Me niego, de porfiada que siempre he sido, a que el agotamiento mental y la profunda tristeza que me produce leer, ver o escuchar las noticias, sobre todo si el día es el 24 del mes, me paralice. Sigo convencida, por mis retoños, que se puede vivir alegremente comiendo poco, caminando mucho, leyendo más, descansando y sobre todo eligiendo racionalmente.

No podemos seguir llorando y cruzarnos de brazos, cuando tenemos la posibilidad de votar por alguien o algo mejor e insistimos ofuscados de que no sirve de nada. Es la mejor forma de abrir las puertas de las instituciones a sus amantes creadores y darles la razón, una vez más, a los que han demostrado fehacientemente que no la tienen. Razón que perdieron si miramos la radiografía del producto, tierra, que crearon.

Pensar y responder frente al consumo exagerado, que destruye la naturaleza y la vida de miles de especies, es urgente. Nada nos impide decir en voz alta que la solución es que casi todo es prescindible y actuar en consecuencia. Si, la «pobreza», medida por cantidad de objetos, aumentaría, pero la verdadera riqueza también.

Terminar, hoy y no en el futuro con el hambre. Poder pescar alimentos y no plástico. Extraer comida y no hidrocarburos de la tierra. Usar la tecnología para producir energía y no F-35A. Producir aquí, no al otro lado del mundo, lo necesario para vivir bien.

Europa ya no estaría asustada, en realidad aterrada, porque sus fronteras se ven sin permiso visitadas por los descendientes, que logran sobrevivir la travesía, de los usurpados. Europa la moderna y poderosa, enfrentada a los resultados de su colonización trata de evitar los efectos secundarios de su historia.

A menor producción de fierros destinados a matar, mayor salud, educación, aire puro, niñez y juventud.

A menor producción de animales destinados a la barbacuá menor cantidad de dióxido de carbono, tumores colorrectales y alimentos vegetales que terminen con el hambre.

A mayor y más elocuente negación de la religiosa creencia, gritada a los cuatro vientos, que nos convence a seguir aceptando el gran engaño, de que las alianzas transnacionales dedicadas a la defensa nos van a proteger. Nunca han sido fabricadas para salvaguardarnos, solamente amedrentarnos. La mejor medicina: el miedo, para aceptar la locura armamentista, el negocio que, ver bolsas de valores, enriquece oligarcas de este a oeste y norte a sur.

De sátrapas el mundo está infectado lo suficiente para que su cantidad sea peligrosa, contagiosa y tangible, como lo son la miseria política, moral y de desigualdad que proclaman.

Ante el agua que inunda pueblos, ríos que salen de su cauce y sequía que destruye alimentos, necesitamos una narrativa local. Conversar entre nosotros. Cuidar de nuestros ancianos y compartir con los menores. Jugar en las calles y bailar en las esquinas.

Al ser los vecinos los que deciden el imprescindible quehacer, de seguro que otro gallo cantaría. Sin lugar a dudas, los intereses nacionales no son los mismos a lo largo y ancho de un territorio, cuando el desastre acecha.

Y menos aún, son los presidentes, ministros o secretarios generales que se sienten obligados a subirse a sus aviones, los que pueden prestar los primeros auxilios con su presencia. Solo entorpecen con las puestas en escena de las infaltables fotografías in situ.

Revivir nuestras mejores tradiciones. Creo incluso que el ChatGPT nos podría ayudar. Le podríamos, incluso, consultar respecto a cuáles son los algoritmos que hacen que nuestros ideales y virtudes se han desvalorizado.

Preguntar el por qué los países pobres construyen carreteras y dejan las vías férreas cubrirse de maleza. Interrogar acerca de las razones por la que los mayores castigan a los menores y también, por qué no...