Sé que lo que digo aquí es material de controversia pues, para empezar, afirmo que la creencia religiosa es un tema que divide a la gente, a los pueblos, a las familias, y casi nadie quiere que alguien trate de impugnar o desmentir algunos de los principios o bases que las sustentan. O que alguien sea tan avieso e irrespetuoso como para retar los libros «sagrados», mediante el uso de la observación o la lógica, pues ello pone en duda muchas posturas ancestrales.

Podría sonar agreste o visceral, pero no hay otra forma de expresar lo que para mí significa el concepto de Dios y la percepción que tienen muchos de este, y las costumbres o ritos o creencias que acompañan su acervo. Pero, sobre todo, el marco mental en el que ellas moran. Ello, sin faltar al respeto a quienes opinen diferente.

Así pues, inicio diciendo que fui formado dentro de una familia más o menos católica. Desde niño me hicieron saber que hay un Dios (hombre, por supuesto), que está al tanto de todo lo que hago y pienso. Que derrama «amor» y misericordia y que es omnipresente. Que nací «en pecado» y que necesito redimirme mediante ritos particulares, y seguir de cerca los mandamientos y preceptos que llevan a la «salvación» y la «vida eterna».

Por supuesto, creí en todo esto pues no había otra opción. Te machacan desde temprana edad la idea de Dios y los beneficios si obedeces, o perjuicios si desobedeces, sus designios. Si te portas bien: el cielo y vida eterna llena de felicidad, (incluso si tu padre o madre arden en el infierno); si te portas mal, un castigo eterno dentro de un lugar macabro donde arderás por toda la eternidad, (incluso si tus padres viven felices en el cielo).

Y, claro, crecí con el «temor de Dios» que se supone debe sentir todo aquél que es creyente. ¿Pues cómo no? Los premios y castigos son en verdad, por un lado, maravillosos, y por otro, espeluznantes. Empezando por una vida eterna, llena de gozo al morir, o, una condenación a sufrir eternamente en el infierno.

Ahora, está Satanás; otra invención «diabólica». Este tiene cuernos y cola, o toma la apariencia de un hombre bondadoso para engatusar a cualquier inocente y, engañado, enrolarlo en sus filas de ángeles caídos con la intención de rebelarse contra Dios. Nada más absurdo.

Ya en la adolescencia, al conocer que había otras religiones, practicadas por personas que me parecían humanas, con valores positivos y buenas costumbres sociales, me entró pánico y tristeza saber que arderían en el fuego eterno por no pertenecer a mi religión. ¿Qué culpa tienen ellos?

Ello me hizo voltear hacia Dios para preguntarle el porqué. Y al no obtener respuesta, y de paso comprobar que no había nadie, utilicé mi tiempo y libertad para analizar algunas otras religiones.

Encontré similitudes, pero sobre todo grandes diferencias. Un común denominador es que cada una de esas religiones sostiene que es la única válida, y que, por antonomasia, los practicantes de otras religiones están equivocados, o están en pecado, o son infieles; aunque algunas han iniciado aperturas para aceptar a otras religiones, más que nada para no perder clientela.

Me declaro agnóstico; no puedo afirmar la existencia de Dios, ni negarla, pues carezco de los elementos que me llevarían a afirmar cualquiera de estas dos opciones. Sin embargo, me inclino cada vez más por la no existencia después de considerar lo que a continuación digo.

También, encontré que Dios tiene muchas caras. Puede ser un hombre (¡claro!, qué alivio), o un elefante, o un jaguar, o un ser hermoso asexuado con mil caras, o una mujer, o un simple profeta, o un mesías, entre muchas otras. Y ahí empecé a dudar seriamente en la existencia de Dios, tal y como la concibe la limitada mente humana, y por el «narcisismo de grupo» que menciona Eric Fromm.

Pensé que tal vez no había ese ser lleno de amor y misericordia como casi todo el mundo cree. La humanidad siempre ha creado mitos en un intento por explicar la realidad del cosmos, sobre todo por temor; temor a la muerte, pues obviamente nadie sabe que hay más allá de la vida, y creer les garantiza un boleto de «salvación» (por si las dudas), aunque íntimamente intuyan que tal vez todo sea vana palabrería.

Y aquí entra lo malo. Algunos líderes religiosos, tomando ventaja de este temor, han encontrado una veta infinita para engatusar a los demás, para infundirles miedo, y para tenerlos como clientes cautivos mediante el uso de palabrería obscura y misteriosa: la religión, el peor invento de la humanidad.

Aprovechan esa proclividad, o más bien necesidad intrínseca, parte de la psique humana, de «creer» en algo que explique la existencia en el más amplio sentido. Y, como nadie sabe nada, inventan dioses como si fuera producción en serie. Sin embargo, la «salvación» de su feligresía es lo que menos parece importar a algunos líderes de esas congregaciones (contadas excepciones donde algunos de ellos sí creen en lo que predican). Más bien les importa el dinero, su propio perfil social, y su prestigio de gente iluminada y preferida por Dios. En otras palabras, la religión como instrumento de dominación, igual que el futbol.

Es increíble atestiguar cómo muchos están dispuestos a renunciar a sus bienes con tal de «comprar» un espacio en el cielo; cómo muchos renuncian a la paz y el convivio entre sus familias por discrepancias religiosas. Increíble como pueblos enteros entran en guerra por diferencias religiosas. Aberrante saber que ha muerto más gente a causa de guerras religiosas que todas las guerras laicas juntas. Y todo en nombre de Dios.

Otro factor que me ha llevado al descreimiento es la forma en que algunos creyentes actúan: piden milagros y favores a Dios mientras ignoran el sufrimiento y hambre de sus congéneres; alaban a Dios a cada minuto, como si ese Dios necesitara de tanto halago y juramentos de fidelidad y adoración, sin considerar si ese Dios, al que ellos mismos han conferido poderes inimaginables, necesita ser adorado todo el tiempo, como si fuera un humano desvalido, hambriento de aprobación.

Todo lo anterior me ha llevado a hacer mis propias conjeturas. Después de haber visto cómo funciona el mundo, cómo mueren miles de personas en tsunamis, incendios, desastres naturales, avionazos, inundaciones, bebés hambrientos en África, bebés con cáncer en el cerebro, y grupos en peregrinaciones de carácter religioso, he concluido en que no hay nadie cuidándonos; que no hay un ser bondadoso protegiéndonos, que no hay compasión de ningún tipo que logre paliar el sufrimiento y el hambre de millones de personas sin importar su estatus religioso.

El cosmos es frío y calculador. La evolución de las especies y sus destinos obedecen a leyes terrenales sin ningún índice de intervención «divina», que son más como una maquinaria matemática en donde los humanos, en particular, son víctimas colaterales de las leyes de la supervivencia del más fuerte.

Estamos solos, parados en este orbe azul que viaja por el espacio quien sabe por qué, o para qué. Lo que sí queda claro, es que vivimos en un constante azar, y que solo la suerte nos ayuda ocasionalmente.

Lo que muchos creen son designios tomados por un Dios, resultan ser eventos cósmicos a los cuales están sujetos todos los seres vivientes y de los que no tenemos ningún control, independientemente de cuánto recemos. La vida es como una ruleta donde las creencias salen sobrando al ver la evolución de lo que nos afecta a todos por igual. Independientemente de si son píos o ateos.

He escuchado por ahí incluso, que podríamos ser la creación de alguna sociedad extraterrestre que nos ha puesto en este mundo como si fuéramos conejillos de Indias. Que somos solo un experimento. Paradójicamente, ello me resulta más creíble que un Dios indiferente y sordo, mudo y ausente, pues cada vez es más evidente que hay civilizaciones años luz delante de nosotros.

En otras palabras, somos tan ignorantes de nuestro ser, sus orígenes y destino, que podríamos compararnos con un bebé recién nacido frente a un pizarrón lleno con ecuaciones algebraicas.

Y la verdad me parece en exceso arrogante creer que sabemos quién es Dios, qué quiere de nosotros, cómo piensa él, y cómo merecemos ser premiados al acatar, o castigados, al desobedecer, sus designios.

Cómo nos creemos superiores al poseer la verdad, la verdadera religión, lo que quiere Dios para nosotros, aun cuando no sabemos un pepino sobre el universo, galaxias, el infinito, vaya, ni de nosotros mismos.

No creo en libros «sagrados» escritos por Dios, porque sé que no fueron escritos por Dios. Fueron escritos por humanos, políticos de eras remotas con la misma intención que tienen los que hoy los divulgan, pues son el instrumento que los justifica.

Creo que si Dios existiera como lo imaginan, estaría ahora en redes sociales para dar aliento y esperanza a un mundo cada vez más caótico, deshumanizado e ignorante. Vendría a vivir entre nosotros; ¿por qué no? O encontraría otro medio para «salvar» a la humanidad; no nos dejaría la tarea de hurgar en volúmenes anacrónicos para descifrar lenguaje antiguo, obsoleto y ambivalente, fantasioso y enigmático.

Creo que si hubiera un Dios como lo imaginamos, desde hace mucho ya hubiera tomado las riendas de nuestros destinos, procurándonos sustento y felicidad. Arrancaría de cuajo a los malos que infligen sufrimiento a los demás y premiaría a los buenos, no de manera especial, sino dejándolos ser libres de la maldad humana, la enfermedad, la ignorancia y el fanatismo dogmático.

No puedo creer en que a sus «hijos» los haya abandonado y que solo puedan «salvarse» aquellos que crean en él. Me parece absurdo que alguien pueda crear a unos seres débiles e indefensos, sin pistas de lo que significa la existencia, que deban solo basarse en libros escritos por otros humanos como mapa de supervivencia y poder pasar las «pruebas» que representa el existir mientras él permanece impertérrito ante su sufrimiento.

Por esto último y todo lo anterior, estoy convencido de que Dios nunca nos ha hablado. En cambio, que quienes han hablado son los que desean (y les conviene) que se difunda y acepte lo escrito en los libros «sagrados», pues estos delinean posturas y obligaciones que comprometen a los hombres a actuar como se espera de ellos dentro de las sociedades, siempre con el ubicuo fantoche del castigo divino y la perdición.