A Marko Marulic, a Teban, y a mi abuela dálmata.

Una tardecita en Buenos Aires mi abuela me habló de la Costa Dálmata con mágica fascinación. Tiempo después, pude cumplir con la promesa hecha a mis abuelos de ir y vivir un tiempo en las tierras donde comenzara la historia de mi sangre: in Toscana, en Catalunya, u Dalmaciji…

En la ciudad de Split, en el año 2012, me enseñaron una propiedad eclesiástica con la casa natal del escritor Marko Marulic (1450-1524), considerado el «padre de la literatura croata». Ingresé en ese espacio, que estaba completamente destruido, con el respeto de quien entra en la vida de un colega o de un amigo metafísico de mi abuela. No podía creer que este Alighieri eslavo (así se definió él mismo), quien fuera el primero en escribir la palabra psicología (Freud fue a visitar a su fantasma alguna vez), y que sus textos filosóficos fueran muy adelantados a su época (y a la moral kantiana), tuviera su legado en tal estado de pueril abandono.

Sentí por entonces el deber de hacer algo. Cumplía con mi pasión literaria, ya que siempre me fascinaron las casas natales de los escritores. Hallaba una manera de agradecerle a Croacia por aceptarme en su tierra, presentándome de inmejorable manera ante mis nuevos vecinos. Pero la vida por allí, donde es posible encontrar buenas traducciones del Quijote, tenía sus propios molinos de vientos balcánicos esperándome…

Restaurar la casa del poeta me llevó a enfrentarme con una brutal corrupta violencia y el cuestionamiento de quienes durante siglos no habían hecho nada. Fue hipotecarme el cuero, y derramar mi sangre -y la de injustos enemigos- para lograr imponerme, o bien para sobrevivir. Una verdadera pesadilla donde no sé cuántos otros la hubieran soportado. Pero el sueño perseguido era (y lo fue) verdadero.

Una vez que logré la apertura de la Casa Museo de Marulic, incluyendo una librería y cafetería en su honor, tuve que defenderme, en incontables ocasiones, de los ataques mafiosos privados o estatales, extorsiones y coimas respectivamente. Demasiados son los negocios nauseabundos que un puerto turístico, librado al azar, ofrece.

Ese espacio de la poesía, por las noches, era un búnker: blindaje en puertas y ventanas, todo tipo de alarmas, cámaras de seguridad, vecinos en alerta, y hasta un grupo de intervención especial por recomendación del juez para que no fueran mis puños los que siguieran lastimando.

Son muchas las noches que dormí allí, escribiendo literatura tras huellas medievales, a la vez que inspeccionaba las armas, caseras y convencionales, para la defensa de la casa del padre de la literatura croata que hacía de refugio de un hijo de la literatura argentina.

En los días más luminosos, se presentaron todo tipo de libros y en diferentes idiomas. Artistas del mundo entero desplegaron su arte: conciertos, ciclos de cine, recitales de poesía, teatro. Charlas filosóficas y campañas solidarias. Se celebraron bautismos, cumpleaños y casamientos. Fue sitio de reunión cultural y fiestas de la comunidad latina. En lo que respecta a La Argentina, supo ser una suerte de embajada y centro de acogida para los tantos que migran azarosamente por estos días y a la buena de Dios.

El Jazz y el tango llegaron al pueblo, y algunas veces flamenco, acompañando tertulias entre amigos y todo tipo de inicios y finales amorosos. Con triste procrastinación voy recolectando anécdotas que sucedieron allí en esos casi diez años que duró el proyecto. Que sí, no hay tragedia que el tiempo no la vaya convirtiendo en comedia (buena o mala).

El 2019 fue el primer gran año donde todo comenzó a acomodarse y el excéntrico muchacho con ojos de poeta se convertía en un visionario económico. Pero lo efímero de la sorprendente dinámica del caos que nos rodea trajo consigo un 2020 que pateó la maltratada puerta de mi apuesta, y la del tablero en juego con un jaque a la pieza que representaba mi persona.

Perdí a mi padre por aquellos días, y ni bien regresé de su entierro del otro lado del mundo, debido a medidas gubernamentales arbitrarias y absurdas durante la pandemia, comenzó el naufragio. Nos obligaron a cerrar, aunque las fiestas en la playa nunca se interrumpieron y los amigos del poder resolvían mágicamente sus deudas fiscales. Fueron horas insanas donde hubo que soportar el asedio impositivo y ver a los deshonestos aprovecharse del contexto desfavorable de los bien nacidos. Nadie sabía cuánto duraría el drama: yo sí sabía cuánto aguantaría el mío.

Como hacedor, una de las mayores satisfacciones es poder ofrecer y generar trabajo. Ver cómo algunas personas, o pequeños emprendimientos, van progresando a consecuencia de lo que uno genera. Con el negocio acabado, proseguí pagando de mi bolsillo salarios y compromisos comerciales desoyendo todo consejo financiero.

En esa crisis económica forzada, las mafias se adueñaron de todo. Las opciones que yo tenía eran dos: cerrar el sitio y rendir la plaza, o realizar un último intento desesperado de salvación.

Lo que jamás pudieron obtener por la fuerza, y lo que sostuve con un heroísmo fuera de contexto, terminó perdiéndose por obra del mismísimo demonio, ese que se presenta como un amigo y en el que uno ve una sonrisa a pesar de tener la mandíbula de un tiburón. Los enemigos de siempre, con astuto disfraz y junto a los previstos traidores, se adueñaron y acabaron con mi creación. Porque también llegaron amenazas que excedieron a mi maltratada existencia física y a mi inquebrantable voluntad.

Diez años de sueños, sangre y trabajo, desaparecieron de mi vida de la misma manera que ahora intentan borrar mi nombre de esa historia, la del del poeta sudamericano que restaurara la casa de ese otro poeta nacido quinientos años atrás en Dalmacia.

Al caer en desgracia, ocurrieron algunas predicciones convertidas en enseñanzas interesantes. De todos los empleados que tuve, el que trabajó menor tiempo fue quien más se interesó por mí y se mantuvo leal. De todas las cervezas que regalé, quien se puso a mi entera disposición fue el amigo que solo tomaba café sin aceptar jamás uno de yapa (de regalo). Los mejores consejos y abrazos me los dieron las personas más sencillas y en silencio. El resto, con esa cruel nimiedad de nuestras míseras existencias, siguió celebrando como si yo jamás hubiera existido.

Así fue que un día me quedé mirándome al espejo con la serenidad de siempre por haber hecho la entrega sin esperar -nunca jamás- algo a cambio. Así es como se hace literatura, cómo se cuida el patrimonio de la Iglesia, y cómo uno actúa con los demás en cualquiera de los escenarios donde nos toque representar a la mejor versión de uno mismo.

En esta desventura dálmata cumplí un poco con Dios, defendiendo con mi sangre las veces que atacaron el lugar, bastante con Croacia, devolviéndole a su gente el valor de uno de sus más grandes pensadores, y enteramente con la comunidad latina y argentina, habiendo ayudado a decenas de náufragos que las olas del destino arrojaron al umbral de la casa poética.

Pero, con todo esto, hay algo muy importante que me gustaría me respondan: abuela mía, ¿qué te ha parecido la función?