Podría dar mi nombre o idearme alguno, lo consideré innecesario. He vivido una buena vida durante poco más de siete décadas, ahora soy como el toro de lidia que enfrenta al matador sin chance alguno, viví con prisa y ahora la vida se me va. Tengo varios nietos, infartos y accidentes que casi me cuestan la vida, y aunque mi cabello es blanco y abundante, mi existencia se ha pintado de claroscuros. Estoy indocumentado en un país de dos océanos y litoral extenso, dejé huellas, pero se borraron como corazones en la arena. Es hora de retornar a la patria.

Fui un hombre alegre que supo de tristezas; una pena tempranera ocurre al revelarse que mis padres no se soportan y deciden separarse, descubrí que el amor se marchita si no lo sabes cuidar. Y así llegaron los cambios, mi madre se fue a vivir a la mansión de la abuela, y perdida la hacienda en la reforma agraria del gobierno militar él se muda a un pequeño solar miraflorino. Como el mayor de los hermanos, fui quien se fue a vivir con él. Era fácil escoger con quien vivir, los lujos no me seducen y lo amaba demasiado. La convivencia fue complicada, el rencor de mi padre se acentuaba en el pasar de los días y gran parte del tiempo andaba irritado y de mal genio. Un viernes al salir de la escuela nos cruzamos en la calle y dijo que volvería pronto. Lo esperé en vano, y ante la ausencia, lo fui a buscar al bar miraflorino que solía frecuentar.

Mi padre y sus amigos ya venían con distintas suertes, algunos eran hacendados venidos a menos, otros aún en vigencia y con dinero. Entre ellos recuerdo al militar que hablaba sandeces, y al prefecto que no se movía sin su guardaespaldas. En la algarabía del alcohol, discutiendo temas que no vienen al caso, me acerqué en silencio y le toqué el hombro. Volteó, me miró fijo a los ojos y dijo: gordito, que haces aquí.

He venido a buscarte, deja de beber y vámonos de aquí, repliqué.

Fue entonces cuando me soltó una cachetada, me gritó que volviera a casa y si insistía me agarraría a correazos.

Mi ira por tamaña injusticia fue tan grande que decidí dejarlo y unirme a mis hermanos. Lloroso y trepidante subí a un trasporte público para volver a casa. No había llegado aún a casa de la abuela cuando cambie de opinión, no me iba a ir derrotado sin tomar acción. Decidí enfrentarlo con un argumento diferente, armándome de valor volví a tocar su hombro.

Esta vez se despidió de sus amigos y cuando el militar hizo un comentario negativo, él lo calló, se levantó y se vino conmigo. En el camino pidió disculpas y prometió no volver a tocarme.

Teníamos altas y bajas, para él era difícil no contar con dinero tras haber nadado en la abundancia. El único lujo que aun mantenía era un auto Galaxie 500 en inmaculadas condiciones, pero no lo usaba nunca por andar escaso de recursos. Recuerdo lo deprimido que estaba al llegar la navidad y cuanto me esforcé por animarlo de alguna manera. Se me ocurrió que podíamos utilizar el auto para generar algún ingreso y acabar con su apatía. Y así fue como trabajamos varias horas haciendo colectivo en la avenida Arequipa, yo era quien cobraba el dinero y el manejaba con una irónica sonrisa en el rostro. El enorme automóvil tenía capacidad para ocho personas, la gente se sorprendía de vernos trabajar en una actividad poco usual, el color de la nuestra piel y el lujoso vehículo debe haber sorprendido a más de uno. Fue un éxito rotundo, esa noche tuvimos dinero para comprar pollo a la brasa, panetón y chocolate caliente, y nos sobró dinero para los fuegos artificiales. Lo vi sonreír por primera vez después de mucho tiempo, fue la navidad más feliz de mi existencia.

Durante la bonanza de mi padre, él había dado trabajo en la hacienda a unos refugiados italianos que llegaron sin recursos tras la Segunda Guerra Mundial. Uno de ellos era muy hábil y se independizó rápidamente para convertirse en uno de los mayores comerciantes de pollos en Lima. Muchos años después, cuando el italiano se da cuenta de los problemas económicos de mi padre, le ofrece ayuda. Mi padre era sumamente orgulloso y declinó el ofrecimiento. Fue la siguiente vez que me enfrenté a él; le hice saber que podía dejar el orgullo de lado y aceptar la ayuda de una persona agradecida. Me costó convencerlo, pero al final acepta. Y fue así como nos convertimos en granjeros y nuestro galpón de gallinas ponedoras llegó a convertirse en la granja más conocida y eficiente de todo el valle. Para ese entonces yo contaba con dieciocho años y ya tenía enamorada.

Mi siguiente recuerdo se remota a una reunión de los granjeros del valle. La producción avícola de mi padre era muy reputada y lo habían conminado a hablar sobre sus cualidades como productor. Él no lo quiso hacer, y a tanta insistencia aceptó a regañadientes. Cuando salió a exponer, ya había surgido cierta expectativa por su experiencia en el ramo.

Fue entonces cuando agarro el micrófono para decir: Los pollitos dicen pio, pio, pio, cuando tienen hambre y cuando tienen frío. Y se bajó del estrado.

No supe que hacer y solo pude reír a carcajadas.