En una mañana sabatina de octubre, algo tan cotidiano como cruzarse con una señora puede convertirse en un instante mágico, si te llega el olor limpio y fresco de la colonia Nenuco. Luego, reparas en que ni siquiera le has visto la cara, porque tu memoria ha evocado la imagen del baño de unos niños, Emma y Javier, atendidos por las manos suaves de su madre, entre risas y pompas de jabón. Ha pasado más de media vida, pero los recuerdos tan celosamente guardados han surgido en un instante. Si alguna vez vuelvo a cruzarme con aquella mujer, tal vez ese olor me permita reconocerla, porque volveré sin querer al lugar donde me esperaba la nostalgia.

A veces, las casualidades nos visitan en forma extraña, porque ese mismo día en la casa de una amiga, la pintora Rosa Atienza, que está afectada de esclerosis múltiple y a la que fui a ver para llevarle dos de mis libros, me topé otra vez con esa fragancia.

Creo que, en muchas ciudades, por grandes que sean, hay una línea divisoria, un «limes», podríamos decir. En el confín, hay cauces secos de riachuelos (hace meses, demasiados, que no llueve), campos de cultivos, casuchas, bosques, carreteras de circunvalación, alguna fábrica y en los días que sopla el viento y se lleva la contaminación, se ven las montañas que algunos consideran mágicas, como Montserrat. Pues, bien, Rosa vive un poco más allá de esa frontera donde acaba Barcelona, pero compensa venir de tan lejos, para escucharla, para explorar horizontes desconocidos y sumergirte en un mar de sensaciones. Dialéctica, sencillamente.

Las tres horas que estuve en su casa se fueron en un santiamén y antes de irme, pasé un momento al lavabo y, en mitad de una estantería junto a otros botes muy bien colocados, me esperaba una preciosa botella de ¡Nenuco! De las de aquella época, de medio litro y de plástico, pero ya sin la carita del niño rollizo que fue su imagen tanto tiempo. No hace falta decir que me empapé a consciencia con «el olor de tu infancia…» en una tarde de otoño inquietantemente cálida. Me refresqué y rejuvenecí, calculo, casi cuarenta años. Al contárselo, Rosa reía, como solo se ríen las personas buenas: a gusto y sin complejos y yo reía con ella al verla.

No sé si mi querida amiga volverá a pintar esos paisajes imposibles, que nos hacen soñar, porque sus cuadros muestran lo que entrevé cuando cierra sus ojos castaños. Pinta lo que le viene a la memoria y rara vez pone una figura humana. «Afuera está la realidad, ¿para qué copiarla?».

Miro dentro de mí y encuentro colores y horizontes irreales a los que jamás llegaré, porque no sé si existen, aunque puedo sentirlos y expresarlos, para reafirmarme en ellos. Despedida con abrazos apretados a Rosa, mi querida amiga. ¿Volveré a verla reír? ¿Volveré a verla?

Rehago el camino de regreso al centro de la gran ciudad, a veces tan lejana, ignota y desabrida. Deambulo por Las Ramblas entre mil acentos extraños y otros mil olores. Cae el sol en este día de nostalgia y reencuentro feliz, pienso que debería estar alegre o, por lo menos, sentir algo de consuelo.

Se adormece Barcelona
y en la plaza ya es invierno,
hay un paisaje para un poema,
brisa que pasa y ya no vuelve.
Hay una copa que espera celebración,
una luz no pretendida,
una lluvia de nostalgia,
que me empapa. Dos gotas
de perfume en mi camisa
y una leyenda aplazada
camino de Colón.

Desde hace mucho tiempo el paseo ha perdido su encanto. Las antiguas pajarerías desaparecieron por los nuevos aires de respeto por los animales y ocuparon su lugar dentro del propio bulevar: tenderetes, chiringuitos, casetas, barracas de las cosas más peregrinas: helados, pasteles, turrones, entradas para espectáculos, recuerdos de fútbol y chucherías sin fin, que le dan al otrora paseo inmortal, candidato a Patrimonio de la Humanidad, un aspecto de feria hortera de pueblo.

Sin embargo, no acaban aquí las desgracias, pues hay que añadir las tiendas para «guiris» con sombreros mejicanos, figuras de toros, flamencos y manolas, que ponen de los nervios a los celosos guardianes de las esencias nacionalistas.

Quedan muy pocos quioscos de flores, ya que la clientela que los circunda, consumidores de sangría y paella congelada, en lo menos que piensa es en comprar una docena de rosas rojas, por ejemplo. Lógicamente, las floristas se quejan y culpan al alcalde de turno. Los árboles de los laterales, plátanos de sombra, gozan de muy mala fama, ya que, a pesar de que están enfermos por culpa de la contaminación que nosotros mismos generamos, les son achacadas alergias infinitas. Han sido condenados y pronto serán sustituidos para acabar siendo pasta de papel o consumidos en alguna chimenea, porque parece que tampoco su madera tiene gran valor. No tendrán el consuelo de que algún poeta enamorado venga a glosarlos, como a aquel «Olmo centenario en la colina», que hizo soñar milagros imposibles para Leonor, muy cerca de la ermita de San Saturio, allá en «la tierra de Soria árida y fría».

Árboles centenarios, también los nuestros, que un día vieron pasar a Ildefons Cerdá y a Antoni Gaudí, testigos de tantas historias, que pronto no estarán ni en la memoria de los barceloneses. Tristes Ramblas. Pero tiene que haber esperanza:

Hay días que no tienen entrañas.
Pero buscaremos habitación
para pasar el destierro,
sincronizar latidos
y al amanecer,
cuando escampe la lluvia,
abriremos las calles
para volver a oír «t’estimo»
en las esquinas del Raval.

Volver a la frescura de Nenuco, percibir el afecto de la nostalgia y dar otro abrazo apretado a Rosa. Sentir la tierra mientras caminamos, soñando paisajes de la tarde. Tristeza crepuscular. Árboles sin poeta, pájaros en libertad imposible.