Mezclar a la poesía con la economía pareciera una brutal arbitrariedad. Llamar a alguna cosa poética económica carecería de sentido. Pero, ¿existe una economía poética?

Desde que tuve que valerme por mí mismo, el dinero ha sido un constante problema. Por tal razón, era necesario hallar alguna solución al respecto. Desde que decidí dedicarme a la poesía -imaginemos aquello- la ansiedad por la resolución de ese problema aumentó exponencialmente.

Recuerdo estar trabajando en un bar de Bariloche, en la Patagonia argentina, y entablar conversación con unos turistas holandeses sobre Baruch Spinoza. Cuando me preguntaron qué planes tenía para mi vida, les respondí que estaba trabajando ahora de cantinero pero que tenía otras ideas; intenté sorprenderlos diciéndoles que escribía poesía. Me respondieron secamente: «entonces trabajarás siempre de cantinero». Lo cierto es que, por las vueltas que nos hace dar la vida, esto ha sido un poco así, pues terminé trabajando en el mostrador en muchas ocasiones, aunque luego ya dueño del salón. Pero a lo que me refiero es que el dinero, si no me enfrentaba a una resolución, sería una angustia constante maltratando a mi literatura. Advierto francamente al lector una cosa: aún sigue siendo un problema, pero mi relación -y suerte- con ese medio cambió enhorabuena.

En otro Beer and Alcohol Room (BAR), unas chicas que habían extraviado su cartera me preguntaron si podían acceder a mi computadora y pagarme con crypto-monedas. Porque mi principio mercantil fue siempre «aceptar la voluntad de pago», les dije que sí, pero que me explicaran cómo sería la cosa. Allí mismo me ayudaron a crear un monedero virtual y me efectuaron un pago con Bitcoin. El monto que yo visualizaba podía ser convertido en dinero corriente y podía corroborar el valor del mismo a cada instante. Ver un número o valor en mi teléfono de ese modo no me producía un sentimiento muy diferente a cuando observaba el saldo de mi cuenta bancaria. Ambos eran números virtuales. De hecho, allí volví a comprender el valor fiduciario de cualquier moneda que circula por el mundo para el intercambio concreto por un bien. Al descubrir que ese nuevo dinero virtual podía utilizarlo para realizar transacciones decidí incorporarlo a mi vida diaria e investigarlo mayormente, porque hacía mucho tiempo que no estaba frente a algo que no comprendía cabalmente.

Al poco tiempo descubrí que mi crypto-dinero no sufría descuentos constantemente como sucedía con mis otras cuentas y comencé a fascinarme. Además, el gobierno, no podía intervenir autoritariamente sobre esos fondos: una vez me quitó una gran suma sin avisar, y tras demostrarles que había sido un error impositivo, me devolvieron la mitad del monto sustraído porque yo tuve que costear los gastos administrativos del error de percepción de ellos. Lo que fue peor, nadie nunca jamás se disculpó.

Acepté así gustosamente a los cobros en crypto-monedas en mis negocios, y sin debatir una vez más cuáles impuestos tienen sentidos y cuáles no, declarando y pagando voluntariamente mis obligaciones como ciudadano. Pero mis ahorros, lo que ya era mío, decidí no exponerlo al robo que sufriera anteriormente por los bancos o por algún capricho de cualquier Estado fallido.

En una de mis caminatas poéticas, es decir, en las que salgo a escribir poesía, antes de hacerlo, miré cuánto saldo tenía en mis cuentas de crypto. Con ese número guardado en un rincón de la cabeza me lancé a la aventura de escribir. A las tres horas, cuando regresé a mi refugio con un poema nuevo, volví a mirar mi saldo virtual. Había obtenido una ganancia mientras soñaba despierto, escribía y vivía poesía. No soy tan torpe como para creer que había cobrado ese dinero cual premio por mi inspiración, pero sí sentí, por primera vez, que un dinero generaba más dinero mientras yo me dedicaba a lo que más quiero. Ese día, Bitcoin y yo nos besamos apasionada y poéticamente.

Después de muchos años de relación hemos tenido discusiones, peleas y reconciliaciones. He sabido generar más dinero y he sabido perderlo en la nueva timba y tómbola de oasis y paraíso económico del universo del Blockchain. Pero qué placer me produce cuando el caos se hace cosmos y paga por mi poesía; y qué mayor tranquilidad me genera cuando fue el azar lo que redujo mis ahorros, y no algún nuevo gasto bancario que nadie me advirtió, o cuando el fisco necesitó usar del dinero de los poetas para que algún político hablase de alguna cosa pueril y sin belleza.