Galicia está pobre,
y a La Habana me voy...
¡Adiós, adiós, prendas
de mi corazón!
¡Ánimo, compañeros!
Toda la tierra es de los hombres.
Al que no vio más que la propia
la ignorancia le consume.
¡Ánimo! ¡A quien se muda Dios le ayuda!
Y aunque ahora vamos de Galicia lejos
veréis cuando volvamos
cómo crecieron los robles...1

(Rosalía de Castro)

Viejo tópico, tan antiguo como el hombre. Exhibido hoy como nuevo, ante una sociedad sin memoria, por los medios visuales de comunicación. Lo brutal sobrepasa hasta los límites del naturalismo; por eso, pierde elocuencia para los espectadores y se vuelve trivial, desestimando la esencia de una tragedia colectiva que a todos atañe. Es lo que vemos, ahora mismo, en ese espacio de incordio que llaman, paradojalmente, la Concordia, tierra de nadie, acechado por el norte y por el sur, policías y militares, peruanos y chilenos, desplegados bajo la antigua consigna del «no pasarán», erigida contra seres humanos desesperados e inermes.

En este caso, cual obra kafkiana vuelta atroz alegoría, centenares de migrantes se agolpan en el páramo arenoso que separa a Chile del Perú, con sus míseros fardeles, levantando precarias carpas hechas de frazadas. A metros de ellos, hombres de uniforme azul oscuro, por un lado, y verde o caqui por el otro, forman barreras de contención para evitar el acceso o el retroceso, según sea el punto cardinal hacia donde se mueven estas aves migratorias sin destino ni alas. En cada uno de los castillos del poder, el señor K Peruano y el señor K Chileno, pronuncian semejantes edictos: «Los indocumentados deben regresar a su lugar de origen». No está claro cuál sea éste; se trata de un círculo demencial, donde el lugar de regreso se confunde con el punto de partida.

He puesto un epígrafe de Rosalía, porque soy hijo de emigrante gallego, mi padre, quien arribó a Buenos Aires a fines de marzo de 1925, cuando contaba con trece años de edad, junto a sus padres y hermanos. Habían vendido la casa, las vacas, el caballo, los enseres de labranza. Ingresaban como «labradores propietarios», eufemismo burocrático para no escribir «campesinos». La motivación del destierro -el desterronamiento, como escribiera Efraín Barquero- era el hambre, esta palabra de dos sílabas que posee rango universal y estatuto compartido por millones y millones de seres humanos a lo largo de los siglos.

Hay otros móviles, por supuesto: el exilio, el éxodo, el extrañamiento; también la invasión. Sin embargo, hoy asistimos a un masivo y constante movimiento de mujeres, hombres, niños y ancianos a través de diversas fronteras. Desde África y Medio Oriente, el flujo se ha hecho creciente en las últimas dos décadas. Las guerras locales, esas que alientan o provocan las grandes potencias, empujan y presionan a cientos de miles de huérfanos de patria a buscar refugio en aquellas naciones y estados que les sojuzgaron durante siglos, suerte de espejismo de abundancia y posibilidades sin cuento, contra cuyos muros artillados van a estrellarse la mayoría de estos trashumantes, descontando los centenares que caen en el camino o se hunden en el mar.

Los dueños del mundo -en este caso, los estados del «primer mundo»- articulan políticas de contención, para impedir, como en la canción de Serrat, que «se les llene de pobres el recibidor»; aunque dejarán ingresar a unos cuantos miles, desheredados de la tierra dispuestos a asumir las tareas despreciables y mal pagadas que los propios nacionales se rehúsan a cumplir. Es parte de las estrategias del mercado para regular los salarios a la baja y producir mayor plusvalía empresarial.

No obstante, la sociedad globalizada continúa aplicando, en sus diversos estados, la vieja política de «vigilar, castigar y controlar», cuya eficacia se ve sobrepasada por los hechos. Así, en el caso de Chile, para aterrizar en nuestra isla comprimida del fin del mundo, las fuerzas policiales y otras instituciones de resguardo no dan abasto para ejercer un control efectivo, tanto de la desbordada y creciente inmigración por el norte, como del incremento de la delincuencia callejera, unida al narcotráfico, exacerbada por el desempleo, cuyas tasas estadísticas se manipulan con miles de vendedores callejeros y ambulantes sin oficio conocido, camuflando su realidad de desempleados o cesantes.

Sebastián Piñera, hasta hace poco líder del capitalismo salvaje made in Chile, al promediar su segundo mandato, en un acto de vacua fanfarronería, viajó a Colombia, beligerante vecino de Venezuela, y ofreció «trabajo, salud y educación» para todos los venezolanos que quisieran asentarse en este país que él apreciaba, desde sus doradas celosías, como «un oasis en América».

El nuevo flujo migratorio no se hizo esperar. Nicolás Maduro devolvió a Piñera el pretencioso envite, lanzado sobre la mesa del juego político internacional, abriendo celdas en su país para endosarnos, entre los ilusos y menesterosos, delincuentes indocumentados, con prontuario al día. A ellos se sumaron otros indeseables venidos de Colombia, sobre todo. Al ámbito delictual chileno se fueron incorporando nuevas formas delictivas, hasta entonces desconocidas o muy ocasionales aquí, como el secuestro, el sicariato, la trata de personas, potenciadas por el creciente narcotráfico, cuyas redes superiores son parte también de grandes negocios oscuros del neoliberalismo criollo, a través de sus canales de corrupción y blanqueo de dinero.

Con su insuperable habilidad propagandística y publicitaria, la Derecha ha demonizado el proceso migratorio que otrora impulsó, echando cuentas sobre los réditos de la mano de obra barata, asociando ahora sus peores consecuencias al problema crucial para sus dirigentes, militantes, adeptos y paniaguados: la «seguridad ciudadana», ubicándola en la cima de las «cuestiones sociales», desestimando otras urgencias y sus crisis institucionales: salud, educación, vivienda. Se trata, por lo tanto, de reforzar el aparato policial controlador y represor, extendiendo, a lo largo y ancho de la patria, los «estados de excepción», hasta consolidar un estado policial-militar, especie de gobierno cercano a la perfección. Así, los muros del castillo de la propiedad deben resistir todos los embates y amenazas. La paz social se obtiene sólo con manu militari.

Anoche, la televisión nos obsequió, después de la estúpida y tediosa franja electoral articulada para la farsa democrática del siete de mayo, las imágenes de estos migrantes acorralados que corrían hacia las honduras de la pampa o hacia el océano desprovisto de embarcaciones, para reemprender su incierto viaje. Los policías y guardianes militarizados de ambos países, sin instrucción previa, al parecer, se unieron en la inconsciente anuencia de su oficio punitivo, cercando a estos prófugos de la miseria, para que volviesen al improvisado redil.

Se sucedieron, luego, las declaraciones de ambos estados, incluyendo protestas diplomáticas y amenazas veladas. Entretanto, funcionarios de ONG y voluntarios ocasionales repartían agua y vituallas a estos migrantes extraviados en la nada. Algunos agradecían a Chile, con lágrimas en los ojos y voces plañideras, por el tiempo pasado en su territorio y las bondades de la acogida.

Los símiles literarios irrumpen en la memoria del escriba. Ayer concluí la lectura de un buen libro: El exilio imposible, estudio biográfico de los últimos años de Stefan Zweig, que culminaron con el suicidio del célebre escritor austriaco y de su esposa, en Petrópolis, Brasil, el 23 de febrero de 1942. Escrito por George Prochnik, un hijo de la emigración judía alemana, vástago del éxodo secular hebreo, nacido en los Estados Unidos de Norteamérica, nos entrega un vívido relato del desarraigo sin esperanza de uno de los más grandes escritores universales.

Concluyo esta crónica con el aserto implícito en otro título literario: El mundo es ancho y ajeno, del peruano Ciro Alegría. Quizá venga al caso.

Notas

1 Fragmento del poema 'Para a Habana me vou', del libro Cantares Gallegos, traducido al castellano.