Estoy esperando los resultados de las elecciones administrativas en Italia. La participación no ha sido enorme. En realidad, todo el contrario. Y esta es una de las tendencias que muestra cómo ha cambiado y está cambiando la sociedad, la gente, las preferencias y el modo mismo de percibir el mundo y la política. Los electores participan cada vez menos. Recuerdo que algunos decenios atrás la participación en las elecciones superaba fácilmente el 75%. Hoy difícilmente supera el 40% y no sólo aquí sino en muchos países existe una mayoría de electores que se abstiene. Tendencia preocupante en una sociedad democrática, donde la participación es vital.

Esta actitud hacia el abstencionismo creciente refleja la deslegitimación de la política misma. Un proceso que se ha iniciado en los años 70, agudizándose progresivamente. Los políticos se han distanciado de «sus bases» y en muchos casos son considerados oportunistas, burócratas y corruptos. Estos aspectos ponen en peligro la democracia representativa y debilitan el sistema político. La participación o militancia política se ha reducido enormemente. Los partidos ya no atraen como hace 30 o 40 años atrás y este fenómeno es seguramente un producto de la deslegitimación y apatía que determina una serie de secuelas entre ellas la volatilidad del electorado, la desideologización y el lenguaje mismo para hablar de política.

Como ejemplo de volatilidad puedo nombrar el hecho que la gente ya no vota por su partido que antes era parte de la identidad personal y una cantidad en aumento de votantes pasa de una posición a otra en breve tiempo. En Italia, por ejemplo, Matteo Renzi obtuvo el 40% de los votos representando al partido democrático. En menos de 2 años, el Movimiento 5 estrellas alcanzó porcentajes símiles que pasó a la Lega de Salvini y posteriormente de esta migraron hacia el partido de Giorgia Meloni, que actualmente constituye la fuerza principal del gobierno. Todos estos cambios son cada vez más rápidos y no siguen una lógica única. La desideologización ha hecho que los electores actúen más por instinto que por «reflexión» y esto nos ha llevado a un tipo de lenguaje directo y fuertemente emotivo. La profundidad de las discusiones no llega más allá de mencionar los problemas. Se entregan pocos datos y se habla con frases cortas, eslóganes y se usa una retórica repetitiva, que abunda en clichés de todo tipo y desprecia el uso de condicionales. Muchos -frente a estos fenómenos- hablan de populismo y en esto seguramente el uso de los medios sociales ha tenido un efecto enorme, incrementando la superficialidad y la impulsividad.

La política de fe ideológica que conocíamos se ha transformado lentamente en política on demand (a la carta) como si el escenario político social se hubiese transformado en una pantalla de Netflix donde cada uno puede mirar y seguir el capricho del momento, la película de la cual se habla más y los actores que en ese preciso instante están en su apogeo. El concepto que domina es de una política sin participación directa ni responsabilidad, comparable a una moda o acto de consumo, donde el peso del carisma es fundamental y donde la popularidad de los políticos dura apenas el tiempo necesario para cambiar de opinión y buscar nuevas «experiencias». Además, observamos nuevas figuras políticas independientes de los partidos que hablan un lenguaje directo y se presentan como «influencers».

La inmediatez de la política a la carta reduce la capacidad de afrontar los problemas, pues lo único que realmente cuenta es la imagen y esto es la negación misma de la política concebida como el «arte de administrar». Otra tendencia es la búsqueda de confirmación en el sentido que no importa lo que se dice y a menudo se miente, basta que el político tenga las mismas ideas que tengo yo en ese momento preciso sin que nadie se preocupe por las implicaciones sociales y económicas de las propuestas o programas, si los podemos llamar de esta manera.