Aunque me considero agnóstico, siempre he tenido un gran respeto por los asuntos religiosos, tal vez porque mi madre, ferviente católica, encontró en la fe una gran paz de espíritu y un consuelo para soportar las adversidades que iba encontrando en su camino.

Así, si viajo a un país extranjero, siempre me intereso en localizar los templos y, si puedo, asisto a las ceremonias religiosas, sobre todo si son diferentes a las católicas.

Uno de los lugares que me han llamado más la atención en esta cuestión, es Japón. Allí conviven en armonía el sintoísmo y el budismo, hasta el extremo de que muchas personas practican ambas religiones. Aquí hago un inciso, porque sé que algún lector dirá que más que religiones son filosofías de vida, pero, ya sabemos que toda religión puede vivirse como una ética y que la ética es una rama de la filosofía.

Sin embargo, no deja de ser curioso el tema, ya que esta convivencia puede llegar hasta el extremo de que en muchos lugares se comparten templos, incluso hay una frase, que dice que los japoneses nacen sintoístas, se casan cristianos y mueren budistas. Tal vez esta afirmación nos parezca a nosotros, engreídos eurocentristas y monoteístas, en parte fruto de la fantasía oriental, pero os aseguro que encierra una gran verdad.

Algo parecido a esa tolerancia, sentí cuando al interesarme por las comunidades ortodoxas de Barcelona, una persona de la parroquia de la Protecció de la Mare de Déu, me informó que en el barrio de Vallcarca existía una antigua iglesia en desuso, que las autoridades católicas habían alquilado a los ortodoxos, y después la vendieron para que la transformaran en uno de sus templos.

Ese intercambio entre religiones en Barcelona me gustó como un síntoma de tolerancia y de cambio de una mentalidad, que es muchas veces integrista o de enfrentamiento y que durante tantas épocas de la historia ha existido entre diferentes creencias. Por eso, contacté y concerté una cita para visitar el lugar, ubicado en la calle Mare de Déu dels Reis de un barrio tranquilo y casi desconocido para mí.

Al acercarse, uno puede ver entre las casas circundantes, como una grata bienvenida, la característica cúpula dorada, que en su soledad representa al Dios único y verdadero, así como el color dorado, tan común en las iglesias ortodoxas, que refleja la eternidad y la gloria celestial. En la parte superior de la puerta de entrada hay una imagen de santa Eulalia, la patrona de Barcelona, que es la primera representación de la santa siguiendo los cánones ortodoxos. En recuerdo del pasado católico del edificio, se puede descubrir a sant Jordi entre los iconos y a la Virgen de Montserrat, en un vitral. Todo un detalle, pienso.

Me recibió el padre Serafín, responsable del templo y vicario general de la iglesia ortodoxa rusa en España. El sacerdote, que impone por su aspecto serio, poco a poco va mostrando su amabilidad y su paciencia para explicar la historia del templo, a alguien tan poco creyente, como yo.

La iglesia construida en 1910 fue la antigua parroquia de Sant Jordi de Vallcarca, que se incendió durante la guerra civil y acabó en desuso en 1973, al construirse una nueva, debido al aumento de los feligreses. Cada vez sufría un mayor abandono, hasta que, en el 2012, fue cedida por el arzobispado de Barcelona a la comunidad ortodoxa rusa, los primeros años en alquiler, hasta la compra en 2018.

Los propios feligreses han participado en la reforma del edificio y poco a poco se ha ido equipando con los elementos propios de la fe ortodoxa, que, al entrar en el templo, provocan un efecto sorprendente por los iconos y los magníficos frescos que transportan al visitante a las antiguas iglesias cristianas de Oriente.

Me sigue ilustrando el padre y me cuenta que los elementos que decoran la actual parroquia de la Anunciación han sido traídos desde Rusia. Entre ellos destaca el denominado iconostasio, que es un muro que va de norte a sur y separa el Santísimo Altar (situado al este) de la parte central del templo, donde se colocan los iconos. En él hay tres puertas, la principal, que está en el medio, solo puede ser atravesada por un sacerdote durante los oficios. Los diáconos (servidores) usan las puertas laterales, la sur (derecha) es por donde se entra durante la liturgia y, en ella está representado el arcángel san Gabriel. En la puerta norte (izquierda) es por donde se sale y está representado el arcángel san Miguel. Como en otros santuarios, hay zonas definidas para las diferentes funciones litúrgicas. Las formas y el espacio están regladas y se repiten en todos los templos de una forma similar.

Especialmente interesantes son esas figuras hieráticas que nos transportan a través de la tradición bizantina y nos retrotraen al esplendor del Patriarcado de Constantinopla.

Se dice que el icono te mira a ti antes de que tú lo veas: es el mundo invisible a través del propio icono donde la obra nos transmite la ilusión del tiempo y el espacio con un lenguaje que los occidentales no comprendemos. Las perspectivas pictóricas son distintas a la que se usan en occidente ya que por aquí no ha pasado el Renacimiento. En los iconos, al no haber un escenario realista y emplear la llamada perspectiva inversa, el «punto de fuga» se sitúa delante, entonces, la obra aparentemente aumenta el tamaño del objeto al retirarnos. En occidente, dicho «punto de fuga», suele estar situado detrás, lo que hace que el cuadro «se abra» al acercarnos.

En el arte ortodoxo hay una variedad infinita de imágenes, pero casi nunca sabremos el nombre del artista que las ha plasmado, ya que siempre el sujeto sagrado representado es el único protagonista.

Hay muchas más lecturas en los iconos, como puede ser la colocación jerárquica de los representados, o al mostrar arquitecturas desde la que se pueda observar el edificio con una perspectiva imposible de percibir frente a él, al mostrarnos varios lados simultáneamente.

Discurre la mañana en un santiamén, aunque tal vez no sea muy apropiado usar aquí esa expresión, mientras el padre Serafín termina diciéndome que el cardenal arzobispo católico, Lluís Martínez Sistach, asistió el domingo 4 de diciembre de 2011 al acto de bendición de la renovada iglesia ortodoxa, que depende del Patriarcado de Moscú. Por supuesto, asistieron los máximos responsables de la iglesia ortodoxa rusa en nuestro país, el obispo Néstor de Korsún, el arzobispo Mark de Egoryevsk y el propio padre, con el que, hoy, he tenido el privilegio y el honor de que sea mi guía.

Al despedirnos y al darle la mano, por primera vez esboza una leve sonrisa, mientras le doy las gracias y le hago saber que me gustaría asistir a alguna ceremonia ortodoxa en este lugar, que, en muchos momentos, me ha impregnado de espiritualidad.

Al salir a la calle, compruebo que, a pesar del sol, el día es uno de los más fríos de este invierno. Cruzo el viaducto de Vallcarca, imponente y solitario a esta hora, pensando cuánto simbolismo tiene el hecho de que para llegar hasta la iglesia haya que atravesar un puente, pues los puentes siempre unen orillas. A diferencia de los muros, que separan tantos pueblos como es el caso actualmente de Belfast e Irlanda; Ceuta y Melilla; Irak y Kuwait; Chipre; Corea del Norte y del Sur; Israel y Cisjordania; el Sahara Occidental; Estados Unidos y México… Y la cuenta sigue creciendo.

Vuelvo a recordar los lugares en los que me gustaría estar ahora: cruzar, como otra metáfora, al Himalaya, el Pacífico, la isla de Yakushima, la Patagonia, el Amazonas, incluso el desierto de Atacama, con sus flores violetas, porque este año sí ha llovido. Al llegar a las ciudades, abrir las puertas para comprobar que somos nosotros, los mismos hombres y mujeres, los que vivimos dentro de todas las casas en todos los lugares.

¡Adiós, Vallcarca, barrio distante, algo inhóspito, pero ya cercano!

Salgo del metro y me sumerjo en Las Ramblas, donde los turistas inventan palabras y el sol sigue entibiando estos últimos días de febrero. Entre los árboles se filtra una luz tan limpia como los colores puros de los iconos que traigo en mi retina.

Barcelona, inagotable, inabarcable, un poco histriónica y siempre sorprendente, porque esta ciudad son mil historias. O muchas más.

Todo un mundo fascinante nos espera.