Enero recibe su nombre del dios Janus, representado con dos caras: una mirando al pasado y la otra hacia el futuro. La naturaleza bicéfala del primer mes del calendario no se limita a su posición a la vanguardia del año, sino frente a las actitudes que podemos tener frente al futuro. Por un lado, las almas bellas, ven el nuevo año como el inicio de nuevas oportunidades, como borrón y cuenta nueva de un futuro brillante donde pueda surgir, casi por magia, una nueva versión de nosotros mismos. Frente a ellos y su ingenua alegría, está el cinismo y parsimonia de los pesimistas. Aquellos que ven un presente tétrico y un futuro funesto que los paraliza o los resigna a una vida sin sentido ni esperanza.

No nos engañemos, la realidad es lo suficientemente compleja para resistir a reducciones simplonas. Es correcto, el presente es al mismo tiempo un valle de lágrimas, así como la realización de utopías pasadas; el futuro se presenta tanto como la luz de la esperanza como un grito de agonía. En el escenario de nuestra experiencia juegan ángeles dibujados por Walt Disney y demonios del Bosco, agarrados de la mano bailando la sandunga.

Optimismo y pesimismo son actitudes opuestas frente al futuro, ante un destino o indeterminado o desconocido para nosotros. ¿Qué depara el futuro para nosotros? ¿debemos abrazar la esperanza de un futuro brillante y benévolo o estamos condenados a las sombras de nuestras peores pesadillas y distopías? ¿Tenemos alguna influencia en el resultado?

Una de las características afines entre el optimismo y el pesimismo es, en cierto grado, una visión determinista de la historia. Los hechos históricos y sus resultados ya se encuentran determinados por factores ya sean económicos, biológicos o teológicos. El futuro ya está escrito, la historia es un devenir hacía un porvenir ya definido. Pero, mientras unos esperan la llegada de una bella y brillante utopía, los otros se resignan a la llegada de la hecatombe final.

Uno de los ejemplos de un determinismo optimista es el proyecto ilustrado, quizás sus versiones más ingenuas, que suponen un desarrollo o progreso lineal basado en el uso de la razón, la ciencia y la tecnología. El desarrollo de las instituciones políticas, educativas y culturales, la propagación de la mentalidad moderna y la confianza en la aplicación de las ingenierías en la vida humana son el método que nos llevarán a un mundo mejor. Este optimismo tiene una ventaja, pues es indudable que la historia de la humanidad ha tenido una marcada tendencia de mejora en las condiciones de vida, incremento en la expectativa de vida, reconocimiento de libertades, reducción de la violencia y mayor bienestar en todas las esferas humanas a partir del siglo de las Luces, XVIII, y la Revolución Industrial (la mayor aplicación de la mentalidad moderna e ingeniería). Sin embargo, este indudable progreso ha venido acompañado de crímenes, dolores y tragedias. Por cada tres pasos hacia adelante se han dado dos para atrás: destrucción ecológica, genocidios, guerras mundiales y la industrialización de la destrucción de vidas humanas.

Una de las características de la ilustración, el liberalismo, la ciencia y la mentalidad modernas es su capacidad de autocorrección; por lo que versiones no ingenuas ni lineales del desarrollo humano son versiones optimistas del futuro humano.

Otro tipo de determinismo que lleva a una actitud optimista es el cristianismo. El tiempo dentro de la cosmovisión cristiana es lineal y teleológico; tiene un sentido impuesto desde afuera del tiempo por Dios. El dogma de la providencia divina nos dice que Dios cuida su creación y, sobre todo, a sus hijos los humanos. San Lucas cita a Jesucristo: «Es más, aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis; vosotros valéis más que muchos pajarillos» (12:7).

Una de las virtudes cardinales del cristianismo es la esperanza; en Dios, en la salvación y en que en los eventos desafortunados o terribles hay un sentido, un Dios que saca mayor bien. El escritor británico J. R. R. Tolkien no solo intentaba crear una mitología para la cultura inglesa, ni generar un mundo donde se usarán los lenguajes que había creado, sino que quería reflejar su catolicismo en sus historias. No es casualidad que los tres personajes más importantes del Señor de los Anillos sean Aragón, Gandalf y Frodo; el rey, el profeta y el sacerdote; los tres roles de Jesucristo. Además, las historias de Tolkien siempre tienen eucatástrofe, (eucatastrophe) el repentino giro de los acontecimientos al final de una historia que garantiza que el protagonista no sea víctima de un destino terrible, inminente y muy posible: la llegada de Beorn a la Batalla de los Cinco Ejércitos o la llegada de las Águilas a la Batalla de Morannon o la Puerta Negra, al tiempo que rescatan a Frodo y Sam de la destrucción del Monte del Destino.

Tolkien llama a la encarnación la eucatástrofe de la historia de la humanidad, y a la resurrección, la eucatástrofe de la encarnación.

Desafortunadamente hoy vivimos en una cultura enferma. Su enfermedad es un optimismo extremo que ve a la alegría como una obligación. Sufrimos una compulsión obsesiva por la felicidad propia de una mente de ególatra cuasi fascista. Nos dicen que la felicidad es nuestra responsabilidad, no ser feliz no es una opción. Hemos generado ejércitos de doctores, psicólogos, psiquiatras, self help gurus, asesores, coaches que nos ordenan que «cuidemos de nosotros mismos», que tengamos una mentalidad positiva, que siempre seamos optimistas… O tomemos drogas.

Las maravillosas comodidades de la vida en sociedades postindustriales y democráticas tienen el contra efecto de generar jaulas de oro como las oficinas de Google. Al tiempo que reduce la felicidad a la satisfacción de los placeres y el optimismo a la posibilidad de seguir haciéndolo.

Es un engaño suponer que la felicidad no es una decisión personal o que depende exclusivamente de uno. Olvida que como seres sociales los demás tienen influencia sobre nosotros y por lo tanto responsabilidad y nosotros sobre ellos. El individuo atómico es solo un ser político, no una realidad social ni adecuado para las preguntas fundamentales sobre la existencia humana.

Sin embargo, ser felices a pesar de las circunstancias es una terrible opción. Es negarse a reconocer los puntos malos, desagradables de la vida; es una visión infantil, ingenua e irresponsable. La compulsión por el optimismo, eliminar cualquier pregunta incomoda sobre el sistema, las malas decisiones personales y la agencia que tenemos sobre el resultado de nuestras acciones inhibe toda acción de cambio y mejora, al no reconocer la gravedad de los errores, injusticias, peligros y problemas.

Un desmedido optimismo y exigencia por la felicidad ensombrece la validez de las otras emociones. El filólogo alemán Nietzsche lo dice de mejor modo: «mankind does not strive for happiness: only the Englishman does that». El pesimismo, más allá de su pretendida superioridad intelectual, no es una mejor visión del presente y futuro. Es correcto que las condiciones actuales de México y el mundo no son las óptimas y los problemas se nos van acumulando. Pero al pesimista se le olvidan los logros y desarrollos que las sociedades han logrado; no toman en cuenta la capacidad humana de reaccionar y adaptarse. Para los pesimistas los humanos somos apenas ganado camino al matadero sin la capacidad de escapar.

El pesimismo puede tener distintos orígenes: desde un crudo realismo-empirismo, una visión materialista del cosmos donde se hace evidente la carencia de un Dios providente o una cosmovisión determinada por la entropía y la tendencia al caos.

La principal debilidad del pesimismo, más allá de su cinismo y desvergüenza, es una posición que no lleva a la acción, que no resuelve nada. La agencia humana es abandonada, y llevado a su extremo el sentido mismo de la vida y existencia.

Ante tal panorama vale la pena buscar una tercera opción que supere la aporía en la que nos encontramos. El filósofo americano William James (1842- 1910) académico de la Universidad de Harvard, y uno de los fundadores del pragmatismo propone una salida. Primero resolvió de cuestión: ¿por qué algunos filósofos tienden al optimismo y otros al pesimismo? James describió dos tipos de temperamentos entre los filósofos: tender minded y tough minded. Estos temperamentos determinan como vemos el mundo.

Mientras los tender minded, filósofos de corte racionalistas, idealistas, religiosos, monistas y dogmáticos tienen al optimismo, los tough minded, filósofos empiristas, materialistas, fatalistas, irreligiosos y escépticos tienen al pesimismo. Por lo que el optimismo y pesimismo no son una elección racional, no hay razones para elegir una u otra, sino simples actitudes, inclinaciones personales, que sirven de punto de partida para ver el mundo de un modo u otro. Los que buscamos son interpretaciones que se adecuen al temperamento, que nos hacen más propensos a nuestras opiniones filosóficas.

William James presenta una tercera opción: un desapego del futuro, no tener expectativas del devenir. James reconoce que esto es contrario al espíritu humano: «It would contradict the very spirit of life to say that our minds must be indifferent and neutral in questions like the world salvation». La neutralidad ante el futuro es frente al devenir determinista donde los humanos no tenemos agencia. Lo que propone James es meliorismo, idea metafísica que sostiene que los humanos pueden, a través de su intervención con procesos que de otra manera serían naturales, producir un resultado que es una mejora con respecto a la natural antes mencionada. El meliorismo media entre pesimismo y optimismo pues es una crítica a la idea subyacente en ambos: fe y determinismo, en favor de la agencia humana.

El futuro no está determinado, y no sigue patrones necesarios. Es contingente y susceptible de ser modificado con la acción humana. No es la razón o sentido lo que cambia el mundo, sino la acción humana haciendo cosas y teniendo consecuencias prácticas. La «salvación» y el progreso humano no son inevitables ni imposibles, sino una posibilidad, más probable con la acumulación de acciones y condiciones sociales.

El meliorismo, tiene una concepción de los individuos y de la sociedad, que es fundamental para la democracia liberal, el libre mercado, ciencia moderna y los derechos humanos; en resumen, es un componente básico del liberalismo. El futuro es terrorífico y desconocido, pero es nuestro futuro, para intentar transformarlo.