La IA es la usurpación, el uso indiscriminado de información creada por otros que este sistema usa sin importar los derechos de autor de quienes crearon la información acumulada por el sistema. Esto válida mi opinión sobre el derecho que tenemos los cineastas del tercer mundo para usar las imágenes que las cadenas de tv internacionales roban gratuitamente de nuestras realidades. Debemos apropiarnos de ellas para de esta manera nosotros poder reflejar, y reflexionar sobre nuestra realidad. Poder tener opinión de todo cuanto nos incumbe y nos permita desarrollar nuestra propia verdad, como también, producir obras de diverso contenido que sirva como material de apoyo en la educación en las diferentes materias y niveles educacionales. También, para exhibir a través de las redes sociales, centros culturales, universidades, cafés literarios, u otros establecimientos, y así ser un aporte en el desarrollo cultural de la sociedad.

Vivimos momentos donde no existen los límites. Se presume que no se puedes o debe limitar la libertad. Pero es necesario que existan exigencias y obligaciones. Única forma de fomentar el desarrollo. Pareciera que todos estuviéramos en modo avión. Se perdió la conexión y el desafío de lo colectivo. Cada uno está funcionando en base a su mundo interior, a su verdad, en su metro cuadrado, en sus petit comité, en base a sus amigos, familias y partidos. Estamos invadidos por grupos Wagner, o sea, mercenarios. Hay que luchar por recuperar la sociedad, la humanidad, la solidaridad, el bien común y principalmente, la responsabilidad personal que a cada uno tiene en aras de lograr construir colectivamente una mejor sociedad. Hay que retornar a la ética, sentir que existe una responsabilidad en cada uno de nosotros. La decadencia es responsabilidad de todos. Las élites intelectuales, tienen el deber de jugar un rol crítico, reflexivo, destacado en la sociedad. No pueden quedar en silencio frente a los desmanes, a los atropellos, al deterioro de las instituciones, por miedo a las «funas».

La educación juega un rol preponderante. Debe recuperar su carácter de institución meritocrática. Hay que sacarla del status quo en que se encuentra. El arte, y la cultura, ha sido capturada por el mercado especulador. Transformó el arte en algo elitista, en algo difícil de percibir su valor, hoy cualquier unidad de plátano colgado en una galería es llamado arte y vendido en cifras absurdas. Y lo que es peor, ni siquiera es por kilo. La sociedad está deshumanizada, dejo de pensar en ella.

A propósito de educación y cultura. Durante mis años en Suecia y Mozambique, siempre pensaba que después de mis vivencias, y experiencias por el mundo, no podía volver a Chile y seguir pensando, razonando o funcionando, como si no hubiera salido nunca de Quinta Normal. De lo contrario, todas esas maravillosas vivencias, que son los cimientos que sostienen mis ideas, criterios, y sentido común, quedarían depositados en la papelera de mi disco duro.

Quinta Normal, es un sector medio marginal del gran Santiago. Fue allí donde pasé gran parte de mi juventud. Mis amigos del barrio, muchos de los cuales aún viven en el sector, tienen características encomiables. Son personas honestas, amistosos, solidarias, de buenas costumbres, sencillas, amigos de los amigos, con un profundo sentido social. En resumen, buenas personas, es decir, personas normales. Habitantes de una quinta normal. Cuando digo, quinta normal, estoy pensando que quinta es una parcela de terreno, equivalente aproximadamente a una hectárea de territorio. Aquí uso ese nombre como una referencia estadística, un botón de muestra, de algo que sucede a mayor escala, a nivel país. Es como cuando se dice «Quien conoce su aldea conoce el universo», «Pinta o describe tu aldea y serás universal».

Hoy un gran número de esos viejos amigos, estoy hablando de unos quince personajes, se reúnen al menos una vez al mes, en un siempre opulento asado, que seguramente lo lleva Miguel, quien trabaja hace siglos en carnicería. Este encuentro se realiza en un atiborrado galpón, entre guillotinas para metal, láminas de acero, fierros retorcidos, viruta metálica, de un enorme y desordenado galpón ubicado al final de la calle Los Andes.

Cuando jóvenes, varios integrantes de este mismo grupo, nos juntábamos en la parroquia del barrio llamada Medalla Milagrosa. Lugar sagrado, de nuestras tardes. Donde solíamos jugar baby futbol. Teníamos un equipo que lo bautizamos como Los Cotollos. Creo que ese nombre provenía de un chiste, que no recuerdo, pero que significaba algo así como de calidad, algo sobresaliente. La Medalla, tenía múltiples y variados recovecos. Lados oscuros, como en todas las iglesias, que aprovechábamos para escondernos a pololear. Gracias a esta relación amistosa y entrañable, cada integrante de esta verdadera cofradía, cuando tiene que despedir algún ser querido que ha comprado pasaje para el más allá, no duda en realizar su velorio en nuestra famosa Medalla Milagrosa.

Todos sabemos, que las ceremonias fúnebres, allí, cuentan con un siempre garantizado alto rating de asistencia. Cuando falleció mi padre, a pesar de que vivía en Las Rejas, realizamos su velorio en La Medalla Milagrosa. Ocasión que naturalmente contó con la presencia de todos estos buenos muchachos, que, entre abrazos, recuerdos y como corresponde en ocasiones, no faltan los consabidos chistes. Luego todos se despiden recordando la fecha del nuevo asado venidero. Lamentablemente mi madre murió en Arica y no pudo ser despedida como se merecía.

A propósito de mis relatos, como este, y de la conocida escases del hábito lector en la gente de hoy, se me ocurrió hacer una prueba con estos amigos de esa quinta normal. Envié al WhatsApp del grupo, uno de mis artículos que mensualmente escribo para la revista cultural Meer del país Montenegro. Pero antes, tengo que comentar, que, para estos amigos, yo represento el tipo distinto, el gil con mundo y exitoso.

Yo suelo anotar la cifra de gente que lee cada uno de mis artículos. Antes de hacer el envío, miré la página. Aquel relato cinematográfico, que es como título estas crónicas, tenía 61 visitas. Cuando les envié el artículo, les comenté, que, en él, yo hablaba de ellos, de cómo había sido nuestra juventud en los años 70. Dejé pasar un par de semanas y volví a mirar las estadísticas. No se había movido ni por casualidad. O sea, nadie la había leído. Estaba más que claro que mis amigos no eran la excepción. Que ellos también son parte de lo que hoy es lo «normal» para la mayoría de la gente. Son lectores de fragmentos. Es decir, leen un salpicón de pequeños textos, pero que al final, no son nada. Son clientes frecuentes, o adictos, a las redes sociales. Lo normal hoy es comunicarse a través del lenguaje de los emojis, de los stickers, del pulgar para arriba o para abajo, vía WhatsApp, Tiktok, Instagram o X.

La mayoría de las generaciones actuales de chilenos, en su escolaridad, no fueron seducidos, sensibilizados, por el tema cultural. Esto debido a que, para el sistema imperante, desregulado, sin control suficiente, la educación, en la que se formaron, o deformaron, es un negocio. Los ramos artísticos simplemente fueron borrados de su horizonte, dejaron de existir, no eran necesarios, no era rentable pagar profesores en esos temas. Ni hablar de filosofía. Por tanto, estas generaciones de jóvenes quedaron ajenos al goce, al disfrute del arte y la cultura. Les limitaron la posibilidad de reflexión, y de ampliar su horizonte mental. Algo que hoy constatamos cuan fundamental es para sostener una convivencia constructiva en base al respeto de la diversidad, en el más amplio significado de la palabra.

Para el sistema imperante en el mundo, no es necesario gastar en campañas de marketing para seducirlos a consumir arte y cultura. Hoy, cuando ya son adultos, no se motivan por comprar un libro, no se les ocurre asistir a una exposición de pintura, ya sea en un Museo, menos aún, a una galería. No es por acaso casualidad que esos bellos, luminosos y glamorosos espacios, en su mayoría, habitan el sector oriente de la capital. Sector donde viven los consumidores del segmento A, B y C. Lo paradójico de esto, digno de análisis, es que a estas personas que crecieron al amparo de una mala formación educacional, son personas que cuando se les ofrece la oportunidad de involucrarse en un acto cultural, asisten en masa.

No puedo olvidar aquel 2007, cuando vino la compañía francesa Royal De Luxe, fue impresionante el impacto que causó la Pequeña Gigante. La prensa de la época, calculo, en más de un millón de personas que acompañaron la caminata de la muñeca por las calles de Santiago. Pero no fue el único evento que cautivó la atención de los ciudadanos, dejados de lado por la deformación escolar en nuestro país. La visita de Plácido Domingo a Chile y su concierto gratuito ese mismo año, en la Plaza de Armas, fue un momento inolvidable, un privilegio para más de veinte mil ciudadanos comunes. Fueron actos espontáneos, de gente normal, que acudió masivamente ante la oportunidad única, y no la desaprovechó. ¿Qué fue lo que gatilló esta reacción? La curiosidad, fue el deseo o impulso natural de superación que habita en todo ser humano, tal vez la novedad, la curiosidad por lo desconocido. Las calles, avenidas y plazas se desbordaron por gente que se dejó llevar por el encanto, el goce, por sus sensibilidades, emociones, para disfrutar y soñar como niños.

Mario, uno de estos amigos de juventud, acaba de visitar Europa junto a uno de sus hijos y familia. El WhatsApp del grupo no paró de sonar todos los días, a distintas horas, era un auténtico bombardeando de racimos de fotografías que Mario enviaba sin parar. Eran ráfagas del Museo del Louvre, parado frente la catedral de Notre Dame, a los pies de la Torre Eiffel, junto a la puerta del Moulin Rouge, con el Coliseo de Roma a sus espaldas, lanzando monedas en la Fontana di Trevi, con cara de santo en el Vaticano y la Capilla Sixtina. ¿Qué sucedió? ¿What happened? ¿O que aconteceu? ¿Vad som hände? ¿Ce qui s´est passé?¡Condorito, humildemente exigiría una explicación!

Lo que había sucedido, es muy simple de explicar. Se había repetido la escena que relaté de la Pequeña Gigante y Plácido Domingo. La gente, el ciudadano común, el llamado pueblo, ese vilipendiado pueblo, tiene inteligencia emocional, o sea, son normales. Cuando esos normales, ven en peligro sus miserables realidades, razonan, usan su inteligencia emocional y votan según su interés. Ese mismo pueblo, del cual todos se sienten representantes, cuando están frente a una verdadera obra de arte, y no a una, sobra de arte, no pueden abstraerse de disfrutar, no son ajenos a admirar su belleza estética. Es un reflejo natural que brota espontáneamente en todo ser humano. Esta más que claro que si en la educación nuestra de cada día, se incentivara la lectura, las artes visuales, la música y todas las otras expresiones artísticas, tendríamos una sociedad más homogénea. Una sociedad con mente más abierta, más dispuesta al diálogo, sin miedo a lo distinto o desconocido.