Muchas veces me preguntan sobre la Costa Rica que me tocó vivir en la infancia, en la adolescencia y todavía cuando entraba a la adultez, hace pocas décadas. Siempre exalto esa Costa Rica, que nos urge recuperar, rescatar si fuera posible, lo que hoy parece un sueño irrealizable.

En mis familias paterna y materna se realizaba un culto especial, cariñoso, muy sólido por recordar a los ancestros, a los parientes fallecidos, lejanos y no tan lejanos. Eso pesaba para recordar a mis abuelos y mis tatarabuelos especialmente.

En mi familia paterna primero estaba mi abuelo Manuel, en segundo lugar, pero con igual importancia, cuando había reunión con mi abuela Carmen, que era muy frecuente, casi religiosamente una vez por semana, con mis tíos y tías, estaban presentes en el ambiente y en la conversación los bisabuelos maternos Gilberto y Matilde, ya fallecidos, y poco menos el abuelo Manuel, también fallecido. A mis bisabuelos no los conocí y de mi abuelo soy el único de sus nietos que tiene una foto con él cuando yo tenía unos cuantos meses de nacido.

La historia de mi bisabuelo Gilberto se remontaba a la forma cómo llegó «exiliado» de Colombia, habiendo salido de la cárcel de Cartagena, pasando por Panamá cuando aún no se había independizado, por haber participado en la Guerra de los Mil Días, siendo liberal y habiendo compartido prisión con el presidente Olaya Herrera.

La bisabuela Matilde le sobrevivió, la conocí y traté, entrando a la adolescencia. La recuerdo con cierta belleza y gran dulzura, ya vieja ella, quien alcanzó bastantes años.

De ellos, de mis abuelos y bisabuelos, en esas conversaciones y tertulias, se recogía su tenacidad, su honradez, su honestidad, su sentido familiar, su rectitud, su disposición al trabajo y de realizarlo lo mejor posible. Destacaba el valor humano de ellos. Especialmente el valor que ellos tenían para la constitución de la familia. Mi abuela Carmen era para la familia como el recinto de las Naciones Unidas, allí, en su casa, convergían en esas sesiones alrededor de tazas de café y bocadillos, todos los descendientes vivos desde sus hijos, mis tíos y tías, hasta los nietos y bisnietos cuando empezaron a compartir esas reuniones familiares, a oír historias, a preguntar y repreguntar, y a salir más fortalecidos en el valor de la unión familiar y en el culto que se rendía nuestros antepasados.

En mi familia materna sucedía algo parecido. A mi abuelo Jacobo y mi adorada abuelita Ofelia, sí los conocí y traté mucho, hasta sus muertes. Trabajadores extraordinarios, pobres, sin riqueza acumulada, pero honrados, honestos, siempre dispuestos a servir.

Mi relación fue especial con mi abuelita Ofelia, de tradición rosacruz y teósofa, posiblemente influenciada por el masón de su padre. Ella sobrevivió a mi abuelo hasta 1986. Su arte culinario era especial. Su cocina riquísima. De rica lectura y me ponía a que le leyera mientras hacía ciertos oficios domésticos posiblemente tratado finamente de influenciarme para que yo me metiera en sus reuniones de rosacruces y teósofos, que no fue mi camino.

Mis bisabuelos, los padres de Ofelia, los bisabuelos Rafael y Patricia, son para toda la familia Rodríguez Rodríguez, ellos eran primos hermanos, los ejes y pilares de una prole enorme, por la cantidad de hijos que tuvieron y por la cantidad de descendientes que de ellos nacieron hasta dos generaciones debajo de la mía. Todos, me atrevo a decir que todos, los descendientes de ellos se siguen mirando en sus espejos y con gran orgullo se identifican con el abuelito Rafael y con la abuelita Patricia.

Mi bisabuelo Rafael fue masón y diputado muchos años, incluso secretario del Congreso Constituyente de 1917. Allá por 1920 la oposición política a él le enfrentó a un yerno como candidato disputándole una diputación. Mi bisabuelo dijo que frente a un hijo no peleaba y se retiró de la política partidista electoral, después de haber participado en la lucha política y militar contra la dictadura de Federico Tinoco, en 1919, al lado de quien llegaría a ser, en 1920, presidente de la República, Julio Acosta García. En 1948, ya fallecidos mis bisabuelos, en los sucesos políticos revolucionarios de la guerra civil en marzo y abril de ese año, mi madre y mi tía Enid, fueron detenidas y llevadas a la cárcel de mujeres el Buen Pastor, por sus actividades contra los victoriosos de esa guerra. En el momento en que iban a ser rapadas para su internamiento penitenciario, se presentó el expresidente Julio Acosta y dijo que las hijas de Rafael Rodríguez no podían ser detenidas, rapadas, ni sometidas a privación de su libertad, qué él se hacía responsable de ellas y logró que no fueran detenidas.

La vida política de mi bisabuelo Rafael influyó genéticamente en que muchos de sus descendientes fueran o hayan sido activistas políticos, de distintos partidos políticos, diputados, ministros, candidatos a la vicepresidencia y a la presidencia de la República, además de que han ocupado puestos importantes en instituciones culturales y educativas.

Por el lado de mi abuelo materno, Jacobo, su padre Adolfo, fue el primer dominicano que llegó a Costa Rica, a finales del siglo XIX. Fue miembro activo del Partido Revolucionario Cubano, que fundó José Martí, para luchar por la independencia de Cuba y de Puerto Rico. Participó en uno de los clubes que funcionó en la capital.

En ambos troncos familiares mis bisabuelos Gilberto y Adolfo jugaron un papel importante, en su tiempo, para lograr la fundación de los Cantones de Las Juntas de Abangares, en la Provincia de Guanacaste y el de Orotina, en la Provincia de Alajuela, donde vivieron inicialmente. El abuelo Rafael también estuvo en Orotina y allí falleció, muy importante él para el Cantón de San Ramón, donde finalmente descansan sus restos físicos.

En el caso de la parte de mi familia Rodríguez su visión al pasado se remonta a Lico Rodríguez, el tatarabuelo, gran escultor y quizá el mejor imaginero que tuvo el país en el siglo XIX. De él también hay una gran descendencia, lo que amplia y extiende la familia Rodríguez, que toda se reconoce hoy día, hasta con un sitio electrónico, «Descendientes de Ramón Rodríguez». A ellos suman los familiares que participaron en la guerra de 1856 contra los filibusteros norteamericanos de William Walker, parientes lejanos que ayudaron a buscar rutas para trasladar las tropas al norte y a la frontera con Nicaragua, para expulsar a los filibusteros de ese país, de Costa Rica y de Centroamérica.

Cuando todas estas historias se recogían, en amenas tertulias, el valor fundamental que se nos enseñaba a los más pequeños es que esos personajes de nuestras familias valían por lo que eran, por sus ejemplos de vida, por su trabajo, su honestidad y honradez, por los valores que inculcaron en sus hijos. Y, se nos enseñaba también que, así como valían nuestros familiares, también valían los familiares de los vecinos, de nuestros amiguitos y amigos, a quienes también se nos inculcaba respetarlos. Y, cuando esos valores de reconocimiento se fortalecían se nos enseñaba que lo mejor de Costa Rica éramos todos los costarricenses, porque Costa Rica la constituíamos todas las familias.

Nos tocó vivir una sociedad tranquila, pobre, pero con gran sentido de solidaridad, donde se podían compartir los productos de las siembras de los patios con los vecinos, se podía dejar dinero en una bolsa, pegada o al pie de la puerta, para que allí el panadero y el lechero dejaran el pan y la leche, y tomaran el dinero correspondiente, sin que nunca se lo robara nadie, era la Costa Rica donde se podían dejar puertas y ventanas abiertas todo el día, sin que hubiera ningún peligro para ninguno de los miembros de la familia, era la Costa Rica donde se podía jugar con seguridad en las calles y en potreros abiertos, y la Costa Rica en que se podía pescar en los ríos que cruzan las ciudades o la capital, era la Costa Rica donde todos íbamos a la escuela, ricos y pobres, sin distinciones de ningún tipo. Todavía hasta 1975 la Universidad de Costa Rica reflejaba y recogía esa tradición de posibilidad de ricos y pobres compartiendo aulas, estudios y posibilidades de progresos y superación, sin distinciones odiosas. Era una sociedad sin ostentaciones de riqueza. Los ricos eran sencillos en sus hábitos y en su presencia pública, sin tratar de humillar ni maltratar a nadie por esa condición social. Era una sociedad donde la vida valía porque valía el ser humano. Era una sociedad donde las casas de los padres y los abuelos eran el sitio de llegada de los familiares, de los hijos y de los nietos. Era uno el que tenía que ir a ver a los abuelos. Era una sociedad donde no había soledad familiar…

Seguramente lo narrado es propio de muchas experiencias de vida, que ya no se tienen. En las reuniones familiares hoy casi no se acostumbra a recordar a los antepasados, no se acostumbra a la reunión de nietos, hijos y abuelos y a veces bisabuelos. Las ciudades hoy ya no son seguras, las casas se han convertido en prisiones enrejadas, o encerradas en muros de grupos residenciales, los ríos que cruzan nuestros pueblos y ciudades hoy están todos contaminados, la ostentación es parre del glamour de algunos sectores sociales y la brecha entre la pobreza y la riqueza se ensancha a pasos agigantados y la acumulación de riqueza se concentra cada vez más en menos manos con menos distribución social de la misma, donde ya la vida en general casi no vale nada… porque los seres humanos ya casi no valen nada…

La desintegración familiar se ha impuesto, las familias entre ellas se distancian, incluso en las relaciones de padres e hijos y de los nietos. Ya los nietos no van o los llevan donde los abuelos, son los abuelos los que tienen que buscar a los nietos… si los quieren ver… Hoy para muchas familias la soledad de sus miembros es una realidad que pesa.

¿A dónde llegaremos?