Nadie es profeta en su tierra, pero hay quienes pueden serlo tomando una pequeña distancia. Esto podría aplicarse a Cynthia Rimsky, la escritora que en el año 2012 dejó su Santiago natal para radicarse en Argentina, ganadora con Yomurí del premio a la mejor novela publicada durante 2023 que otorga el Ministerio de las Culturas de Chile, y que a mayor abundamiento fue también galardonada en 2016 y 2020 con el Premio Municipal de Literatura de Santiago.

Nos conocimos con Cynthia a comienzos de 1990, en la plana de redactores y colaboradores de Página abierta, un proyecto periodístico de izquierda que alcanzó un buen reconocimiento en aquel Chile que iniciaba una eterna transición democrática. Como otros medios alternativos, esta revista no logró sobrevivir en un mercado comunicacional controlado por los poderes empresariales y se cerró en junio de 1993.

No era fácil bregar en aquellos años en el periodismo. Cynthia Rimsky se matriculó en la carrera en la Universidad de Chile en 1980. Eran los oscuros tiempos de la intervención dictatorial, cuando las formas de resistencia se encauzaban en la creación de diarios estudiantiles clandestinos y en trabajos voluntarios en las poblaciones (barriadas marginales) o sindicatos de la capital.

Con el fin de la dictadura de Augusto Pinochet, el inicio de la balbuceante democracia y la efímera experiencia de Página abierta, el trabajo siguió siendo un terreno difícil para esta mujer de cabello rojo, nacida en 1962 en Santiago en el seno de una familia de emigrados ucranianos. Pudo haber nacido en Argentina, primera escala del traslado de su abuelo a América Latina, que cruzó la cordillera de los Andes luego de que una plaga de langostas arruinó la plantación donde laboraba, relató en La vuelta al perro, publicado en mayo de 2022.

La vuelta al perro narra sus vivencias cotidianas en Azcuénaga, a 120 kilómetros de Buenos Aires, donde reside. Fue su noveno libro. La carrera propiamente literaria de Cynthia comenzó en 2001 con Poste restante, una obra donde sentó el tema de la búsqueda de la identidad y los orígenes como una constante de su escritura, cruzada siempre más por preguntas y dudas que por respuestas y certezas. Las raíces ucranianas fueron el tema de su primera obra, así como Yomurí, su décima creación, se sumerge en un escenario latinoamericano un tanto híbrido que puede asociarse a los orígenes de los mapuches en Chile y Argentina, pero que también remite a otros pueblos errantes y otros despojos territoriales en el mundo.

«En Yomurí nunca sentí que estaba escribiendo estrictamente de lo mapuche; se me mezclaba el pueblo judío y los palestinos, el movimiento Tamil, los campesinos sin tierra, movimientos revolucionarios, es decir, que aspiran a recuperar algo que perdieron. La novela quiere poner en duda eso bajo una luz contemporánea», explicó en julio de este año en una entrevista con Álvaro Matus, de la revista Santiago de la Universidad Diego Portales.

«En Yomurí me dije: si soy de izquierda -cosa que no sé qué es a estas alturas- no me tengo que preocupar. Y si lo que sale es otra cosa, bueno, qué le voy a hacer. Toda mi formación juvenil estuvo marcada por mandatos: había que ser revolucionaria, la más radical, la mejor judía según lo que pensaban mis padres… una serie de ideas fijas. Ahora partí desde otro lado: ¿por qué esconder las incertezas? Si me gusta ironizar, criticar, buscar disonancias, la quinta pata al gato, por qué reprimirlo. ¿Eso me hace menos de izquierda? ¿O menos humana?», dijo en la misma entrevista.

Yomurí es un mito que escuchó alguna vez a un guía turístico en Cuba y que gatilló la exhumación de un manuscrito que inició en 2010, ligado a la muerte de su padre internado en un asilo de ancianos. Años después retomaría ese episodio en clave de ficción con Eliza, la hija que debe tomar una decisión similar con Kovacs, su padre, un viejo diplomático retirado, fantasioso y enamoradizo, que la convence de emprender un viaje donde terminarán compartiendo su destino con los modernos yomurís, quienes buscan recuperar territorios invocando las Paces XLV suscritas en 1586 con la corona española y vueltas a redactar en 1869.

Todo transcurre en una atmósfera incierta, donde Yomurí es un lugar y un no lugar, al cual nunca se llega. Los usurpadores de esas tierras ancestrales son de la familia Latorre, descendientes del escritor Mariano Latorre, padre del criollismo en la literatura chilena, en una de las tantas alegorías humorísticas del relato. Los nombres de los personajes son también poéticos y funcionales: Carrie es Verde y luego Verde Hilo, están también Vladimir Ilich, Pié, Nocturno, Centella, mientras entre las exesposas de Kovacs aparecen Vida y Cristiana.

Villa K es el asilo de ancianos cuyos benefactores son Klaber, Kovensky, Kiblisky, Kozarinsky, Kupchnik, Knight, Kwasny y Koniz. En Yomurí, las mujeres habitantes ancestrales son las Kakelu, Kilaweke, Kiñena o Kallfukio. Es como si la reiteración de la letra «K» fuera también el símbolo de la distancia y cercanía de dos mundos en esa incertidumbre.

Yomurí es una novela que se enseñorea en metáforas y apuesta a la ironía para un tema serio que nos transporta al desgarro de los pueblos despojados y a la disolución de las identidades. Su lectura me remitió en alguna forma al escritor peruano Manuel Scorza (1928-1983) y su ciclo de «La guerra silenciosa» sobre las luchas por la tierra en los Andes peruanos, donde hay humor y un realismo mágico, asimilado a la flora y la fauna, que cubre de poesía las masacres de campesinos indígenas.

Hay que leer Yomurí y toda la obra de Cynthia Rimski, en particular La revolución a dedo y La vuelta al perro. Sobre estos libros hablamos en esta pequeña entrevista.

¿Cuándo entraste a estudiar periodismo en 1980 ya querías ser escritora o la opción por la literatura fue posterior? ¿Cómo fue la experiencia de estudiar periodismo bajo la dictadura?

Cuando entré a periodismo, quería ser escritora, pero también me imaginaba como una corresponsal en viaje, periodismo era sinónimo de una vida de aventuras. En ese momento estaba de moda Oriana Fallaci y creo que era mi modelo de periodista, algo muy muy alejado de la realidad. En la primera clase un profesor nos dijo que los que queríamos ser escritores nos fuéramos de la escuela. Lo odié, pero con el tiempo creo que debí haber seguido su consejo. La escuela era un despojo, la mayoría de los buenos profesores habían sido expulsados o se auto exiliaron y los que quedaban, guardaban silencio en todos los temas que podían acarrearles problemas, lo que era un total contrasentido con la libertad de expresión. Las enseñanzas del profesor estrella fueron: tener siempre más de un lápiz y una libreta con los teléfonos de las secretarias. Lo que me salvó fueron mis compañeros y compañeras y la actividad política clandestina contra Pinochet. Eso me formó como periodista y ser humano. Porque no había ni biblioteca, o sea, había, pero la habían convertido en un cuartito azul. En esa época abrazábamos la idea de una comunicación y un periodismo popular, hecho por las bases, y trabajábamos apoyando boletines de sindicatos y organizaciones poblacionales.

Cuéntame de tu trayectoria periodística, especialmente con el efímero proyecto de Página abierta.

Mi trayectoria periodística fue muy errática. Era rebelde, joven, llena de ideas, y contraria a las estrictas reglas que en ese momento manejaba el periodismo. Me interesaba algo que se acercara más a lo literario, me refiero a construir personajes, respetar el habla de las personas, construir situaciones, resaltar los detalles. Lo que quería era plasmar lo que las personas experimentaban y no lo que las preguntas del lead dejaban filtrar. Por supuesto, los y las editoras tachaban esas derivas y era frustrante. Entonces apareció Página abierta. Era una revista política, pero tenían una parte de atrás donde daban total libertad para escribir; allí estaba Pedro Lemebel y otras plumas buenísimas. Y experimenté una libertad genial. Lamentablemente, como otros medios de izquierda, nunca se preocuparon de financiarse y cuando se agotó la ayuda internacional, la cerraron y dejaron variados compromisos sin pagar.

Tu peregrinaje a Nicaragua narrado en La revolución a dedo ¿fue una decisión periodística o política? ¿Con la distancia que dan los años, cómo ves la situación actual de Nicaragua bajo la dupla Ortega-Murillo? ¿Queda algo de la adhesión tal vez romántica a los primeros años de la revolución sandinista?

No sé si fue una decisión. Me sentía ahogada, quería salir, vivir otras cosas. Una de las preguntas que me inquietaba era ¿qué es una revolución fuera de lo teórico?, ¿cómo es, tiene un olor, un color? ¿Cómo son las relaciones entre las personas y con el trabajo? ¿Es igual? Tenía muchas preguntas, ya había empezado a desconfiar de la ideología, me parecía que la izquierda daba demasiadas respuestas muy teóricas y que había una distancia conflictiva con la práctica, que siempre era menos importante.

La situación actual de Nicaragua me parece horrorosa, creo dentro de todas las cosas inexplicables, que son la mayoría, la menos explicable es que un revolucionario se convierte en una copia del dictador que derrocó. Lo que queda de esa adhesión romántica es una mirada y una escritura política que le interesa lo que ocurre en los círculos más alejados del poder, los acontecimientos que aparentemente no tienen importancia, los detalles, los objetos infraordinarios como dice (Georges) Pèrec, y me interesan más las preguntas y las dudas que las respuestas y las certezas.

En La vuelta al perro escribes sobre el origen de la familia de la protagonista, entre Ucrania y Polonia, que emigró a Argentina y que por una razón de fuerza mayor siguió a Chile. Entiendo que es una suerte de apunte autobiográfico. ¿Dirías que el tema del origen y de la identidad marca tu obra o parte de ella, como en Yomurí? ¿Es una cuestión personal o en un sentido más amplio una forma de interpretar o desentrañar el mundo actual?

Creo que ha sido un viaje que partió con esas preguntas en Poste restante. Me inquietaba esa idea de que en un grupo familiar (también puede ser de amigas), unos se quedan con la vida que tienen y otras emigran buscando una vida mejor. Porque al final ambas partes tienen una vida y nadie puede juzgar cuál fue mejor. A lo largo de mis libros esa pregunta fue mutando, fue ella misma haciendo la experiencia. En Yomurí trabajé la identidad en un tono irónico, encontrar una identidad ya no resuelve el enigma, subsisten las dudas, las tensiones, saber de dónde vienes, a qué comunidad o país originario perteneces, no te da una pertenencia y esa pertenencia no te da una identidad o sí pero no te da ninguna seguridad, es solo un fragmento más de un rompecabezas en el que algunas piezas se volvieron inencontrables.

Vinculado a lo anterior ¿por qué optaste por radicarte en Argentina desde el año 2012? ¿Te sientes «binacional»?

Radicarme en Argentina fue una decisión personal, aunque influyó el hecho de que en Chile es muy difícil subsistir como escritora y el ambiente literario es tenso, pequeño, peleador. Más que binacional viví un proceso que me parece muy interesante y es lo que llamaría a-nacional. Más bien, una distancia con el concepto y la práctica de la nación.

¿Cuáles son los elementos que a tu juicio caracterizan tus escritos y tu estilo?

Creo que he ido contestando esta pregunta a lo largo de la entrevista. Tengo una preocupación por la forma literaria, creo que es la forma lo que te permite ir descubriendo paulatinamente de lo que quieres escribir y no al revés. En ese sentido, mis libros parten de la inquietud por la incomprensión, el arte no comprende al mundo, sino que busca variaciones, revuelve el gallinero.