estancia en la capital admiró las playas de arena fina y el mar Mediterráneo en calma. Visitábamos calles y museos durante el día, gozó en la iglesia gótica de Santa María del Mar y en la iglesia del Pino, llegó al éxtasis en el monasterio de Pedralbes (de 1327). Se deslumbró durante una escapada hasta las playas de la Costa Brava para ver los acantilados y el choque de verde pino y azul marino; en la arena escribió un corazón y dos nombres.

Marya durante nuestras excursiones diurnas en público se mostraba retraída, fría, algo distante; en la cama era un culo inquieto, un tornado, nunca sabías cómo se iba a colocar. Tenía los muslos de jaca joven, un par de pechos carnosos y los pezones rosados (a juego con sus labios) apuntando al frente como un toro bravo, siempre dispuestos a embestir: me seducían, me aceleraban el alma, ella lo sabía, abusaba. Dormimos tres noches juntos más algunas siestas; en verdad digo que mucho no dormimos, pasábamos las noches enteras ambos sin pegar ojo: cuando uno caía rendido, el otro lo despertaba y cuando no empezaba uno era el otro ejercitando figuras acrobáticas.

Algunas noches ella ponía música de violín en su smarphone, el Adagio de Haydn para violín2 anunciaba a modo de preludio; sentí como si ella agarrara fuerte el violín bajo su cuello y los dedos de una mano acariciaran las cuerdas con vigor, mientras los de la otra hacían cosquillas en el otro extremo: se derretía de placer. Una noche inició con el Adagio y luego puso la Danza Húngara de Brahms.3.Había escasa luz en el dormitorio, apenas una lamparita en la mesita, proyectando las sombras de Mayra cabalgando: su cuerpo en movimiento danzado sobre la pared blanca, la sombra de sus largos cabellos flotando en el aire. Galopaba más rápido, más despacio, siguiendo el ritmo de la canción. Se desbocó en presto y cayó exhausta; rodó en la cama, piano, piano, sin caerse por el otro lado, quedó tendida boca arriba. Yo esperé, tras unos instantes de silencio, continuó mi turno: buscando el monte de Venus, pelirrojo, una manzana madura, saboreando caviar ruso.

Habíamos visitado el barrio antiguo, las ruinas romanas, las calles del lujo y el Parque Güell, de día. La última noche fuimos a cenar en un restaurante de comida brasileña, de Bahía: moqueta de frutos de mar, arroz de Hauça y, para postre, Bolinho de estudante; nos bebimos una botella de vino tinto Ribera; Vôcé é Linda4 y Hallelujah5 para saxofón y piano, sonaban de fondo. Al salir, cogimos un taxi para volver a mi apartamento de soltero. Ella, cansada, se tumbó apoyada en mi regazo. Arrullé su cuerpo, mimé sus cabellos, recorrí su cuello y entré por el escote; parecía dormida cuando sus pezones se erizaron. Con la otra mano arremangué el vestido, ni muy largo ni muy corto, rojo vaporoso; repasé sus muslos; me desplazó ágil removiendo barreras; mis dedos escribieron versos entre sus labios húmedos. El taxi avanzaba en la noche de la gran ciudad por las calles vacías; el taxista buscaba por el retrovisor, no vio nada o quizá lo imaginó; ella se arqueaba entera, veía estrellas en silencio apagado. Llegamos de madrugada.

Marya entró en el baño. Yo la esperaba metido en la cama con la espalda apoyada en la pared. Salió del baño envuelta en el camisón de gasa transparente que ya había desplegado en Helsinki; mostrando el smartphone, con picardía, en su mano izquierda, lo reposó en la mesita de noche. Susurró una melodía que yo no conocía, después descubrí que era Czaradas,6 de Vittorio Monti, para piano y violín. Caminó hacia mí despacio, contorneando las caderas a ritmo del violín. El camisón se abrió, me atacaron dos volúmenes blanquísimos y dos fresas; ofreció el vientre y el vello del pubis, perfumado, abrió con sus dedos los labios mojados, un perla rosada brilló. Sonó el Adagio y... volvimos a empezar.

Fuimos dos peleando cuerpo a cuerpo, carne con carne, alternando quién poseía a quién. Así transcurrieron cuatro días y tres noches en Barcelona, hasta que el último abrazo nos separó en el frío aeropuerto internacional.

El viento borró los nombres sobre la arena.
El tiempo convirtió lo vivido en recuerdos,
el futuro en sombras.

Notas

1 Este microrrelato continúa desde En Helsinki, con la violinista rusa. Entre melodías dulces y melancólicas, publicado en este mismo magacín el 1 de julio de 2022.
2 Adagio de Haydn para violín.
3 Danza húngara n.º 5 de Brahms.
4 Vôce é linda.
5 Hallelujah.
6 Czaradas de Vittorio Monti.